Releyendo a Todorov

En el mundo tan encasillado que tenemos hoy, Todorov habló de que no se podía uno rendir al estructuralismo como si fuera la única verdad existente.

20 DE FEBRERO DE 2017 · 10:36

Tzvetan Todorov, en Sao Paulo, en 2012. / Wikipedia,todorov
Tzvetan Todorov, en Sao Paulo, en 2012. / Wikipedia

Como esta es mi columna personal en este periódico y no representa a nadie más que a mí, esta semana me tomo la libertad de contaros una historia. Y es larga y compleja, así que poneos cómodos. 

A principios de mes nos enteramos de que había muerto Tzvetan Todorov, y no era muy mayor. Había sido producto de una enfermedad degenerativa, decían. La pena es que ya no podríamos volver a acoger ningún libro nuevo suyo, así que me dispuse, en un triste homenaje, a releer algunos de sus libros que tengo en casa.

Creo que el primero que leí de él fue La literatura en peligro. Creo que era lectura recomendada en alguna asignatura de la carrera, o lo escogí como lectura auxiliar para algún trabajo de cuando aún me peleaba con Teoría de la Literatura. El caso es que los libros de Todorov enseguida cautivaron una parte de mí que tenía descuidada por la educación formal, y descubrí pronto que esa forma de pensar tan mía que nadie más compartía, por sorpresa y alivio, la compartía con él. Que nadie me malinterprete: Todorov era un maestro, uno de esos grandes maestros que te abre el mundo a otros maestros. Y a los libros buenos.

Yo compartía con Todorov algo que mis profesores no entendían de mí y les ponía nerviosos, y que yo había llegado a considerar mi tara, mi gran error, aquello que me incapacitaría para ser nada bueno en esta vida; a mí donde me gustaba divagar e investigar era en el punto de unión de las disciplinas (sobre todo mentales, y casi nada de práctica; me encantaba la lógica, pero me peleaba siempre con sus formulaciones), y huía siempre de las asignaturas puras, que me aburrían demasiado. No me gustaba en sí la filosofía salvo cuando estudiaba, por ejemplo, historia del pensamiento. No soportaba la historia, en sí, tal cual se impartía en la universidad, salvo cuando se mezclaba con conceptos antropológicos como el análisis de la producción literaria o las estructuras institucionales de un pueblo. La filología no era tan apasionante como parecía, excepto cuando me acercaba a analizar si habría alguna conexión entre la complejidad semántica y sintáctica de una lengua y su producción artística, si acaso el tener una lengua más compleja favorecía cierta clase de producción literaria frente a otra. Al principio me atrevía a plantear estas cuestiones a los profesores, pero poco a poco dejé de hacerlo, porque me lo negaban siempre. Alguno tendría razón en que mis ideas eran un poco peculiares, y no lo niego. Al fin y al cabo, no era más que otra estudiante. Pero hubo otros profesores que, no sé por qué, lo único que me decían era que yo de lo que me tenía que encargar era de estudiar los apuntes para el examen, y que no tenían ni idea de qué hacer con mis ideas. Al final la mejor opción acababa siendo el despegarte de la ilusión por aprender nada nuevo, centrar el esfuerzo mental en otra cosa que no fuera la carrera más allá de lo básico y necesario. Yo empecé a descuidar eso también. Me sorprendía aburrirme tanto en clase, y que fuera incapaz de conectar con ciertas cosas que, de otra manera, en otros contextos, me encantaban. Todo estaba establecido en cajones cerrados, en disciplinas puras que nunca se mezclaban demasiado, que lo único que daban a luz era un montón de conceptos inaplicables para la realidad. La gente se pregunta por qué cada vez más las humanidades, en general, pierden su espacio público; por qué se abandonan los libros y el pensamiento crítico en este país. No digo que sea la única razón, sino que sería bueno pensar si acaso el sistema educativo en sí mismo, con sus departamentos y su rigidez en cuestiones que son analizables y volubles, no tenga parte en esta pérdida. Creo que la deshumanización de las humanidades comienza en la propia educación sobre ellas.

