Ezequiel profetiza el desastre desde el exilio

Los libros proféticos (XIX): Ezequiel (II): el desastre de Israel y Judá anunciado desde el exilio (c.11-24)

12 DE OCTUBRE DE 2016 · 09:00

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Uno de los aspectos que más sorprenden –casi sobrecogen– de Ezequiel es la manera en que podía estar tan extraordinariamente bien informado de lo que sucedía en su tierra natal a la vez que se encontraba reducido al exilio.

Es cierto que los trasterrados suelen interesarse por su lugar de origen, pero no lo es menos que su análisis suele ser todo menos acertado. Al respecto, basta pensar en los republicanos españoles en Francia o los cubanos en Miami para darse cuenta de que podían tener muchas cualidades, pero entre ellas no se encontraba ni el análisis adecuado de la situación ni tampoco el don de la profecía.

Heridos profundamente por su destierro, acumulaban –acumulan– visiones erróneas de la realidad más nacidas del dolor que de la exactitud. Es lógico que así sea porque, lejos del lugar que se ama, existe la tentación de ver que todo cambiará y cambiará a mejor según su criterio especial.

En otras palabras, vendrá la tercera república a España o la democracia a Cuba. La realidad suele mostrarse, sin embargo, muy distinta. A decir verdad, persistentemente distinta. Ezequiel estaba hecho de una pasta muy diferente.

De entrada, se había percatado de que los símbolos patrios más importantes, incluido el templo de Jerusalén, se habían corrompido hasta la médula y, de salida, no caía en el error de culpar de todo a Franco o a Fidel Castro o a su equivalente.

La culpa del desastre era nacional y, precisamente por eso, lo que se avecinaba no iba a ser lo mejor sino lo peor.

Precisamente tras anunciar cómo la gloria de YHVH ha abandonado Jerusalén horrorizada ante la visión de la idolatría, Ezequiel se fue deteniendo en una serie de anuncios que resultaban todo menos optimistas y que, a la vez, daban muestra de su enorme talento artístico.

Lo que iba a venir sobre los judíos iba a ser precisamente lo que más habían temido (11: 8) y no podía ser de otra manera dada su idolatría.

Por supuesto, cuando abandonaran el culto a las imágenes y otras abominaciones Dios les daría un corazón tierno y un espíritu totalmente nuevo (11: 18 ss), pero, a día de hoy, el desastre, al no haber arrepentimiento, no lo detendría nada ni nadie.

Ezequiel recurriría a la representación teatral de la marcha al destierro para anunciar la calamidad venidera (c. 12) y dejaría de manifiesto que por mucho que los aduladores hablarán de un futuro risueño (12: 24) lo que sucedería sería muy diferente.

Aquellos falsos profetas que habían dicho que todo andaba bien cuando no andaba bien (13: 10) quedarían expuestos al ridículo, un ridículo semejante al de los que habían decidido rendir culto a las imágenes y cometer abominaciones semejantes (14: 6ss).

Es cierto que quedaría un remanente de en medio del pueblo (14: 22), pero, precisamente, ese resto dejaría todavía más de manifiesto que el castigo de Dios había sido justo (14: 23).

La manera en que, poéticamente, Ezequiel podía expresar tan sobrecogedora realidad espiritual queda de manifiesto en las imágenes literarias utilizadas por él y repetidas después por otros autores.

Jerusalén era como una vid inútil a pesar de los cuidados dispensados por su dueño (c. 15) –una imagen muy utilizada por el propio Jesús– como una esposa que se había prostituido (c. 16) –un símil que vuelve a repetirse en el Apocalipsis– o como un árbol que merece una intervención enérgica porque no se ha comportado como era de esperar (c. 17). Detrás de esas imágenes subyace un mensaje más que claro, el de que para vivir, es indispensable convertirse (18: 32) puesto que Dios siempre hará que sepa que El es YHVH.

Es cierto que los políticos tenían mucha responsabilidad en lo que sucedía (c. 19), pero Israel estaba llamado a comportarse de acuerdo a la ley de Dios y, despreciando esa privilegiada oportunidad, había preferido ser como las demás naciones y rendir culto a imágenes de madera y de piedra (20: 32).

Las consecuencias de esa conducta eran obvias y lo iban a ser más. Esa situación también era aplicable a la gente en el exilio. En lugar de dar vueltas para saber cuándo regresarían lo que tenían que hacer era reflexionar sobre las causas de que estuvieran donde estaban y, sobre todo, se arrepintieran del pecado del pueblo (20: 1-8).

Porque Dios no tenía la menor intención de satisfacer su curiosidad cronológica sino de llamarlos a cambiar de vida. No había posibilidad de sincretismo ni de término medio: o se adoraba al único Dios o se inclinaban ante imágenes y abominaciones (20: 39-40).

A fin de cuentas, ésas eran las causas de la ruina ya producida y de la que se avecinaba. El pueblo estaba contaminado por el pecado y lo estaba en todas y cada una de sus clases sociales.

Los sacerdotes eran indignos y habían contaminado la práctica espiritual (22: 26), los príncipes eran codiciosos e injustos (22: 27), los profetas mentían al señalar lo que iba a suceder falsamente para adular a los poderosos (22: 28) y el pueblo … ay, el pueblo era embustero, obsesionado por acostarse con la mujer del prójimo, se movía por la avaricia y no sentía repugnancia ante el derramamiento de sangre (22: 9-13 y 29).

En medio de ese panorama, se habría esperado que alguien intentara cubrir la brecha para evitar el castigo de Dios, pero no hubo quien lo hiciera (22: 30). Se hubiera mirado alrededor y se habría encontrado la nada.

Gustara o no, los reinos de Israel y Judá eran como las rameras Ahola y Aholiba (c. 23) y, de la misma manera que Israel había sido aniquilado por Asiria, Judá sería aplastado por Nabucodonosor de Babilonia igual que si le cayera encima una olla de agua hirviendo (c. 24: 1-14).

Todo esto lo veía Ezequiel desde el exilio por la sencilla razón de que, a diferencia de los que cantaban alabanzas a los poderosos en su tierra de origen, era un profeta de Dios.

Semejante circunstancia no sería un privilegio ni una garantía de ausencia de problemas. Por el contrario, Ezequiel sufriría la pérdida de su esposa, el deleite de sus ojos (24: 16) e incluso en semejante circunstancia, se manifestaría una señal de Dios. No se lamentaría, contendría las lágrimas, soportaría el dolor. Exactamente igual que Dios cuando descargara su castigo sobre Jerusalén y su templo.

Cuando, al fin y a la postre, aconteciera lo anunciado, Ezequiel recibiría un mensajero y continuaría anunciando lo que Dios le comunicaba para que todos supieran quién era realmente: un profeta al servicio de YHVH.

 

Continuará

Lectura recomendada: capítulos 11, 15, 16, 17, 22

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