¿Destinados o libres?

Como Manaén, como Herodes, todos hemos de decidir nuestro destino eterno. Nada hay escrito.

16 DE SEPTIEMBRE DE 2015 · 09:40

la libertad tiene un precio / marta ... maduixaaaa (Flickr - CC BY-NC-ND 2.0) ,
la libertad tiene un precio / marta ... maduixaaaa (Flickr - CC BY-NC-ND 2.0)

LA ILIADA, que se sitúa entre los siglos IX y VIII antes de Jesucristo, es quizá el más antiguo entre los libros de Occidente. Se trata de un canto épico dividido en veinticuatro poemas que forman un cuadro completo de las antiguas civilizaciones griegas. Su autor, Homero, está considerado como el más célebre de los poetas griegos. La tradición le representa viejo y ciego, errando de ciudad en ciudad, recitando sus versos. El tema central de LA ILIADA es la guerra de Troya, pero en el libro están representadas todas las grandes ideas del hombre.

En Homero y en LA ILIADA aparecen las primeras nociones del destino, muy en boga en aquella época entre los griegos.

En el canto número XXII, Aquiles, guerrero griego, persigue a Héctor, guerrero troyano; Júpiter, que quiere salvar a Héctor, consulta al destino y el destino le dice que está todo hecho, que Héctor debe morir. Desde aquel momento, tanto Júpiter como Apolo, genio guardián de Héctor, lo abandonan a su suerte. No se puede hacer nada, dicen. Debe morir. Está escrito así en su destino y contra el destino nada puede hacerse.

Homero fue el primero en decir lo que hoy repite el pueblo con expresión fatalista: “Estaba escrito”. “Era su destino”.

“¿Por qué nos estamos sentados?”, pregunta el profeta Jeremías.

Quedarse sentado en el banco de la vida, creyendo que todo está escrito y predestinado, es fatalismo cobarde.

Somos seres racionales y, por tanto, capaces de vencer las circunstancias.

Somos seres con voluntad y, por lo mismo, dueños de nuestros propios destinos.

Somos seres libres y podemos decidir nuestro futuro.

Somos seres espirituales y podemos descansar en Dios. Él conoce nuestro destino y quiere para nosotros lo mejor.

Hace muchos siglos que en medio de un espeso bosque tres árboles dialogaban entre sí. El primero de ellos dijo:

  • Cuando yo madure, quiero que hagan de mí una cuna donde una madre pueda adormecer el fruto de sus entrañas. Mi corazón palpita de emoción cuando oigo sus canciones.

El segundo árbol tenía otra ambición:

  • Cuando yo sea grande y fuerte –exclamó-, quiero que se haga de mí un mástil para que, erguido sobre la cubierta de una nave, cruce los mares procelosos.

Otro fue el ideal del tercer árbol:

  • Yo- dijo éste- quiero estar en cualquier lugar: solamente apuntando hacia arriba para dirigir los hombres hacia Dios.

Pasaron los años. Un día vinieron unos hombres al bosque buscando madera para sus trabajos. Cortaron el primer árbol y lo llevaron a una pequeña aldea donde un carpintero construyó de él un pesebre.

  • ¡Ah, qué fracaso- se lamentó-, yo que quería ser una cuna!

Del segundo árbol hicieron un mástil para una pequeña embarcación de pescadores.

  • ¡Qué pena- se quejó-, no podré ver el mundo!

Al tercero lo llevaron a una ciudad grande, diciendo:

  • Un árbol recio como éste busca el fabricante de cruces-. Éste exclamó:
  • Una cruz, y yo que ambicionaba apuntar hacia Dios.

Pero, ¿cómo sabría el primer árbol que el pesebre iba a servir de cuna al niño más maravilloso del mundo? ¿Cómo sabría el segundo árbol que su pequeño barquichuelo se iba a convertir en el púlpito del Predicador de las gloriosas nuevas? ¡Y cuán lejos estaría de su sueño el tercer árbol cuando siendo una cruz colgaron sobre ella al Salvador del mundo, desde la cual se les señala a los hombres el camino hacia la salvación, hacia la misma presencia de Dios!

¿Cómo sabrán los hombres el propósito hacia el cual los conduce Dios? Hay que dejarse guiar por Él.

Schopenhauer, apóstol y filósofo del pesimismo que pasó por el mundo dejando una estela sombría, se sentó una noche en el banco de una plaza pública, metió su cabeza entre las manos y se sumió en profundos pensamientos. Un policía, confundiéndole con un cualquiera, se le acercó y le preguntó:

  • ¿Quién es usted y qué busca aquí?

Schopenhauer le contestó:

  • Esto es precisamente lo que yo quisiera saber: ¿Quién soy yo? ¿Qué estoy buscando en este mundo? ¿Vale la pena esto que se llama vida?

A la vida hay que darle una orientación clara, positiva, un destino de luz, no de tinieblas.

El capítulo 13 del libro de los Hechos, que describe el inicio de los viajes de Pablo, nos habla de un tal Manaén, el que se había criado junto a Herodes el tetrarca (Hechos 13:1).

Manaén fue lo que hoy llamamos hermano de leche de Herodes, el que mandó decapitar a Juan el Bautista y que posteriormente quiso interrogar a Cristo.

Herodes, hasta donde sabemos, se condenó.

Manaén aparece como dirigente en la Iglesia de Antioquía.

Dos hombres que tuvieron las mismas oportunidades eligieron caminos distintos.

El destino no salvó a Manaén, sino su libre elección de la verdad.

El destino no condenó a Herodes. Tuvo a Dios frente a él, físicamente, en presencia humana, y lo rechazó.

Como Manaén, como Herodes, todos hemos de decidir nuestro destino eterno. Nada hay escrito. Somos los autores de nuestra propia historia.

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