¿Cristianofobia?

Solo el hecho de creer en Dios es un motivo de mofa, de burla, de escarnio público, un signo de pura estupidez.

14 DE ENERO DE 2017 · 21:50

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Me veo casi obligada, en conciencia, a empezar el nuevo año pidiendo un “regalo de Reyes” un poco tardío y complejo, lo sé, pero que de concedérseme, no solo tendría un genial impacto sobre mi vida personal, sino sobre la de todos en general, me parece.

Y es que los mejores regalos son los que traen mucho de bueno, pero no para solo unos pocos, sino para muchos o todos, a ser posible, incluso para aquellos que no lo pidieron o eran escépticos con la petición.

Lo pido con urgencia, además, porque lo que hace unos años constituía la excepción de la norma, ha venido convirtiéndose poco a poco (pero llegando ya a una velocidad vertiginosa que no tiende a remitir) en una limitación más habitual que puntual a nuestras libertades.

Así que, con todo y lo difícil que resulta recuperar derechos que se han perdido, y sabiendo que este no es un tema cómodo para casi nadie –tampoco para mí el escribirlo, créanme, aunque seguramente por razones distintas- no quiero dejar de alzar mi voz para intentarlo.

Por decirlo, que no quede, como se suele decir, y espero hacerlo bien, de forma que se entienda y ofenda lo menos posible, u ofenda para bien, para la reflexión constructiva, sobre todo.

Yo misma siento haber crecido y ordenado mis ideas en la reflexión, así que me alegro por ello. Y me extenderé un poquito más de lo habitual en esta ocasión, pero como es mi regalo, creo que me lo perdonarán.

Nos jactamos mucho en el último tiempo de ser una sociedad libre, plural, que convive y que se atiene a derecho. Y de ser laicos, muy laicos.

En esta sociedad que hemos creado aquí en España particularmente, pero también en Occidente en general, decimos que todos y todas, ciudadanos y ciudadanas (porque así hay que decirlo ahora y, si no, ya eres considerado y tildado como machista, aunque nada quede más lejos a la luz de tus hechos cotidianos, tus reivindicaciones e inclinaciones) somos iguales, y nos llenamos la boca con la libertad de expresión y lo mucho que hemos avanzado en nuestras libertades.

Pero permítanme que discrepe frontalmente. Porque las cosas no son así en esta España nuestra, la del siglo XXI, y desde luego la libertad de expresión y otras libertades no funcionan para todos por igual.

Creo firmemente que algunos colectivos están priorizados por encima de otros y que a algunas minorías, como la cristiana evangélica y no católica a la que pertenezco, nunca nos termina de llegar el momento de disfrutar de una verdadera igualdad en plena libertad y derecho, por mucho que la Constitución lo diga.

Por eso me veo llamada a reclamar y reclamarnos (metámonos todos y sálvese el que pueda) que nuestro regalo sea tomarnos verdaderamente en serio, unos y otros, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, religiosos y laicos, lo que significa la libertad de pensamiento, de credo, de expresión, de ideología, de oportunidades… porque nos estamos cargando la Libertad con mayúsculas de la que nos llenamos la boca a base de que solo prime lo que cada uno considera libertad porque le conviene.

No confundamos los grandes valores con lo que parece más intolerancia disfrazada de “modernidad tolerante que solo tolera lo suyo” (lo cual es, evidentemente, una contradicción en términos) y que algunos se han decidido a abanderar como si fuera de su absoluto monopolio, tachando a los demás y particularmente a los cristianos que nos tomamos el cristianismo en serio y que pretendemos ser coherentes, de extremistas, fanáticos, perseguidores, inquisidores y no sé qué miles de cosas más, cuando en realidad su propio comportamiento les retrata en aquello que les parece ver con tanta claridad en otros.

