Traed los diezmos al alfolí

El tema del dinero no debería ir por encima de la santidad personal, del compromiso con Dios, de la protección de los vulnerables y de la integridad de nuestras familias.

12 DE OCTUBRE DE 2015 · 15:00

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¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.

(Malaquías 3:8-10, RVR60)

¿Quién no ha escuchado este versículo alguna vez? Los cristianoviejos, los que llevamos mucha vida en la iglesia, lo hemos visto aplicado a cualquier causa o color. ¿Cómo resistirse a un Dios que te desafía a dar algo a cambio de una bendición mayor? Es un negocio seguro. Probadme ahora en esto… si no os abriré las ventanas de los cielos, dice el Señor. ¿De verdad dice eso el Señor?

Es el pasaje favorito de iglesias de dudosa calaña que sacan de contexto lo que les conviene para intentar obtener beneficios, de los que siguen empeñados en que a pesar del sacrificio de Cristo hay que cumplir la ley para recibir el favor de Dios (y eso es algo que llevamos arrastrando desde que Pablo escribió la carta a los Gálatas), y también es el favorito de los desinformados, de los que creerán a ciegas las palabras del predicador sin molestarse en abrir su Biblia en casa, aunque les cause una desazón difícilmente aplicable a la verdad del evangelio.

Y es que el tema del dinero sigue siendo un motor muy importante en nuestra vida cristiana. Es el tema, por excelencia, en muchas congregaciones. Y permitidme un inciso personal: si en vuestra iglesia se habla más de dinero que de predicar a Cristo, crecer espiritualmente, atender a los que necesitan ayuda, o cualquier otra verdad bíblica, huid de allí lo más rápido posible. Pero aunque no sea la vuestra una de esas iglesias peseteras, nadie se ha escapado nunca de predicaciones y aplicaciones, quizá, demasiado imaginativas.

En este caso no hace falta acercarse con microscopio al texto para ver si es que alguna palabra la hemos entendido mal. No hay otra forma de traducirlo. En este capítulo 3 de Malaquías dice que lo dice. Sin embargo, nuestro problema es que ni siquiera leemos el capítulo 3 entero. Ni siquiera leemos todo el libro de Malaquías, que no es nada largo ni denso, que no tiene el lenguaje rebuscado y simbólico de otros profetas, sino que es directo, sencillo y claro. Una simple lectura del texto por nuestra cuenta, sin necesidad de ser expertos biblistas, sin acudir a libros especializados, nos da ya la clave de la interpretación que necesitamos.

Empecemos por el principio: Dios estaba bastante enfadado con el pueblo de Israel. Desde el principio del libro de Malaquías Dios permanece en su sitio: “Yo os he amado” (1:2), pero en seguida el pueblo empieza a poner excusas: “¿Y cómo nos has amado?”. Insiste el Señor: “¿Dónde está el respeto que se me debe?” (1:6). Y entonces empieza a analizar una por una todas las cosas que hacían, las creencias que defendían, completamente contrarias a la ley y el carácter de Dios. En especial, se centra en los sacerdotes y los levitas que, con su indolencia, llevaban al pueblo a pecar. Ellos eran los responsables de mantener el orden y la cohesión, la identidad del pueblo. Hay algo muy importante que considerar a la hora de leer Malaquías, y es que estamos hablando de que en ese momento el pueblo de Israel era una teocracia, es decir: la realidad política estaba completamente fusionada con la religiosa, algo en el extremo opuesto (o casi) a lo que serían las democracias occidentales actuales. La ley de Dios era la ley civil. Por lo tanto, desobedecer la ley de Dios tenía la misma repercusión que desobedecer la ley civil hoy en día. ¿Y qué pasaría hoy si no hubiera un cuerpo de policía, un sistema judicial, que defendiese la ley para sostener la convivencia según los parámetros establecidos? Ese era el problema del momento de Malaquías: los encargados de velar por la salud del cumplimiento de la ley, los levitas y sacerdotes, eran los primeros en violentarla. “Los labios de un sacerdote atesoran sabiduría, y de su boca los hombres buscan instrucción, porque es mensajero del Señor Todopoderoso. Pero vosotros os habéis desviado del camino y mediante vuestra instrucción habéis hecho tropezar a muchos” (2:7-8, NVI). No era en sí que defendiesen los sacrificios defectuosos al Señor, sino lo que ello significaba: que el corazón del que ofrecía el sacrificio no tenía a Dios como principio y final de todo lo que ocurría en su vida. El foco de la fe se desviaba poco a poco de honrar al Dios que les había amado todo el tiempo hacia la propia persona, su placer, su felicidad, su comodidad. Así, los principios elementales de la ley de Dios, que son esencialmente buenos para el ser humano (“La ley del Señor es perfecta”, Salmo 19:7, NVI), al descuidarse convierten al ser humano en un ser despreciable. No solo a los ojos de Dios, sino ante los de cualquiera. ¿De que acusa pues Dios a sus hijos desobedientes? No solo de ofrecer sacrificios defectuosos, sino de que al casarse con mujeres extranjeras como cabezas de familia tenían que empezar a honrar a sus dioses extraños como parte de sus obligaciones (2:11). Se divorciaban y se volvían a casar como si fuera algo tan común como sacar la basura (2:14); y para las mujeres divorciadas, en aquel entonces, la situación era tan precaria (no podían trabajar ni mantenerse por sí mismas si no podían regresar a su familia de origen) que era el mismo Dios el que salía en su defensa, porque Dios siempre se pondrá de parte del vulnerable. ¿Pero acaso no era cierto que, si se cumplía con la ley que Dios le había dado al pueblo de Israel, nunca tendría que haber vulnerables ni pobres entre ellos? (Deuteronomio 15:4) ¿Y como era posible que su pueblo ahora estuviera desatendiendo ese principio fundamental? Pues lo mismo que con todo lo demás. Su desconexión con la realidad llegaba hasta el punto de que se atrevían a decir: “Todo el que hace lo malo agrada al Señor” (2:17) y “Servir a Dios no vale la pena” (3:14), y después se quejaban de que las cosas no les salían bien, de que Dios no escuchaba sus oraciones ni sacrificios (2:13).

