Ministerios de éxito

A veces, que no queramos renunciar a nuestros privilegios, o a nuestra posición, o a nuestra seguridad económica, no es más que un tropiezo para el reino de Dios.

24 DE ABRIL DE 2017 · 10:03

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He hecho un par de investigaciones antes de sentarme a escribir. Normalmente, el trabajo previo al artículo me lleva una o dos horas hasta que reúno todos los datos y compruebo que esté todo bien. Hoy me ha llevado diez minutos, porque estaba todo ahí, a la vista.

La primera ha sido en una base de datos de libros evangélicos. He buscado referencias que utilicen la palabra éxito en su título o su subtítulo y solo de libros publicados en los últimos diez años había más de sesenta referencias. Y sí, todas provenían de traducciones estadounidenses al castellano.

La segunda investigación ha venido como consecuencia de esta primera. En libros publicados en España, por autores españoles, no había prácticamente ningún libro ni referencia relacionada con la palabra éxito. Así que he acudido a BibleGateway.com (que, para quien no lo sepa, es una web donde consultar diferentes versiones bíblicas de decenas de idiomas del mundo, de manera gratuita). He clasificado algunas de las versiones en castellano de la Biblia por época y por epicentro de traducción. He buscado cuántas veces aparecía en esas traducciones la palabra éxito.

En las traducciones más tradicionales hechas en España, y las más antiguas, éxito casi no aparece. La Reina-Valera de 1960 solo tiene 4 referencias (la RVR95, 5). La Reina-Valera Contemporánea, que es una revisión de 2009 con énfasis en el español de América, ya tiene 16 referencias. La Biblia de las Américas, realizada en los años 70 pero con la mente puesta también en Latinoamérica, tiene 18 referencias. Luego damos el salto: la Nueva Versión Internacional y la versión Dios Habla Hoy, hechas ambas en épocas más recientes (alrededor de los años 90) y con epicentro en Latinoamérica, tienen 33 y 38 referencias a éxito respectivamente. Y cuando vamos a la Nueva Traducción Viviente, que es una versión al español de América de una versión inglesa de la King James, y cuyo epicentro está en Estados Unidos, las referencias suben a 58.

Como resumen podría decirse que cuanto más cerca estamos de Estados Unidos y más cerca a nuestra época actual, más se va viendo una explicación de ciertos conceptos o ideas a través de la noción del éxito. Es algo común en lengua y cultura inglesas que, a través de las traducciones, va permeando en la cultura evangélica latinoamericana y también, poco a poco, por contacto, se deja ver aquí en España.

Lo cierto es que la cultura del éxito no es una cuestión cristiana. Muchos estudiosos están de acuerdo en que parte del “sueño americano” se ha traducido en esta cultura del éxito, que como toda corriente social y cultural tiene límites poco definibles.

El sueño americano, ese del que tanto se habla en las películas, es un fenómeno único que nació del contraste con el que se encontraron los primeros pobladores de las colonias estadounidenses. El historiador Paul Johnson, en Estados Unidos, la historia, describe con mucho detalle esa fascinante parte de la historia de la nación. Hay que tener en cuenta que los primeros pobladores oficiales del territorio norteamericano eran europeos (ingleses sobre todo, pero también irlandeses, holandeses e italianos, por ejemplo). Formaban parte de una vieja Europa que estaba llena de historia, de monumentos y ruinas, pero también estaba llena de gente, que tenía sus campos de cultivo saturados de tener que abastecer a tanta población, que hacinaba en ciudades mal cuidadas a los que intentaban salir de la pobreza del campo. En Europa no había más que toda aquella miseria social y laboral.