Cuando hablo de cristianos coherentes no hablo de ir pegando palos a todo lo que no casa con el planteamiento bíblico, aunque algunos lo hagan porque no han entendido el principio de verdad en amor, y aunque otros prefieran vernos así incluso cuando procuramos aplicarlo y expresarnos desde el respeto y el afecto.

Como cristianos declaramos acogernos al planteamiento bíblico como cada cual se acoge al que decide en conciencia, pero no vamos haciendo persecuciones de nada ni de nadie como se hacía en las Cruzadas, en la época franquista, o en la propia Inquisición. No nos confundan, por favor, porque flaco favor nos hacen y se hacen.

Sin embargo, parece que el simple posicionamiento se entiende en estos tiempos como un ataque frontal y se responde ante él con una virulencia extrema, verbal y no verbal, que parece justificar todo tipo de acciones legales incluso contra quien ose manifestar que el modelo bíblico es para nosotros el de referencia.

No suscribo ciertas formas ni en un “bando” ni en otro, si es que eso existe, con lo que permítanme la torpe expresión. Sepan, por tanto, quienes me leen que tampoco estoy de acuerdo con la manera en la que algunos cristianos se manifiestan en su “defensa de la verdad”.

Su discurso suena más a uno que cree que lo tiene ya todo ganado y habla desde la soberbia y la autocomplacencia, más que desde la memoria de recordar de dónde salió. Algunos se parecen a Torquemada más de lo que me gustaría y lo digo con absoluta vergüenza.

El cristianismo verdadero nos retrata a todos sin excepción como pecadores, no a unos como a más pecadores que a otros. Y desde esa perspectiva, molesta tanto para los de fuera como los de dentro, deberíamos tener especial cuidado en preservar el principio de la verdad en amor.

Podemos y debemos expresar lo que creemos en libertad sin que ello se considere adoctrinamiento por parte de una sociedad laica, o al menos sin que se considere más adoctrinamiento que la expresión de otras ideologías o perspectivas, aunque no hablen de Dios o similares.

Los cristianos, en particular, al hablar deberíamos hacerlo con el cuidado que el mensaje merece: solo hay que echar un vistazo a cómo trataba Jesús a las personas más alejadas del canon de perfección social del momento y del canon que la propia ley marcaba (con esas personas, por cierto, Jesús escogió relacionarse en especial), para poder entender algo de lo que estoy queriendo transmitir.

Y es que los “apestados” de la sociedad fueron aquellos a quienes Jesús se mostró de una forma próxima, sorprendente, atrayente, desconcertante, sin sacrificar mensaje, pero haciendo prevalecer el amor que les tenía, que Dios les tiene y nos tiene en definitiva.

Nosotros, todos, somos aquellas personas con las que Jesús trataba, los más enfermos, los más perdidos. Somos el hermano menor que marchó de casa de su padre para malgastar la herencia, y deberíamos cuidarnos bien de no caer en el error de convertirnos en el hermano mayor, al que tanto criticamos, pero al que tan bien representamos, el que creía que lo tenía todo ganado, el que esperaba favores que no merecía, el que esperaba que Dios mismo le debiera algo, y quien finalmente fue el único que se quedó a las puertas del banquete.

Pero no todos parecemos Torquemada, creo honestamente, y mucho menos lo somos a la luz de cómo intentamos conducirnos en el día a día.

Dicho esto, y volviendo al tema de inicio, sepan todos los defensores de la libertad mal entendida que nos atacan por ser cristianos (desde lo que parece un profundo rencor y una generalización de algunas o muchas malas prácticas que se han tenido desde una religión mal entendida en el pasado, que no es la mía, por cierto, en la que se nos ha metido a todos los que creemos en Dios) que, aparte de los que nos reconocemos públicamente como personas de fe porque nos llamamos cristianas en mi caso, o budistas, judíos, musulmanes o cualquier otra religión “clásica” en otros, cualquier persona puede convertirse en fanática, extremista, perseguidor, inquisidor, y portador o ensalzador de fobias -palabra muy de moda ahora por lo que se ve- cuando convierte cualquier elemento en su propia religión, o en el centro de su vida, que viene a ser más o menos lo mismo.