Y aun así, cuando empieza el capítulo 3 Dios vuelve a insistir en que él no va a fallar a su naturaleza, que va a amar al pueblo y a ofrecerles el bien que tanto desean, el mesías que esperan que acabará con su incapacidad de cumplir la ley. El principio del capítulo 3 es una descripción sobrecogedora del carácter del que después conoceremos como Cristo (“¿Quién podrá mantenerse en pie cuando él aparezca?”, 3:2, NVI). ¿Quién no siente la vibración del poder de esta profecía, sabiendo que a la vuelta de la página comienza el evangelio de Mateo hablando, precisamente, de él?

En este contexto es en el que hay que encajar el texto que analizamos. Después de hablar de todo esto, Dios señala por medio de Malaquías otro de los problemas de la maldad de los sacerdotes que no se preocupaban por hacer cumplir la ley: los recursos económicos. La situación de la que habla Malaquías sería semejante a si hoy un noventa por ciento de la población decidiera no pagar sus impuestos (ninguno de ellos) pero estuviera exigiendo seguir disfrutando de los mismos privilegios sociales, de carreteras, transporte público, educación, seguridad social, etc. La ley de Dios organizaba el sistema de diezmos para mantener el gobierno (al rey, sacerdotes y levitas) y una especie de seguridad social que defendía a viudas, huérfanos y extranjeros (3:5). No era solamente dinero, sino en gran medida grano y reses también. De ahí lo de “Traed todos los diezmos al alfolí” (3:10). El alfolí es el granero que había a disposición del templo y sus gestores, de donde se repartía a quien lo necesitase. Otras traducciones dicen: “Traed íntegro el diezmo para los fondos del templo, y así habrá alimento en mi casa” (NVI). Cualquier hambriento que acudiera al templo, recibiría ayuda. Faltar a esa protección al vulnerable era faltar al mismo Dios personalmente, y no es este el único lugar de la Biblia donde eso se defiende y se explica. Quien se llevaba el dinero destinado para la organización gubernamental y la seguridad social, en este contexto, estaba robando al mismo Dios que era el que les había otorgado esa ley, y su máximo juez sobre ella (3:8). Lo que Dios les dice en el versículo 10 es que son ellos mismos los que se están provocando la desdicha y el mal al desobedecer intencionadamente al Señor. En el momento en que ellos se sometan de nuevo y comiencen a hacer lo que hay que hacer, y vuelvan a ser fieles con sus obligaciones tributarias, el sistema volverá a funcionar, y ellos verán que Dios volverá a bendecirles (3:11).

Por supuesto, en el libro de Malaquías hay mucho más que analizar y disfrutar. Habla de muchas más cosas, y sus profecías quedan ahí escritas para que todos seamos testigos de que nada de esto tiene sentido si no enfocamos la perspectiva en el esperado Mesías. La ley de Dios del Antiguo Testamento, y toda la insistencia en su cumplimiento, está ligada a la aparición del Mesías, y en eso Malaquías es uno de los profetas más claros.

