Creer en tiempos difíciles: la ciencia no apagará la llama de la fe, de Juan Lozano Díez

Son tiempos difíciles para el creyente pero, tal vez por eso mismo, tiempos apasionantes para la búsqueda de una fe auténtica, personal, interiorizada y experimentada.  

30 DE SEPTIEMBRE DE 2016 · 07:40

Creer en tiempos difíciles: la ciencia no apagará la llama de la fe, de  Juan Lozano Díez,
Creer en tiempos difíciles: la ciencia no apagará la llama de la fe, de Juan Lozano Díez

Un fragmento de "Creer en tiempos difíciles: la ciencia no apagará la llama de la fe", de Juan Lozano Díe (2016, Clie). Puede leer más sobre el libro aquí.
 

Introducción

Para no pocos autores, los conceptos «religión» y «espiritualidad» están interaccionados, de modo que no es posible entender la una sin la otra. H. Küng escribe al respecto: «La crisis espiritual de nuestro tiempo está marcada de un modo decisivo por la crisis religiosa» (Teología para la posmodernidad, p. 19).

En el presente, en esta sociedad que muchos definen como «posmoderna», millones de hombres y mujeres permanecen indiferentes ante la idea religiosa de Dios, cuando no se tornan beligerantes contra la fe en sus variados sentidos. Es un fenómeno nuevo por su magnitud, puesto que alcanza a grandes sectores de la sociedad que nosotros consideramos como «avanzada» o culta.

A lo largo de la historia, las gentes se han movido recorriendo grandes distancias para visitar lugares que eran considerados santos: la Meca, Santiago de Compostela, Roma, el río Ganges y tantos otros. Todavía hoy se mantienen, llenas de concurrencia, las visitas a estos lugares, aunque en algunos casos las mismas se han visto reducidas notablemente.

Si hasta el siglo XVIII la religión y la sociedad se identificaban entrecruzándose a casi todos los niveles, hoy ya no sucede así, pues cada vez se conforman más como entidades claramente diferenciadas. Lo social y lo científico vuelven la espalda a la fe en Dios, cuando no se oponen activamente a las opciones de la esperanza en un futuro trascendente.

Es un conflicto, por lo menos en apariencia, entre no creyentes y creyentes, y digo en apariencia por pensar que aun el ateísmo evolucionista toma hoy posiciones que tienen no poco que ver con la fe, aunque no se trate de una fe en Dios. Así parece verlo también la periodista de investigación científica O´Leary Denyse: «Es importante notar que las discusiones del siglo veintiuno sobre la fe y la ciencia no son un debate entre la fe y la razón sino entre dos formas de fe diferentes.

Cada uno puede creer en las leyes misteriosas en referencia a infinitos universos o creer en Dios. Estas dos inmensas posibilidades son muy antiguas: no ha habido ningún descubrimiento nuevo después de todo» (¿Por diseño o por azar? El origen de la vida en el universo, p. 52). Tal vez lo que más nos llama la atención en la sociedad presente sea su dinámica propagandística, mostrada por ateos reconocidos (citaremos algunos más adelante), quienes hoy se han decidido por un verdadero apostolado activo a favor de la increencia.

Intuyo que se ha producido una especie de reacción en el ateísmo que podríamos considerar como «misionera», mediante la cual se busca que el que cree no crea, que el que acepta una visión trascendente de la vida sólo acepte su temporalidad, que quien confía en Dios acepte creer sólo en el hombre como dispensador del futuro de la humanidad.

En este sentido, sólo citaremos en este trabajo a algunos autores de los siglos XIX y XX (muy significativos por su crítica de Dios y de la religión), tales como L. Compte, A. Feuerbach y F. Nietzsche, en el siglo XIX, a quienes se puede encuadrar entre los más firmes promotores del ateísmo. Igualmente citaremos a algunos científicos y pensadores contemporáneos nuestros, como R. Dawking, St. Jay Goultd, S. Harris y Ch. Hinchens, entre otros.

Los ciudadanos hoy, a finales de la primera década del siglo XXI, nos vemos obligados a participar de una confrontación entre la ciencia y la fe, siendo ésta de una magnitud tal como no es posible encontrarla con anterioridad en ningún momento de la historia. El filósofo A. N. Whitehead escribe: «Cuando uno considera lo que la religión representa para la humanidad, y lo que la ciencia es, no es una exageración decir que el curso futuro de la historia depende de la decisión de esta generación sobre la relación entre ambas.