No creo ni pretendo yo tener la verdad absoluta, pero algunas cosas son tan obvias que si no se ven es porque no conviene. En el último tiempo ando cansada ya, y lo que me queda:

  • de que ni siquiera se pueda decir que uno cree en Dios o es cristiano sin que se sospeche de tu inteligencia, da igual cuántas carreras tengas, cuánto recorrido de servicio a la comunidad que te rodea, con cuánto esmero desarrolles tu profesión, cuánto respetes al derecho, pero principalmente a las personas, y sea cual sea tu recorrido como ciudadano de bien;
  • de que te tengas que ver inmerso en cualquier momento en la locura de tener que justificar una y otra vez, porque sí, que uno no está de acuerdo con ninguna clase de fobia, pero obviamente con la cristianofobia tampoco. Vivimos los cristianos cada vez más en la cuerda floja por el hecho de serlo, a la espera de “meter la pata” según algunos lo entienden y esperan con ansia, y cometer el “error fatal” de hacer uso de la libertad de expresión que se supone tenemos y que nos cueste un precio muy alto a pagar que otros, sin embargo, no pagan aunque nos agredan de formas varias;
  • y también agotada de que no se distinga, de que se nos siga llamando “evangelistas” en vez de evangélicos, por poner un ejemplo estúpido pero representativo de la realidad que vivimos, o de que se nos considere sectas por pensar distinto, sorprendida de que a la gente, después de casi 40 años de democracia y pluralidad religiosa en este país ni siquiera le suene nada que vaya más allá de la idea de misa, monja, cura o poco más, con todas las visceralidades, si no le quieren llamar fobias, que eso despierta… Los evangélicos hemos sufrido tanta persecución, incomprensión y vejaciones como otros colectivos en el pasado. La diferencia es que a nosotros todavía no se nos reconoce ni se nos conoce, y por alguna razón siempre terminamos en el cajón de los que todavía no terminan de ver reconocidos sus derechos legítimos y justos.

 

Y yo me pregunto…¿no sería cuestión de empezar a pensar que a lo mejor muchas reacciones de las que se tienen contra nosotros por ser cristianos son tremendamente impulsivas, lanzadas desde el odio, la ignorancia o la incomprensión, seguramente también algunas o muchas de ellas en respuesta a abusos de los que muchos ni pinchamos ni cortamos, pero cuyas consecuencias pagamos, y que tendríamos que empezar, unos y otros, a hacer un esfuerzo por distinguir, en un verdadero ejercicio de respeto y libertad?

Me atrevería a decir que los más “antirreligión” de nuestros tiempos tienen su propia religión aunque no lo sepan, a la que adoran por encima de la libertad que dicen defender, y desde luego a costa de mi propia libertad como cristiana.

Les sonará a sacrilegio lo que digo, por supuesto, porque para ellos lo suyo es sagrado, pero lo creo a la luz de los hechos, que es lo que nos define, y mi creencia es tan válida como su opinión sobre lo que creo yo.

Así que deberíamos poder convivir con eso. Porque si realmente defendieran la libertad, como concepto de verdadero valor, defenderían también la mía, y no lo hacen.

No está mi derecho a disentir, discrepar o pensar diferente suficientemente reconocido, respetado y mucho menos defendido, creo, si veo cada día cómo se coarta a quienes pensamos diferente, particularmente decidiendo creer en libertad que hay un Dios y que ese Dios, además, ha manifestado su opinión sobre ciertas cosas, pero eso sí, no pudiendo manifestarlo si se me pregunta (si no se me pregunta, tampoco voy con una pancarta por ahí, por cierto) porque nosotros podemos ser libres, pero solo a medias.

¿De verdad no pueden aceptar esa manifestación de un criterio diferente sin tener que poner en marcha toda la maquinaria que se está movilizando en nuestra contra?