El primero en señalarme que esto era así fue el propio Todorov. Porque él mismo siempre fue difícil de clasificar en su forma de pensar, como yo. Todorov, en términos amplios, podría ser considerado un humanista de libro, de los que ya no existen: licenciado en Letras, escribió sobre historia, filosofía, historia de las ideas, política, literatura y arte pictórico, entre otras cosas. En el mundo tan encasillado que tenemos hoy, él habló de que no se podía uno rendir al estructuralismo como si fuera la única verdad existente. Muchas de sus lecturas me hacían pensar en que, en realidad, los sistemas de aprendizaje estructurados no es que hubieran sido siempre inútiles: fueron útiles para otro mundo, para otra civilización que ya no existía. El método había sido válido para el mundo de la industrialización, pero ya no habitábamos ese mundo. Nosotros no éramos ya los que habían existido antes.

Por supuesto, hay muchos que no coinciden con él. Pero a Todorov, a su abundancia de argumentos, y a la solidez de ellos, es difícil rebatirle. Es difícil acusarle de siervo del postmodernismo o alguna burrada similar. Era un pensador que, principalmente, se dedicaba al papel del ser humano en su mundo, en la trama interna e invisible de conceptos, ideas y razonamientos que constituyen la sociedad. Muchas veces daba en el mismo clavo de lo que iba mal en el mundo, y a mi naturaleza de cristiana aquellas explicaciones visibles de la presencia del pecado me consolaban. Otras veces, no obstante, hablaba de la belleza que seguía entretejida con ese mal y esa desesperanza, con la capacidad del hombre de crear cosas y conceptos asombrosos, y aun profundizaba más mi admiración al comprobar cómo encajaba eso con el concepto bíblico del mal y del bien que conviven en nosotros, uno reflejo de nuestra naturaleza caída, pero el otro reflejo de la imparable necesidad del ser humano de emular la imagen de Dios en él. 

Ya no lo hago tan a menudo, en parte porque estoy en otra época diferente de la vida y ahora los procesos de la rutina son otros, pero hubo una época en que pasaba mucho tiempo (quizá demasiado) callejeando por las librerías de Barcelona buscando libros que satisficieran aquella necesidad mía de divagar sobre lo que le da estructura al mundo. Tengo el recuerdo vívido de estar en la planta de arriba de la librería de La Central de la calle Elisabets de Barcelona, un edificio que era una antigua capilla católica, explorando la sección de ensayo, casi desierta normalmente, sin otro guion que no fuera encontrar cosas que picaran mi curiosidad, sin agendas universitarias, ni obligaciones morales. Compré muchos libros de Todorov y de otra gente allí, agotando normalmente los límites para ocio que me dejaba mi sueldo de camarera, pero me iba de allí con un libro en la bolsa y una sensación de profunda libertad.

No hablaba de esto con mucha gente. En principio, porque poca gente me entendía: o no sabían quién era Todorov o no les interesaba el ensayo humanístico. Pero después fue cuando comenzó el recelo y, más tarde, ese recelo dio paso a momentos de un miedo frío, ese que no se parece al pánico paralizador pero que, al final, gota a gota, te acaba paralizando igual. Mi recelo, y mi miedo, provenía de los que yo consideraba mis propios hermanos en la fe. Yo entiendo que no todo el mundo tiene acceso a esta clase de lecturas (aunque a mí no me gusta llamarlas lecturas elevadas: hay cosas más arriba mucho más infumables, y Todorov, entre otros, es bastante legible), y entendía y aceptaba mi soledad en mis intereses. El problema fue el encontrarme en algunos círculos con un rechazo frontal a toda aquella feliz libertad al ir abriendo el campo de la comodidad del entorno evangélico en el que me crié, al ir conociendo a más gente, más iglesias, más posiciones, más puntos de vista; eso me provocó una crisis considerable que, a veces, regresa hoy. 