Tenemos aquí las dos fuerzas generales más fuertes que influencian al hombre y que parecen situarse la una contra la otra» (Science and the Modern World, pp. 181-182). Nunca antes estuvieron tan claramente definidas las dos posiciones, ni la sociedad tan dividida entre el dominio de la creencia y la increencia.

Nunca antes se soslayó tanto a Dios, aparcándole a un lado del camino, substituyéndole por otros «dioses» que nada ofrecen para el más allá puesto que su propuesta, placentera y hedonista, sólo tiene que ver con lo temporal pero que, en compensación, nada exigen.

Nada en la historia parece que suceda por casualidad, teniendo que aplicar la ley de «causa y efecto» para hallar la correcta explicación de las cosas en su tiempo histórico. Es en el pasado donde debemos encontrar la respuesta a la situación de conflicto entre creyentes y no creyentes que actualmente vivimos.

 

Portada del libro.

El presente se explica desde el pasado, así como las futuras generaciones tendrán que encontrar algunas respuestas a sus problemas en nuestra actual generación, pues cada generación pasada, situada históricamente, ofrecerá respuestas clarificadoras a los acontecimientos a los que tendrán que hacer frente las generaciones futuras.

Los elementos generadores de la actual situación de crisis de fe vienen de lejos: nacieron en su momento y, de acuerdo con el natural avance histórico, cultural y científico experimentado, se han desarrollado tomando carta de naturaleza entre nosotros.

El pasmoso avance de la ciencia, especialmente en el siglo XX, ha propuesto muchos interrogantes que el hombre ha decidido responder de una manera un tanto simplista: Dios no existe porque ya no es necesario para justificar las maravillas de la naturaleza de este pequeño mundo y aun del universo.

Es cierto que entre las dos vías, creación y evolución, se ha abierto una tercera que podríamos presentar como «vía de compromiso», es decir, una vía intermedia que busca hacer válida la existencia de Dios sin renunciar por ello al largo proceso de la evolución (P. Teilhard de Chardin me parece que es el exponente máximo de esta teoría). No hay duda de que en las tres proposiciones encontramos argumentos favorables importantes, conceptos con los que podemos estar de acuerdo y conceptos para discrepar, pues los objetivos finales son inalcanzables para la mente humana y para los medios que el hombre de ciencia posee.

De tal modo es esto cierto, que podemos pensar que, sin importarnos cuánto avance el conocimiento científico, siempre nos encontraremos a una distancia inalcanzable de la respuesta final. El misterio siempre acompañará a las criaturas, como si el saber definitivo tuviera como objetivo mantener al hombre a la distancia oportuna y en una posición de dependencia respecto de lo «absoluto».

El científico o pensador (filósofo) concluye que Dios no es ya necesario (aunque lo fuese en algún tiempo en el pasado, como lo reconoce Freud, pero lo hace en base a hipótesis, intuiciones subjetivas o claros deseos de originalidad).

Estos son tiempos difíciles para el creyente pero, tal vez por eso mismo, tiempos apasionantes para la búsqueda de una fe auténtica, personal, interiorizada y experimentada; una fe dinámica, fuerte para el debate con la sociedad que no cree en la trascendencia de esta vida y, por lo tanto, nada espera de un futuro eterno. En fin, una fe fuerte y sabia para no renunciar a la esperanza trascendente que nos viene de las Escrituras y que debe dar un colorido especial a nuestra existencia.

Contra este criterio esperanzador, se pronuncian hoy no pocos autores que se expresan con gran dureza contra la fe, y a veces con tan fuertes sarcasmos sobre la religión cristiana, que nos hace pensar que están movidos más por algún resentimiento personal que por una crítica constructiva a la religión. El filósofo X. Zubiri lo dice de un modo más directo: «Yo creo sinceramente que hay un ateísmo de la historia.

El tiempo actual es tiempo de ateísmo, es una época soberbia de su propio éxito. El ateísmo afecta hoy, primo et per se, a nuestro tiempo y a nuestro mundo» (Ateísmo, Historia, Dios). Personalmente percibo el mismo sentimiento de Zubiri cuando leo a S. Harris, R. Dawkins o Ch. Hitchens, autores ateos a los que más adelante nos referiremos.