Créanme que muchos procuramos hacer ese ejercicio de escucha y respeto, aunque no compartamos los contenidos de lo que se opina de muchas cosas, o incluso cuando escuchamos algunas manifestaciones que nos ofenden y nos duelen de forma personal, lo cual pasa a menudo.

La diferencia es que no denunciamos, no generamos leyes que nos fomenten por encima de todos los demás, procuramos no chillar más que el resto, no reventamos mítines, ni nos desnudamos para reclamar nada, y procuramos no darle la vuelta a los argumentos para tener siempre la razón (aunque como dije antes, creo que no todos los cristianos hacen honor a su nombre por la forma en la que se expresan y actúan, y por tanto, todos deberíamos aprender algo de todo esto).

Me molesta profundamente la ligereza con la que se ha empezado a llamar “fobia” o “ismo”, en peyorativo y perseguible, a todo aquello que discrepa con el pensamiento único que parece imponerse en algunas cosas.

Particularmente y muy agradecida por ello, no presento ninguna fobia hacia nada ni nadie de momento, aunque no nos lo ponen fácil, honestamente. Ni siquiera tengo fobia al que me agrede, porque Jesús me pide que le ame.

Así que sigo queriendo optar por esa línea que tantos desprecian. En la misma línea, me esfuerzo por tratar a cada cual con el respeto que debe tener por el simple y nada menor hecho de ser persona y porque la Biblia me muestra que tienen una dignidad por encima de sus decisiones o conductas, que no son tan diferentes de las mías propias en definitiva.

Dicho sea que, a la par que procuro no desarrollarme en fobias hacia otros, quisiera no tener que sufrirlas tampoco, por una cuestión de justicia y equilibrio básicos, que es lo mínimo que se puede esperar en una sociedad democrática.

Pero la creación de ciertas leyes no hace sino propiciar un entendimiento e interpretación extremista de la discrepancia de opinión, y por tanto no hace nada por remediar la desigualdad entre colectivos, sino que parece promover a unos sobre otros.

En ese ejercicio de “igualdad” ha desaparecido la objeción de conciencia y se la llama ahora “discriminación”, a la diferencia de opinión y a la manifestación de la misma se la llama “fobia” y así con otras muchas cosas, de forma tremendamente ligera, según mi entender, para mal de todos, créanlo o no, aunque genere sensación de conquista en otros.

Sepan quienes así ven las cosas que, aunque me reviente el pensamiento impositivo de algunas nuevas corrientes, más por sus formas que por su contenido, he decidido abordarlo desde mi propia libertad de expresión, como en estas líneas, procurando ser respetuosa aunque clara, y no entrando en batallas legales, o promoviendo leyes discriminatorias, o desarrollando sin querer o queriendo lo que peligrosamente se puede parecer pronto si no ya a una nueva forma de inquisición, solo que cambiando víctimas y verdugos.

Intento no dar mi opinión de cualquier manera, ni en cualquier foro, francamente, porque me parece una trampa en el peor sentido posible. Estoy en contra de crear polémicas y tampoco pretendo erigirme en líder de opinión, porque cada vez estoy más en contra de un fenómeno que parece animar a muchos a dejar de pensar por sí mismos y a adherirse a lo que opinen solo algunos cuyos nombres se escuchan más.

Esa es una comodidad peligrosa a la que no creo que debamos prestarnos. Pero siendo como soy privilegiada de poder expresarme en un medio como este, que es mi casa y así la siento desde hace años, no quisiera dejar de hacerlo.

Comparto mis pensamientos e inquietudes con ustedes, nada más, y procuro hacerlo desde unas formas que puedan ser compartidas, aunque el contenido no sea aceptable por todos.

Nuestra sociedad no es libre como dicen algunos, y lo digo con dolor, sino que se está manifestando de manera vertiginosamente castrante, amputando todo aquello que a los “nuevos libertadores” les sobra.