Quiero explicar esto bien ya que se me da la libertad de hacerlo aquí: yo no tenía, ni he tenido nunca, ningún conflicto en mi fe por estudiar humanidades. En ocasiones, cuando leía algo o escuchaba a alguien que provocaba una duda acerca de la validez de mi fe (me ocurrió algunas veces), mi respuesta era, casi siempre, acudir a Dios y buscar una resolución a ese puzle. Y siempre encontraba la solución sin necesidad de pervertir ni condicionar mi vida de fe, ni mi relación con Dios en Cristo, que siempre me habían enseñado que era el pilar de la fe evangélica. No me he encontrado nunca ningún muro irresoluble. A veces he acabado comprendiendo que la ideología y el agnosticismo de ciertos eruditos les hace defender una opción que no se acerca a la mía y no es más que eso: una opción, pero eso no niega mi capacidad de seguir creyendo en el hecho de que lo que dice la Biblia es Palabra de Dios ni me ha obligado a dejar de respetar su erudición en otros aspectos. A veces he tenido que modificar el modo en que yo creía que la Biblia era Palabra de Dios, pero a años vista he de admitir que en realidad eso siempre, como dice en Juan 15, me hizo acercarme aún más a Dios, depender aún más de Cristo y profundizar en mi fe. Nada de lo que he estudiado a nivel de humanidades ha deshecho mi relación con Dios ni mi fe en el evangelio; es más, muchas veces he encontrado en estas lecturas explicaciones que me han llevado a tener un concepto más profundo y verdadero de lo que es mi fe y de cuál es su papel en la realidad tanto de mi sociedad como en el resto de sociedades que han cruzado por la historia. Precisamente porque creo por fe que el campo de aplicación de los principios bíblicos es el de todo lo existente para el ser humano en su relación con la realidad (y a lo largo de cualquier época o civilización), la verdad acerca de Dios y nuestra relación con él deja un rastro visible en cualquier expresión de cualquier civilización humana, ya sea por estar muy cerca de eso o por estar muy lejos. Es el concepto de la gracia común que Pablo explica al principio de la carta a los Romanos.

Como decía, a veces ese miedo frío y esa amenaza de crisis regresa. Lo triste es que, por cada vez que ese proceso lo origina algo encontrado “fuera” (entiéndanse bien las comillas) de los límites de la iglesia (no solo la evangélica), en algo relativo a alguna cuestión histórica o científica, hay cinco o seis veces que la crisis la originan cosas que hacen, dicen o defienden a los que considero mis hermanos en la fe. O que deberían serlo. 

Como decía al principio, estas últimas semanas he vuelto a releer algunos textos de Todorov, y el paso del tiempo me ha hecho regresar a esa agradable sensación de desafío y de claridad. En el prólogo de La literatura en peligro leo estas palabras: “La literatura, más densa y más elocuente que la vida cotidiana, pero no radicalmente diferente, amplía nuestro universo, nos invita a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarlo”, y describe después de qué manera esa cualidad de la literatura es algo innato e universal. Y al leerlo, años después de la primera vez, con otras cosas aprendidas, en otro momento vital, lo que me surgió en la cabeza fue una pregunta muy interesante y desafiante: ¿y si, de alguna manera, esta cualidad de la literatura estuvo en la mente de Dios al describirse a sí mismo a nosotros, y dejar fe de la presencia de Jesús, en forma de literatura? ¿Y si la propia naturaleza del mensaje literario fuera una de las claves para entender la revelación de Dios que nunca observamos, pero que al hacerlo desde esta perspectiva nos vaya a revelar algo de la belleza de Dios? 

Me empecé a plantear escribir uno de los artículos de esta columna, que en esencia han de ser siempre cortos y concisos, alrededor de esta exploración: ¿qué cualidades literarias tiene la Biblia, en su forma final, pero también en el proceso histórico de su creación, que hablen del papel de Dios no solo como inspirador de este texto, sino también como creador de nuestra capacidad como humanos de codificar y transportar el conocimiento a través del tiempo y el espacio en forma de literatura? Primero nos hizo humanos, nos dio el raciocinio. Nos dio la capacidad del lenguaje humano, que es una incongruencia en términos biológicos (puesto que no existe un órgano destinado al lenguaje, sino que el cuerpo humano reutiliza lo que ya tiene para otras funcionas para hablar); después, como humanos a imagen de Dios, creamos un sistema abstracto que nos permite codificar los sonidos de ese lenguaje en un medio escrito; lo llevamos haciendo milenios, inventándolo y reinventándolo una y otra vez, civilización tras civilización. Y en medio de todo eso, con esa codificación abstracta que se llama alfabeto, hemos creado una expresión estética de nuestro raciocinio, que es la literatura. Así se crearon los textos bíblicos, y Dios se expresó a sí mismo en medio de esos textos, no solo en el momento de su creación, sino en la prodigiosa historia de su conservación y de su transmisión hasta la Biblia que tienes tú ahora en tu mesilla de noche o en tu estantería. Creo que es una idea digna (y hermosa) para ser analizada.