No obstante, citaremos ahora como ejemplo a Sam Harris (psiquiatra de profesión y ateo por vocación), en su obra El fin de la fe, cuyo hilo conductor trata sobre la religión organizada, el enfrentamiento entre la fe religiosa y el pensamiento racional, y los problemas de la tolerancia en el marco del fundamentalismo religioso. La obra está destinada a asegurar que la religión es sólo un problema para el desarrollo socio-cultural de la sociedad actual y que la fe religiosa está destinada a desaparecer.

Harris comienza su libro describiendo el periodo de «duelo colectivo y estupefacción» que siguió a los ataques terroristas del 11 de septiembre en la ciudad de Nueva York, y exponiendo en él una amplia crítica a todos los estilos de creencias religiosas, capaces, asegura, de gestar actos tan dramáticos e inhumanos como este. Volveremos sobre este tema.

Señalo, más a título de anécdota que de confrontación, cómo el propio Hitchens (un ateo activo) parece certificar su nulo compromiso con la religión a la que ataca duramente en su obra Dios no es bueno. Alegato contra la religión, indicando con ello que no parte de una experiencia religiosa que pudo ser defraudada por alguien o por algo, en algún momento de su vida, e incluso me atrevería a decir que no parte siquiera de una actitud de respeto por lo religioso.

No concede ninguna importancia al hecho de que fue miembro bautizado de la Iglesia Anglicana, ni que se uniera a la Iglesia Ortodoxa Griega «para complacer a mis suegros griegos», ni, finalmente, casarse ante un rabino judío reformista quien «era consciente de que su homosexualidad de toda la vida estaba castigada por principios como una ofensa capital, punible, según los fundadores de su religión con la lapidación» (p. 30).

 

Juan Lozano Díez

Harris no deja en pie nada que tenga que ver con las iglesias o con la religión. ¡Es tan fácil desacreditar algo o a alguien usando hechos anecdóticos o puntualmente históricos, pero sin la necesaria perspectiva! Este autor sigue la antigua táctica: «Desacredita, que algo queda». Siempre he sentido poca simpatía por el método del descrédito, la broma fácil o la anécdota que ridiculiza a un individuo o a un colectivo, porque, por ese camino, todos nos reiremos de todos, incluso de los ateos.

En el siglo actual, participando de una sociedad más y más tecnificada, se está librando una batalla entre el intelecto y los sentimientos de la humanidad. Muchos, con un concepto materialista de la historia, creen firmemente que los avances de la ciencia pueden llenar los huecos de nuestra comprensión de la naturaleza, enseñando que creer en Dios es fruto de una superstición ya superada, y que sería mejor para la humanidad aceptar el fracaso de la fe como elemento rescatador del ser humano.

Sin embargo, muchos creyentes se manifiestan convencidos de que la verdad que creen, nacida del análisis espiritual interior, es más convincente que las ideas que eliminan a Dios, procedentes de la fuente de la filosofía, la biología, la física o las matemáticas.

Siendo esto correcto en base a la libertad a la que cada uno tiene derecho (todos somos dueños de nuestra creencia), no deja de ser preocupante que, finalmente, la creencia en Dios se haya presentado, a veces, bajo un aspecto tan beligerante como pueda serlo la posición materialista que hemos citado anteriormente.

Así pues, tenemos a la fe y la ciencia confrontadas, en lugar de que, juntas, busquen caminos de entendimiento para hacer posible una mayor riqueza en la comprensión de la verdad, tanto la inmanente como la trascendente. Ante esta situación que vivimos con toda su tensión, podemos preguntarnos ¿daremos la espalda a la ciencia porque se la percibe como una amenaza para Dios? O por el contrario, ¿daremos la espalda a la fe, concluyendo que la ciencia ya está lista para ocupar el lugar que la religión, ya superada, debe dejar vacío?

Ahí reside el dilema al que creyentes y no creyentes tenemos que hacer hoy frente, aunque no deberíamos olvidar que, como escribe el científico F. S. Collins, «el Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en la catedral y en el laboratorio. Su creación es majestuosa, sobrecogedora, compleja y bella, y no puede estar en guerra consigo misma. Sólo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales batallas. Y sólo nosotros podemos terminarlas» (¿Cómo habla Dios?, p. 226).