Los que se atrevieron (o tuvieron medios) para aventurarse en un viaje por barco incierto hacia los nuevos territorios, no obstante, lo que se encontraron fue con algo radicalmente diferente. Las tierras de América del Norte eran ricas y nuevas, y tremendamente productivas. Además, estaba aquella sensación irresistible de tener por delante todo un territorio sin explorar, vastas extensiones de tierra a disposición del primero que las reclamase. Cualquiera con un poco de espíritu emprendedor podía medrar en aquellos paisajes tan sobrecogedores y nunca antes vistos. Y así hicieron. Los registros dicen que en apenas cincuenta años la estatura media de los que habitaban en las colonias de América aumentó varios centímetros sobre la media europea, solo por poner un ejemplo. Mientras que en Europa tener familia numerosa era una tarea terriblemente costosa (sobre todo por el elevado precio de la vivienda en las ciudades), América del Norte se empezó a poblar rápidamente no solo por la inmigración, sino también porque las familias podían permitirse tener más hijos, porque tenían con qué alimentarles y el precio de la vida era relativamente más barato. Una de las cuestiones más impresionantes que narra Paul Johnson en su libro acerca del primer siglo y medio de asentamientos permanentes en América del Norte es algo que ahora se nos queda difícil de entender con ojos del siglo XXI: cuando los primeros pobladores llegaron allí con la intención de quedarse, en América del Norte no había nada más que naturaleza. Las civilizaciones construidas por los nativos americanos estaban basadas en el respeto absoluto a la tierra que les sustentaba, y por eso no tenían una civilización con grandes construcciones o una gran modificación del entorno. Y, aparte, los nativos americanos vivían en pequeños reductos en comparación con las vastas extensiones de bosques y montañas, llanuras, ríos y lagos de aquel territorio nuevo. Aparte de ello, no había nada. Y si pensamos bien el contraste, ahora Estados Unidos es una tierra que está llena de cosas, y por “cosas” podemos referirnos desde grandes rascacielos hasta suvenires baratos de plástico en las tiendas de regalo de los aeropuertos. Pero trescientos años atrás, cuando en el siglo XVIII empezó a poblarse, todo eran materias primas sin explotar. Johnson habla de las dificultades de los pioneros para cargar en los pequeños barcos que les trasportaban las mercancías e incluso los animales vivos para el ganado, necesarios para formar colonias y subsistir. Los que fueron a vivir a América transformaron eso y, por medio de la industria, se convirtieron en una floreciente nación.

Ese es el origen del sueño americano: realmente cualquiera que tuviera ganas de trabajar y un poco de espíritu emprendedor tenía posibilidades de medrar en aquella tierra rica. Cuando después de la Segunda Guerra Mundial nació “oficialmente” el concepto de sueño americano, todo se había transformado ya; existían ciudades, había una industria asentada. Pero, aunque sus pobladores no tenían la necesidad de vivir directamente de la tierra, por alguna razón la tierra seguía siendo próspera.

Aún hoy, a pesar de las crisis económicas y de los problemas de distribución de la riqueza, Estados Unidos sigue siendo un país próspero que conserva ese espíritu de que allí cualquiera que se esfuerce puede conseguir lo que se propone.

Y es en este lugar, y en este contexto, donde surge la idea del éxito como un motor de la sociedad. Es algo típicamente estadounidense hablar de buscar ese éxito personal en la vida, aunque a veces éxito tenga límites volubles. El éxito es lo que cada uno considere que necesita para acceder a una vida con un alto nivel de bienestar. Para los pioneros, éxito era una buena cosecha anual que les permitiera poder alimentarse durante el invierno y obtener algo de dinero vendiendo los excedentes. Hoy éxito tiene un cariz algo más trascendental, y se ha acabado convirtiendo, en cierto sentido y para cierta parte de la cultura estadounidense, en un fin en sí mismo. El éxito proviene del esfuerzo personal de cada uno, no es algo que llegue de la nada. Y es lo que, en última instancia, le da sentido a la vida. Esa es la cultura del éxito.

Lo que ha ocurrido es que esa cultura del éxito se ha utilizado para explicar la vida cristiana. Para un estadounidense criado en esta clase de mentalidad, resulta fácil de entender, aunque no sea necesariamente exacto ni se corresponda con la verdad del evangelio. Pero fuera de la cultura estadounidense lo que nos llega es un concepto muy diferente que no se puede aplicar en las mismas condiciones.

Parte del éxito de Estados Unidos ha sido su expansión cultural; y con ella ha venido el mestizaje. Estamos imbuidos de cultura estadounidense, queramos o no. En el mundo evangélico esa inmersión ha sido doble: por un lado, el influjo de películas, literatura, televisión y otras formas de consumo cultural. Por otro lado, porque la mayoría del protestantismo español proviene de misiones estadounidenses que dejaron su impronta en la vida y la mentalidad de las iglesias, y además porque una parte del crecimiento de las iglesias evangélicas durante el siglo XX proviene del apoyo estadounidense (apoyo de recursos humanos y económicos). Y todo eso va dejando un rastro importante en la forma de ser. Por otro lado, la naturaleza expansiva de la cultura comercial de Estados Unidos hace que ellos fueran los únicos con iniciativa y visión de mercado para empezar a traducir sus libros y materiales propios en inglés al español para venderlos tanto a los hispanos de Estados Unidos como fuera de su territorio. Y ya tenemos así el paisaje completo, a grandes rasgos.

Algo como el concepto del éxito, que es propio de una cultura en particular (y de su historia), se toma como verdad universal y se extiende a otras culturas donde ese concepto no es vital. Poco a poco, esas otras culturas adoptan parte del nuevo concepto, pero sin arraigo histórico es necesaria una modificación que en la mayoría de los casos resulta conflictiva. Cuando vamos ya a las raíces del evangelio, del puro evangelio de las buenas noticias a través de Cristo, resulta un mestizaje muy insostenible.