Como lo que les sobra, además, resulta molesto a muchos, esos muchos lo aplauden, aunque solo sea por no tenerles en contra, sospecho también, y entonces la labor del castrador se convierte en pan comido. Por eso avanza tan rápido.

Lo que incordia, se amputa y se acabó. Y se hace, cada vez más, por medios legales, aunque esa legalidad se base en la desigualdad, lo cual debería ya darnos la suficiente vergüenza, porque se hace en nombre de la libertad, la igualdad y otras causas muy nobles, pero sin fundamento real que demuestren los hechos.

Hoy lo diferente, si molesta, lejos de ser entendido como pensamiento plural, se asume, no como opinión, no como ofensa siquiera, lo cual es hasta legítimo, sino como algo que hay que perseguir, multar, penalizar legalmente... y por supuesto desprestigiar cada vez que se tenga oportunidad. Las noticias de los últimos días, semanas, meses… no dejan lugar a dudas:

  • ¿Qué tipo de libertad es que un juez no pueda manifestar su opinión al decir que quizá en la base de la violencia de género pueda estar la maldad del ser humano? ¿Por qué muchas de las críticas que se le han hecho se le lanzan desde un odio visceral a cualquier argumento que coincida, de lejos o de cerca, con postulados cristianos, que no ven al ser humano tan bueno como algunos creen?
  • ¿Dónde está la libertad cuando se coarta a una persona para que no vaya a una comunión o pregunte por el funeral de una persona allegada, solo para ser un buen militante de izquierdas, como pasaba hace pocos días en nuestro propio país? ¿Y en qué se diferencia lo que reflejaba esa noticia con lo que se nos pide a los creyentes al no poder expresarnos, si no es en el ámbito privado y con cuidado, no sea que alguno venga con cámara oculta en modo trampa y nos cree un problema solo por expresar un contenido que resulta molesto a algunos o a muchos?
  • ¿Por qué razón la religión ha pasado a ser obligatoriamente relegada al espacio privado, cuando algo tan privado como debería ser la sexualidad está por todas partes, a todas horas, sin el más mínimo esmero en darle a veces la dignidad que ha de acompañarla siempre? ¿Y qué pasa con la ideología, también con las que están más de moda? ¿Se relegarán también a lo privado para que todos estemos bajo el mismo rasero, o esto seguirá siendo la ley del embudo como viene siendo hasta aquí?
  • ¿Por qué manifestar públicamente que la Biblia dice algo se convierte en señal de fobia y perseguir la libre expresión de ese contenido bíblico no se considera “cristianofobia”? ¿Será que los cristianos tenemos que movilizarnos legalmente para que se nos empiece a tener en cuenta, porque por las buenas, que es a lo que nos incita el cristianismo, se nos toma por bobos? (NOTA: Ya nos movilizamos legalmente en muchos sentidos, pero no se nos hace, ni de lejos ni de cerca, el mismo caso que a otros, y solo hay que ver las diferencias que se producen entre confesiones en las cosas más obvias, pero ese es otro tema).
  • ¿Será que todo el mundo tiene derecho a creer en lo que quiera, siempre que lo que cree no se llame Dios, Jesús y similares, y se comprometa también a estar con la boquita más bien cerrada, a coste, si no, de ser considerado en contra de la libertad y perseguido como tal, como si de delincuente o enemigo publico número uno se tratara?

Dentro de todo esto que expongo aquí hoy, repito que no sería justo denunciar todo lo dicho sin manifestar también mi absoluta repulsa a la forma que a veces los cristianos tenemos de expresar las cosas.

El principio de verdad en amor no debería faltarnos nunca, y desgraciadamente nos rasgamos las vestiduras con unos temas más que con otros, transmitiendo a menudo la imagen de lo que nunca deberíamos ser. Si no tenemos fobias, hagamos por que no lo parezca tampoco.