Y, sin embargo, nada más surgió la idea de hacer un pequeño resumen de esto en un artículo para esta columna, surgió en mi mente un movimiento contrario dispuesto a derrocar ese intento. Surgió el miedo frío de nuevo.

De repente ya no estaba leyendo a Todorov con respecto a lo revelado en la Biblia, sino que estaba leyendo a Todorov con respecto a lo que algunos interpretan de la Biblia, para no molestarles ni enfadarles, para que no me acusen de nada los que siempre están con el hacha en la mano. Eso no está bien, se mire desde donde se mire, y es una especie de autocensura para evitar una especie de inquisición protestante subyacente que no tiene menos que ver con los principios de la Reforma.

No sé muy bien por qué, pensando en esto, hojeando despreocupadamente la Biblia, tuve la necesidad de regresar a la carta a los Gálatas, y releí los tres primeros capítulos y en particular la narración de Pablo de esa trifulca que tuvo con Pedro (2:11 en adelante). La carta a los Gálatas nos plantea una duda, y su resolución, que hoy se nos queda muy lejos de nuestro contexto: si la salvación era solo para los judíos, si los gentiles podían acceder al evangelio y si, en tal caso, los gentiles tenían que volverse judíos para poder acceder a la salvación. No queda nada de esto, prácticamente, en nuestro contexto de hoy. Pero sí nos queda un principio muy básico de la fe: nadie puede fabricar su salvación; no hay nada que podamos cumplir o incumplir que, fuera de la fe, nos acerque a Dios. Solo Cristo, solo su sacrificio. El fin del evangelio es la justificación por la gracia, no la observancia de la ley. Pero, ¿qué preocupaba a aquellos cristianos? ¿Qué preocupaba a Pedro? Pablo le echa en cara que Pedro nunca hubiese tenido problemas para comer con los gentiles (algo prohibido por la ley judía), pero que cuando se presentaron algunos judíos que eran partidarios de que todo el que se hiciera cristiano tenía que hacerse también judío para ser salvo (“los partidarios de la circuncisión”, v. 12), se apartaba y no comía más con ellos, solo por el qué dirán. Y con él arrastró a unos cuantos, y crearon una división artificial e incómoda en la comunidad de Antioquía, como si los no judíos fueran cristianos de segunda. Pablo utiliza este ejemplo para dejar clara su postura, ya que en Galacia tenían el mismo problema con algunos grupos. Y al desarrollar el tema del papel de la fe y de la gracia, de la ley y las obras, llega al capítulo 5 que siempre me ha parecido de una belleza impresionante: Cristo nos hace vivir en libertad. Puede que ahora estemos lejos de los debates que acuciaban a los gálatas, pero no estamos lejos de la verdad del principio que expone Pablo. Somos libres en Cristo, y eso quiere decir que ya no estamos sujetos a ciertas consideraciones prácticas para ganarnos o conservar la salvación. Y Pablo deja bien claro que hay un límite en esto en el cual no estamos sucumbiendo al pecado, como algunos acusan. Gracias a Dios, ya no consiste en lo que hacemos, porque era imposible. Y para mí esa libertad, de repente, se conecta con la libertad que sentía al salir de la librería con un libro entre las manos: ¿y si la libertad que tengo en Cristo también se ejerce en estas cosas tan aparentemente mundanas, en mi curiosidad cuando es sana, en mi ansia de descubrimiento? ¿Y si esa sensación de libertad la provocaba el mismo Espíritu Santo que habita en mí?

Yo, al igual que Pedro, me estaba equivocando en dejarme influir (en tener miedo) de cierto grupo que divide y juzga a los que no pertenecen a su grupo. Nada de eso tiene que ver con la iglesia real ni con el evangelio. No lo era en tiempo de Pablo, ni lo es ahora. 

El tema da para mucho, y esto ya se ha hecho demasiado largo; lo que quería, sobre todo, era despedirme de Todorov. Y darle muchas gracias a Dios por hacer del mundo algo más hermoso a través de él.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Amor y contexto - Releyendo a Todorov