El hombre que ladraba a su perro

Era el más listo, el que mejor hacía todas las cosas.

09 DE MAYO DE 2013 · 22:00

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«Si no tengo amor de nada me sirve/ Tener amor es saber soportar, ser bondadoso/ no ser grosero o egoísta/ es no enojarse ni guardar rencor». 1ª Cor.13 He aquí la definición de un hombre medio humano y medio ogro que ante el espejo se sentía completo. Se gustaba. Se recreaba. Se admiraba de frente, de perfil y de espalda. Se veía perfecto y con la seguridad de que, al nacer, la comadrona había roto su molde. Pasaba los días enfadado con todos los que no le seguían el juego que él les imponía con sus propias normas. Protestaba para obtener autoridad. Gritaba pensando que con ese método le obedecerían sin objeciones, se inclinarían ante él para adorarle y darle la razón. Hablaba sin dejar hablar a los demás. Les interrumpía a mitad de la frase para colocar sus opiniones sin escuchar antes la del otro, pues él siempre decía tener la verdad de su parte. Era el más listo, el que mejor hacía todas las cosas. Y si con los de su mismo sexo se mostraba así, no digamos ante las mujeres. Machista con galones, misógino en grado superlativo, votante fiel del patriarcado, no consentía que fémina alguna opinara de manera diferente a la suya. Les cerraba el paso a cualquier entendimiento, a cualquier proyecto a la más mínima ilusión y aún pensaba que en el siglo XXI el destino de estas era la esclavitud. Ante la necesidad inminente que sentía de pelear a altas horas de la noche discutía con su mejor amigo, su perro, macho también, en el lenguaje de este, o sea, a ladridos limpios. Se crecía ante el indefenso animal que quería dormir y dejar dormir, estar tranquilo y que le dejasen tranquilo, pero de alguna manera el hombre tenía que desfogar antes de coger el sueño y alcanzar la mañana. Sus quejas eran constantes, quería que todo el mundo estuviese arrodillado a sus pies y muchas veces lo conseguía. Buscaba ser feliz a través de la manipulación. Sin embargo, era un cobarde que la mayoría de las veces enviaba emisarios porque no se atrevía a dar la cara cuando era necesario. El concepto de sensibilidad, amistad, amabilidad, cariño, buen trato, paciencia, amor, respeto, no formaba parte de sus estatus. A todos culpaba de sus desgracias. Al principio, la gente y el chucho le obedecían por miedo, pero más tarde se cansaron de sus toscas maneras y decidieron hacerse los sordos, mirar para otro lado, cruzar de acera, dejar escapar el autobús si le veían en la parada. Creyendo que así entendería mejor las noticias de la tele, a su perro, pobre animal, le traducía en ladridos las noticias. Por menos del canto de un euro lo castigaba sin comer y sin salir a la calle a pasear. Lo sacaba al balcón para que pasara frío y a todas horas le tenía puesto el bozal para que no le replicara. Se sabe que cuando el mejor amigo del hombre es un perro, ese perro tiene un problema (*). Su furia llegó a conocerse en los alrededores y todo el que podía huía de su lado como de la peste. No sabía que sólo era un desgraciado al que soportaban por caridad, un insensato que no razonaba bien, un orgulloso inculto, un pedante bravucón que vivía del recuerdo de poderes de otra época, un pobre ogro sin dientes que se escondía a la hora de comerse el puré. ¡Cuánta pena daba! (*) Edward Abbey

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