Mi amigo Monroy

Sin duda alguna su figura es enorme a nivel internacional, y siendo la España evangélica deudora y beneficiaria de su vida entregada de forma plena, no se le ha hecho justicia.

04 DE ABRIL DE 2016 · 10:00

,Juan Antonio Monroy

Hace varios meses le pregunté a Juan Antnio Monroy qué le parecía iniciar una sección mía personal, en la que recogiese mi visión y experiencia con personas conocidas (y menos conocidas) de mi recorrido en la “vida evangélica” desde 1977.

Él me aconsejó que no lo hiciera. Porque –me explicaba- quienes no apareciesen se sentirían aludidos o excluidos. Y quienes apareciesen, a menudo tendrían sus discrepancias si yo opinaba con profundidad.

Sin duda acierta, y es en parte un reflejo de la poca transparencia y posibilidad de ahondar en la realidad de nuestro entorno evangélico, en el que lo que es normal en la sociedad es anormal en nuestros medios de comunicación.

Pero sin duda es un buen consejo. Así que quizás lo deje escrito como obra póstuma mía (ahí ya lo que cada cual diga o pinese me afectará más bien nada).

Pero lo que no quiero posponer es el reconocimiento personal a Juan Antonio Monroy. Un reconocimiento al que él mismo se cerraba las puertas con su consejo, ya que no podía dudar del gran afecto y valoración que le tengo.

Y aquí quiero empezar a romper una lanza por él. Sé que hay quienes le achacan un deseo de protagonismo, pero puedo afirmar que en absoluto es así. Protestante Digital ha salido adelante gracias a su constante e inmenso apoyo. Tanto económico como en su aportación permanente y de una calidad inmensa, en un contenido que muy pocos se acercan a igualar en calidad intelectual y originalidad del diálogo de fe y cultura. A esto se añade su permamente ánimo, estímulo y participación en los momentos más destacados (el inicio del Premio Unamuno, la creación de la Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos, el proyecto de Global.Radio).

Y todo ello ha sido sin recabar nunca ningún protagonismo. Casi pasando desapercibido a no ser que se le pidiera su presencia o una participación destacada porque el momento lo requería.

Monroy es un hombre humilde. Pecador, como todos nosotros, pero generoso y humilde. Al menos esa es mi convicción sincera tras muchos años de estar con él.

Otra muestra de esa humildad de la que él no hace gala es su apuesta por apoyar a jóvenes valores o hacer destacar a otros. Yo me considero uno de esos casos, pero por ejemplo nada más conocer a Alfredo Pérez Alencart –recién convertido a la fe en Jesús- me dijo: “Pedro, tenemos que apoyarle, vale mucho”. Y dicho y hecho.

De la misma forma, para mí es normal el recuerdo de oírle hablar a menudo bien y alabar a otros como José María Martínez, Ernesto Trenchard, José Grau, José de Segovia, Pablo Martínez Vila, Samuel Escobar, Antonio Cruz, Mariano Blázquez, Samuel Vila, Jacqueline Alencar, José Cardona, Manuel López, Eliseo Vila… Una lista larga, que habla de un corazón donde saber reconocer al otro no hace sombra a la valía propia. A pocas personas he oido hablar tan bien de tanta gente.

 

Juan Antonio Monroy (dcha.), junto a José Grau (centro), y José María Martínez (izq.), en 2007. / M. Gala

Y es aquí donde creo que a veces le surge una espina que le duele: la envidia de otros (activa o pasiva), la falta de que a la inversa se le reconozca (no con trompeta, sí copn agradecimiento) su inmensa labor, su destacado papel en la Historia del protestantismo español y en especial en la labor en el campo intelectual y los medios de comunicación.

Sin duda su faceta de sinceridad absoluta, el ir de frente sin tapujos, el “mojarse” en situaciones concretas posicionándose de manera clara ha levantado ampollas (alguna vez justificadamente, no voy a negarlo).

Pero ante la frecuente mediocridad, es más que evidente que su papel ha sido en parte diluido, rebajado, marginado en la vida evangélica española. Sin duda alguna su figura es enorme a nivel internacional, y creo que siendo la España evangélica deudora y beneficiaria de su vida entregada de forma plena, no se le ha hecho justicia. Hay una deuda moral y espiritual que estoy seguro que el tiempo pondrá en su lugar, pero que hay que reivindicar desde ahora. La figura de Juan Antonio Monroy es una de las grandes luces que alumbran el protestantismo español contemporáneo.

También ha estado inmerso siempre en el compromiso social personal en todo tipo de tragedias humanitarias. No sólo las grandes catástrofes, sino también en la ayuda a pastores y hermanos en la fe. En España y Cuba en especial, y en muchos otros países. No es un teórico de la libertad y el amor, sino un luchador en la vida real para acercar el Reino de los cielos.

Trabajador incansable, evangelista incontrolable, sin parar a pesar de los años (en la firma del acuerdo de Protestante Digital y entreCristianos, le dijo Enrique García: "¿Y cuándo la jubilación?". Monsoy respondió con su fuerza y humor habituales: “Yo quiero morir predicando el Evangelio, con las botas puestas, no dando de comer a las palomas”).

Para finalizar, en este análisis personal (para conocer más de su enorme dimensión pueden visitar su biografía), sólo un epílogo resaltando su humanidad. Con defectos, sí, porque el es como es en su espontaneidad, pero lleno de humor, de pasión, de afecto por los cercanos que va conociendo (me encanta ver cómo aprecia a Isabel Pavón, a Daniel Jáaanduullla -así pronuncia su apellido, enfatizando la entonación árabe-, a mi esposa Asun Quintana, a Jacqueline Alencar…).

Pero por encima de esta afectividad, su corazón late fiel para sus amigos. Como lo fue mi tía Matilde Tarquis, que le ayudó como ayudó a muchos (una mujer excepcional, única, admirable). Pero Monroy fue siempre agradecido. De hecho, me tendió la mano porque era su sobrino, aunque después viniese nuestra amistad propia.

Nunca olvidaré cuando murió Matilde, en Santa Cruz de Tenerife. Yo fui a su entierro desde Madrid, aunque tuve que remover cielo y tierra, pero ella era alguien muy especial para mi. Y allí fue también Monroy, cancelando un viaje a Cuba, gastando el tiempo que no tenía, pero fiel junto a su amiga Matilde en su despedida.

Por todo eso mi amigo Monroy es único, irreemplazable, irrepetible. Alguien a quien quiero entrañablemente, y al que desde aquí y desde cualquier lugar le diré y proclamo que le estoy enormemente agradecido, que ha sido un privilegio caminar junto a él y aprender a su lado.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Mirad@zul - Mi amigo Monroy