Daremos un apunte más sobre el tema que ahora nos ocupa (lo trataremos extensamente más adelante) y que podríamos definir como «un sentido escatológico de la fe». Lo haremos en referencia al texto del evangelio: «Cuando el hijo del hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?» (Lc. 18:8).

Los creyentes en las Escrituras no podemos olvidar que éstas tienen un claro sentido escatológico y que el texto que acabamos de citar podría ser incluido entre la documentación revelada sobre escatología y, más concretamente, sobre la parusía o segunda venida de Jesús.

Es este acontecimiento una doctrina central del cristianismo, puesto que todo cuanto es y significa la fe tiene como objetivo la trascendencia, el más allá, el Reino de Dios, en fin, la vida eterna. La parusía, como suceso íntimamente vinculado con la resurrección, es decisivo en el marco de la esperanza cristiana pues, sin el regreso de Jesús a este mundo, la fe cristiana pierde todo sentido teológico, así como su valor en la espera de un futuro galardonador de las vicisitudes tenidas durante la experiencia en esta vida.

La parusía es la culminación del proceso salvador concebido por Dios a favor del ser humano caído en el pecado; así como la actual crisis de fe y el denodado enfrentamiento entre ciencia y religión podría entenderse como un esclarecimiento escatológico que ilumine nuestra espera de la parusía y el camino de nuestra esperanza.

Además, la fe cristiana, tema central de esta obra, debe adornarse con una característica que la capacitará para hacer frente a los «ataques» de la ciencia: cambiar su pasado marcado por la «estática», la «contemplación» y la «mística» por una disciplina práctica, por una actitud dinámica de participación y propuesta a la sociedad, es decir, por una acción evangelizadora que dinamice en nosotros la vivencia del evangelio, como un poderoso argumento contra la propuesta actual al hedonismo, la indiferencia hacia los ideales de cualquier clase y el egocentrismo que se encuentra enraizado en nuestra sociedad occidental materialista.

Si vengo de la nada y hacia la nada me dirijo, entonces «comamos y bebamos que mañana moriremos» (1 Co. 15:32). Esta es la consecuencia del nihilismo (vacío) al que S. Pablo hace referencia cuando lleva a cabo su planteamiento cargado de lógica: «Si no hay resurrección de muertos, Cristo tampoco resucitó; y si Cristo no resucitó vana (kenòn, vacía) es entonces nuestra predicación, vana es entonces nuestra fe» (vv. 13-14).

Frente al inmovilismo acomplejado que puede afectar a los creyentes hoy, debido a la oleada de propuestas que renuncian a Dios y a toda forma de vida ultraterrena, debemos responder con una fe interiorizada, más individual que nunca, firmemente adquirida por la revelación y la búsqueda sincera, profundamente deseosa de ser compartida, más dependiente de Cristo que de la Iglesia, más dependiente de mi propia convicción a la luz de la Escritura que del colectivo. Ambos necesarios, pero con una cierta jerarquía.

Karen Amstrong lo expresa del siguiente modo: «De nada sirve sopesar las enseñanzas de la religión para juzgar su verdad o falsedad, antes de embarcarnos en un modo religioso de vida» (En defensa de Dios, p. 17). Puede que el argumento genésico que los científicos buscan en las estrellas, debamos finalmente buscarlo aquí, entre los hombres, mediante una experiencia del amor fraternal que alivia el alma y consuela al afligido.

No cuesta pensar lo inútil, por no decir doloroso, que puede resultar para las buenas gentes de Haití que les fuéramos a animar (después del terremoto y el cólera) con el mensaje de que no hay Dios ni vida después de esta vida y de que la segunda venida de Cristo no tiene sentido después del rechazo de toda existencia trascendente.

Si el dolor complica a veces la creencia en Dios, también el dolor puede llenar de desesperación el corazón de los millones de personas que, por terremotos, tsunamis, guerras, hambres y plagas, sufren y mueren sin tener derecho a pensar que existe un «después» que compense su sufrimiento. La fe no será empíricamente demostrable, ¡pero es tan necesaria para la vida!

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