Hemos aceptado y normalizado con absoluta indolencia muchas situaciones y otras, por el contrario, nos parecen la llegada del fin del mundo, cuando Dios no hace distinción de pecados, y tampoco de personas.

Recordemos, pues, que pecadores a la luz de esa Biblia somos todos, y que no se nos llama a juzgar, ni a pegar “bibliazos”, sino a distinguir, a amar, a servir, a lavarnos los pies unos a otros, a buscar más la viga en el ojo propio y menos la paja en el del prójimo, entre otras muchas cosas que no hemos aprendido del todo, como orar por nuestro país y por nuestros gobernantes.

Pero lo uno no quita lo otro. Algunos tienen como su propio dios su ideología, su partido, su sexualidad, su cosmovisión del mundo, su propio ego, el dinero que atesoran, o lo que quiera que adoren y pongan en el lugar central de sus vidas.

Las nuevas religiones no parecen religiones. Por eso pasan tan desapercibidas. Pero encierran los mismos fanatismos y extremismos que cualquier religión clásica mal entendida. Y no se comportan de manera diferente a como dicen que me comporto yo por el simple hecho de ser cristiana.

Sin conocerme. Sin saber de mi recorrido o el de los míos. Solo el hecho de creer en Dios es un motivo de mofa, de burla, de escarnio público, un signo de pura estupidez.

Y me pregunto, por seguir el tono que muchos han adquirido al juzgar las ideas de otros, si mucho de esto no podría bien llamarse, repito, “cristianofobia”.

Por esa misma razón, lejos de actuar a base de escaladas de violencia de muchos tipos, por parte de unos y otros -porque se puede ser violento y agresivo sin levantar la mano- deberíamos cada cuál considerar qué tipo de servicio le estamos haciendo a la verdadera libertad y a la sociedad que somos cuando ni siquiera podemos soportar que alguien discrepe.

Nuestro contexto legal nos da, se supone, libertad de expresión, y lo consideramos como una de nuestras grandes conquistas de “sociedad civilizada, renovada, moderna”.

El gran problema es que demasiado a menudo los incivilizados somos nosotros y amoldamos los grandes conceptos a nuestra conveniencia. “Al fin y al cabo, -nos decimos, y nos quedamos tan anchos- nosotros no somos como esos otros países que masacran a minorías étnicas, o culturales, o religiosas, o a las mujeres”.

Bueno, permítanme decir que a esas minorías quizá no se las persigue aquí como allí, a machetazos, pero se las persigue de formas mucho más veladas, aunque cada vez menos sutiles, debo decir. Porque cuando la libertad de expresión es solo para unos pocos, ha dejado de ser libertad igualitaria y pone de manifiesto nuestras grandes dificultades para convivir de forma madura.

Así que quizá las formas son diferentes a las de otros países, pero el contenido tiene mucho en común. Hemos perdido, si nada lo remedia, el derecho más grande que encierra la libertad de expresión, que es el derecho a discrepar. Ese es el regalo que pido, aunque llegue un poco tarde. ¿Tendremos a bien considerar la propuesta, al menos?

Cuando se vive en una sociedad realmente plural y respetuosa uno aprende a que, aunque la persona que está a mi lado-siempre diferente, porque ninguno pensamos, sentimos ni actuamos igual o bajo los mismos parámetros- piense distinto, o incluso se exprese distinto también (¡SÍ, INCLUSO EN VOZ ALTA!), no me está atacando, no me tiene fobia y no necesito estar llevándola a los tribunales, o coaccionándola para que se calle bajo insultos, o etiquetados altisonantes.

No me discrimina porque no pueda hacer en conciencia todo lo que yo quiero. LA PERSONA QUE PIENSA DIFERENTE QUE YO, SIMPLEMENTE DISCREPA. Y si me duele lo que se piensa o expresa en voz alta, simplemente quizá tengo que aprender a gestionarlo, o tendremos que hablarlo en sana paz, pero no a base de coacción, persecución o extremismos, sino desde el profundo respeto que aún estamos a tiempo de aprender.

