Botellas al mar

Dedicado a los escritores anónimos y a los escribidores desapercibidos.

02 DE ABRIL DE 2017 · 15:25

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El niño no parecía sorprendido cada vez que su abuelo se aparecía con una botella en la mano y lo invitaba a ir al mar. 

Caminaban, a paso lento, hasta llegar a un roquerío donde se sentaban. El abuelo, entonces, ponía la botella frente a los ojos, los suyos y los de su nieto, la movía lentamente de un lado a otro permitiendo que los rayos del sol hicieran piruetas caprichosas en el vidrio; y luego contaba al niño una historia. Siempre era la misma aunque nunca igual a la anterior.

“Dentro de esta botella envío mensajes”, le decía, “de lo que Dios y la vida me han enseñado. Siempre son iguales pero nunca uno es igual al otro”. 

“¿Es la historia que me acaba de contar la que está dentro de esta botella?”

“Sí. Es la misma que te acabo de contar, pero no es igual”.

“¿Cómo es eso, abuelo, de que es la misma pero no es igual?” 

“La vida, hijo, está hecha, para todos, de los mismos materiales: amor, odio, alegría, esfuerzos, esperanzas, fe. También de fidelidades y de traiciones; de abuelos que fueron nietos y de nietos que serán abuelos; de un día que le pasa al siguiente la noticia de la gloria de Dios y una noche que comparte con otra la sabiduría de ese mismo Dios. De un sol que se aparece por las mañanas y de una luna que toma su lugar cuando cae la tarde. De un viento que sopla sin que logremos saber de dónde viene ni a dónde va, y de una lluvia que baja en hilitos para refrescar la tierra y de esta manera hacer su aporte para que se mantenga viva. Todo es igual, hijo, pero nada es igual. La gente que vive a este lado del mar siente y piensa lo mismo que los que viven allá lejos, en la otra orilla. ¿Hay diferencias? Sí que las hay: visten a su manera, hablan otros idiomas, comen sus propias comidas, pero todas esas diferencias son solo superficiales; en el fondo, son iguales a nosotros. Diferentes pero iguales, como mis mensajes, diferentes pero iguales”. 

“¿Y por qué usted acostumbra lanzar botellas al mar?” 

“Porque tengo tantos mensajes que si los dejara para mí solo se morirían en mis manos, y eso me causaría una frustración muy grande”.

“¿Qué es frustración, abuelo?”

“Frustración es pena, es dolor, es ganas de llorar”.

“¿Ganas de llorar?”

“Bueno, en un sentido… pero déjame seguir…”.

“Te decía que por eso los escribo. Cuando termino de hacerlo les deseo un buen viaje y un mejor final, y los lanzo al mar dentro de una botella, con la esperanza de que alguien los encuentre y se alegre de leer lo que he escrito”.

Efectivamente, el viejo acostumbraba —desde hacía muchos años— escribir mensajes, ponerlos dentro de una botella y lanzarlos al mar. De vez en cuando sabía de alguien que los había encontrado y les habían sido de alguna ayuda. Las más de las veces, la respuesta que nunca llegaba, la recibía del Ser Superior que sí no dejaba de decirle, de una u otra manera, que su costumbre de enviar mensajes sin esperar respuesta tenía un efecto positivo para alguien.

Intrigado, el niño quiso saber cómo el abuelo disponía de tantas botellas, así es que le preguntó:

“Abuelo, ¿cómo consigues tantas botellas?”

El abuelo permaneció en silencio por unos segundos y luego dijo:

“Te voy a contar una historia. Hubo una vez una madre con dos hijos. Su esposo había muerto y a ella le había dejado muchas cuentas sin pagar. La madre, desesperada, acudió a un hombre de Dios para que le ayudara a resolver su problema. Temía que aquellos a quienes su esposo había quedado debiendo mucho dinero llegaran un día a cobrar sus deudas y al no poder ella pagarles, se llevaran a sus hijos para hacerlos sus esclavos”.

“¿Qué es un esclavo, abuelo?”

“Luego te explico qué es un esclavo pero déjame ahora seguir con la historia. El hombre de Dios fue a la casa de la mujer y vio que allí había una pequeña botella con un poco de aceite. Le dijo a la mujer que mandara a sus hijos a traer todas las botellas que encontraran, en la casa y en el pueblo. Así, juntaron muchas botellas que la madre iba llenando, una por una, con el aceite que contenía su pequeña botella. Cuando ya no hubo más botellas que llenar, el aceite de la pequeña botella, se acabó. El hombre de Dios, entonces, le dijo que fuera a vender todo ese aceite y con el dinero que consiguiera, pagara las deudas”.

“¿Y eso qué tiene que ver con sus botellas?”

“En casa hay un cuarto al que tú nunca has entrado. A ese cuarto entro cada vez que necesito una botella para lanzar al mar con mis mensajes.  No sé cómo, pero siempre encuentro la botella que busco. Limpia y lista para ser usada. No me preguntes cómo aparecen; más bien pregúntate cómo se multiplicó el aceite de la pequeña botella de la madre del cuento y cómo se agotó cuando no había más botellas que llenar”.

El niño se quedó pensando y luego respondió con una sola pregunta:

“¿Dios?”

“Sí, hijo. Dios”.

“Abuelo, ¿se acabarán también algún día sus botellas?”

“Posiblemente cuando tu abuelo deje de escribir o quizás, si tú heredas su ansiedad, las botellas sigan apareciendo para ti”.

Abuelo y nieto se pusieron de pie y, entonces, el abuelo lanzó la botella al mar. Se quedaron mirando cómo las olas jugueteaban con ella, cómo poco a poco la iban alejando de la orilla, y emprendieron el regreso a casa. Esta vez, la mano que había llevado la botella, venía ahora tomada de la del niño.

De pronto, mientras caminaban, el niño dijo:

“Abuelo, ¿qué es un esclavo?”

“¡Te lo diré, hijo. Te lo diré!”

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El escribidor - Botellas al mar