No estoy en contra del éxito, ni mucho menos. Y no estoy en contra de la cultura estadounidense. Pero es obvio, al observar la evolución de la presencia del término en las versiones bíblicas, que es algo que ha venido llegando poco a poco desde fuera. Tampoco soy yo una purista cultural; el mestizaje no es malo. O, en el mejor de los casos, es inevitable. Agarrarse a una especie de localismo cultural hoy en día se ve como un suicidio intelectual, y como algo peligroso que da pie a los extremismos, incluso políticos. No estoy hablando de eso. Hablo de que tenemos que empezar a poner filtros y a (vuelvo a insistir) empezar a usar la sabiduría de Dios para reconocer a qué cosas tenemos que quitarles prioridad y de qué manera podemos encontrar un modo de vivir el evangelio en su forma más realista, sin filtros innecesarios que al final no ayudan, sino que lo hacen todo más difícil.

No hace mucho hubo un líder que preguntó en una red social, a modo de encuesta informal para sus seguidores, sobre bajo qué parámetros ellos considerarían que un ministerio tiene éxito. Y a mí esa pregunta aparentemente tan inocente me resultó muy perturbadora, porque aun entendiendo los términos, habría que pararse a considerar cómo definiríamos éxito.

Al leer muchas de las referencias de libros cristianos que tratan acerca del éxito con esos términos propios del sueño americano (prosperidad económica, conseguir los objetivos que uno se ha marcado y obtener cierta seguridad a medio plazo), no puedo evitar pensar que la propia vida de Jesús no tuvo mucho éxito, entonces. Podía haberse esforzado por ser más productivo, la verdad. Cualquier analista de mercado actual tendría un par de cosas que decirle.

Por otro lado, la propia vida de los apóstoles y los primeros discípulos también dejaba mucho que desear. Si utilizamos los términos actuales, el éxito para Pedro o para Pablo no estaba en conseguir los objetivos fijados, ni en hacer avanzar sus empresas a cierto ritmo anual. Aunque eso estaba presente, no era esa la base sobre la que se declaraba el éxito. Para los apóstoles el éxito era parecerse cada día más a su Señor y ser fieles en el camino que él les marcaba, aunque fuera duro y, en términos humanos, infructuoso. 

En toda la vorágine del éxito, se nos olvida una cuestión sencilla: en términos bíblicos, el único éxito que queda claro es el de estar haciendo la voluntad de Dios en la vida de cada uno. Si cada uno estamos donde debemos estar, donde entendemos que Dios nos pone, y comprometidos a ser auténticos seguidores de Jesús hasta sus últimas consecuencias, no puede haber un éxito mayor. Y desde esa perspectiva, nadie tuvo más éxito que Esteban, que murió apedreado, o que Pablo, que cuando consiguió su objetivo de llegar a Roma lo hizo bajo cadenas. La vida cristiana real está llena de frustraciones humanas, pero lo mejor es que no pasa nada. Pero si nuestra felicidad consiste en hacer lo que nosotros pensamos que tenemos que hacer para agradar a Dios, eso le deja al Padre muy poco espacio para moverse en y a través de nuestra vida.

A pesar de que me he enrollado mucho en este tema, yo quería llegar aquí con esta idea: que podemos renunciar al éxito y relajarnos un poco. Es una idea que merecería varias novelas que la narrasen, o varias películas que la contasen, o un par de libros que fueran a los pormenores. A veces la obsesión con el éxito, aun en nuestra vida cristiana y en nuestros ministerios, puede entorpecer el esfuerzo que Dios hace a través de nosotros. A veces, que no queramos renunciar a nuestros privilegios, o a nuestra posición, o a nuestra seguridad económica, no es más que un tropiezo para el reino de Dios.

Siempre que llego a este lugar pienso en el propio Pablo. A menudo expresaba su deseo de hacer un viaje a Roma para estar con la iglesia que había en esa ciudad, y también para hacer su labor de expandir el evangelio. Sin embargo, lo intentaba una y otra vez y no lo conseguía. Estuvo así años. Sin embargo, finalmente fue a Roma, aunque encarcelado y con la intención de ser procesado judicialmente. Estuvo bajo arresto domiciliario durante años, así que Pablo no pudo cumplir con su propósito de recorrer la ciudad y predicar el evangelio. Y parecería una historia de fracaso. No obstante, durante el tiempo en que estuvo preso Pablo tuvo la oportunidad de hablar del evangelio con altos mandatarios, una oportunidad que nunca hubiera tenido según su plan original. El éxito, a pesar de la vida de Pablo, fue en última instancia para Dios. 

 

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