Créanme que me duele usar la palabra “Cristianofobia” como forma de expresar el fenómeno penoso al que asistimos, pero siendo que a la inversa nos hemos instalado como sociedad en esos términos, me temo que para ser realmente igualitarios deberíamos plantearnos el dilema justo así, sin edulcorantes, para entender de lo que estamos hablando.

Hemos entrado en un vértigo de imposiciones que, creo, nada tienen que ver con la libertad, ni con el derecho a discrepar, o con una mayor igualdad o integración de las minorías. Los que tenemos y, ¡HORROR!, a veces manifestamos nuestra fe en Dios en voz alta –por cierto porque se nos pregunta, pero a veces parece más una pregunta trampa que otra cosa- nos sentimos discriminados porque somos discriminados.

No son imaginaciones nuestras, ni hemos perdido contacto con la realidad de tan místicos que somos, según algunos. No nos expresamos en voz alta porque seamos fanáticos, retrógrados, subnormales o cualquiera otra cosa que nos llamen, ni creemos lo que creemos porque nos falte inteligencia, sino porque, en el uso del derecho a discrepar, y considerando que quien escucha el mensaje que podemos expresar será maduro o madura para decir “No estoy de acuerdo, pero es tu opinión”, expresamos lo que nunca hasta ahora de manera tan flagrante se nos había obligado a callar. ¿Seguirá siendo así, o podremos llegar todos a hablar de lo que queramos sin que alguien tenga que sacar la escopeta y empezar a disparar a bocajarro, llevándose al que sea por delante, como criticamos de las Cruzadas, de las dictaduras o de la propia Inquisición?

Una opinión, creencia o manifestación pública sobre algo no es una persecución hacia nada, ni hacia nadie. Al menos, cuando se opina sobre nosotros en los términos más despectivos posibles, la ley no lo considera así.

A los cristianos en este país las leyes no parecen considerarnos colectivo perseguido, aunque si nos preguntaran directamente, a lo mejor otro gallo cantaría. Si con nosotros no se considera así, ¿por qué con otros sí? ¿Por qué lo nuestro es religión y lo otro es ideología? ¿Qué diferencia hay a efectos prácticos?

No es una caza de brujas hacia nosotros, según la ley lo ve, y por tanto al revés tampoco debería ser considerada como tal, si somos justos, por mucho que muchos y muchas, sobre todo de aquellos que más creen defender la libertad pero más castrantes resultan para ejercerla, lo crean. Pareciera que, según están siendo las cosas, la libertad es solo para algunos. O para todos siempre que los que hablan de lo que no me gusta oír lo hagan es su casa a puerta cerrada.

Así las cosas, de algunos temas se puede hablar, evidentemente, y se habla a todas horas, y de otros no se puede hablar porque resulta molesto y hay que callarse. Y como me resulta molesto, pues hago el silencio a golpe de represión, de abucheo, de amenaza, de denuncia, de multa, o de cualquier otra cosa que se nos ocurra.

Todo un ejercicio de democracia, vamos, amparado por leyes que contradicen otras leyes de peso superior, como la Carta Magna, según mi modesta e indocta opinión desde el punto de vista legal.

Como minoría de confesión diferente a la católica, como cristiana simplemente, evangélica en este caso, nunca sentí que a los que creemos en Dios se nos permitiera expresarnos con la misma clase de libertad y respeto que a otros colectivos. Pero hoy menos que nunca. No estuvimos de moda, ni lo estaremos. Tampoco se pretende.

Pero qué menos que aspirar a lo que otros tienen, siendo que defendemos como defendemos a bocas llenas que somos un país democrático y en pro de la igualdad y la libertad. Igual, ahora que lo pienso, puede ser que me pase de optimista pidiendo regalo…

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - ¿Cristianofobia?