Por lo tanto, utilizar Malaquías 3:8-10 para que la gente vacíe sus bolsillos en la iglesia no es acertado. Hay principios que debemos observar y aplicar que aquí se nos explican, pero el tema del dinero no debería ir por encima de la santidad personal, del compromiso con Dios, de la protección de los vulnerables y de la integridad de nuestras familias.

Por decirlo de una manera sencilla, ni siquiera el tema de la “obligación” del diezmo en el Nuevo Testamento queda claro. Por supuesto que a la iglesia se la anima a reunir dinero para sostener a otros hermanos que trabajan entre ellos, y a otros en necesidad. Pero Pablo no puede en ninguna de sus cartas defender como defienden hoy algunos que lo “bíblico”, lo aceptable a los ojos de Dios, es que todos estemos obligados a dar el diez por ciento de nuestros ingresos a la iglesia. Primero, Pablo no puede defender eso porque si en Gálatas, por ejemplo, insiste en que en Cristo hemos sido liberados de tener que cumplir toda la ley, el diezmo forma parte de la ley. Si tuviéramos que cumplir con el diezmo deberíamos estar obligados a cumplir con todos los demás preceptos, incluido el de la circuncisión, para poder acceder a la gracia de Dios. Eso no tiene sentido bajo el nuevo pacto. Por otro lado, siendo honestos, los israelitas solo estaban obligados a pagar el diezmo, por ley, para sostener su estado. En el momento en que el estado en que vivimos no es una teocracia ni se dirige bajo la ley mosaica, no podemos aplicar ese principio de forma literal. No digo esto para defender que los cristianos no debamos dar dinero para sostener la iglesia y a sus ministros, ni mucho menos. Lo digo para que se entienda que nadie puede utilizar estos versículos de Malaquías para hacernos sentir culpables, ineptos delante de Dios, desobedientes o dignos de condenación. No, no estamos robando a Dios si no pagamos lo que el pastor o el responsable de tesorería opine que debemos pagar. No, no seremos malditos hasta que aceptemos dar el diez por ciento de todo lo que tenemos para la iglesia. Primero, porque en ningún lugar de este texto de Malaquías se puede deducir que el binomio templo-local de iglesia (tal y como la entendemos hoy en día) sea aplicable. Y segundo, porque no hay mayor hipocresía que esgrimir Malaquías 3:8-10 para exigir que paguemos más a cambio de una supuesta bendición de Dios omitiendo la verdad de que apenas unas frases antes Dios ataca del mismo modo a los que practican artes mágicas, a los adúlteros, a los mentirosos, a los empresarios corruptos, a los que no defienden y acogen a los vulnerables y a los que niegan a los extranjeros tener los mismos derechos humanos, “sin mostrarme ningún temor, dice el Señor Todopoderoso” (3:5, NVI). De esos otros casos no se suele decir nada.

En realidad, desmontar a los que esgrimen este versículo para amenazar a los congregados es demasiado sencillo. Si un pastor os dice: “¡Traed los diezmos al alfolí!”, preguntadle dónde está el alfolí, y hasta que no lo veáis no deis ni un solo diezmo. Otra idea que os puedo dar es que vayáis al supermercado y compréis un palé de cajas de cereales para el desayuno y se lo deis a manera de diezmo a la iglesia. Entonces sí que estaríais siendo completa y literalmente fieles al texto bíblico. Fuera de bromas, si lo que de verdad queremos hacer es honrar a Dios y seguir sus ordenanzas, no acudamos a la literalidad sin contexto. ¿Cuál es el tema principal de Malaquías, en qué debemos fijarnos?: en que Dios nos ha amado (1:2). Y en la promesa de que nos daría al Mesías para que ya no estuviéramos bajo la condena de tener que cumplir toda la ley para estar de buenas con él. Así que si queremos diezmar, si tenemos capacidad y disposición, hagámoslo. Si queremos dar una ofrenda de cualquier otra cantidad, hagámoslo también. Y si por alguna razón nuestras ofrendas no pueden ser en dinero y pueden ser “en grano”, que sepamos que eso también honra a Dios; no por la ofrenda en sí, sino porque “Dios ama al que da con alegría” (2 Corintios 9:7, NVI).

La mejor enseñanza que tenemos que sacar de esto es que, primero, no nos dejemos amenazar por nadie. La enseñanza que viene del convencimiento que el Espíritu Santo provoca en nosotros viene con arrepentimiento, con paz, y no con culpabilidad ni sobrecarga. Lo segundo, que si Dios quiere que salgamos de nuestra zona de seguridad para enseñarnos a ser más generosos, nunca va a utilizar las amenazas de ningún predicador (o profeta, o apóstol, o cualquier cosa).

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