La dinamita de María

El Magnificat de María es uno de los textos más subversivos de la historia. En él se presentan tres grandes revoluciones de Dios.

20 DE DICIEMBRE DE 2014 · 22:40

María y Elisabet, en la película 'Natividad'. ,
María y Elisabet, en la película 'Natividad'.

“Magnificat” es la primera palabra traducida al latín del texto del evangelista Lucas (1:46-55). Se trata de la respuesta de la virgen María a su parienta Elisabet: Engrandece mi alma al Señor (Magnificat anima mea, Dominum, según la Vulgata latina). Todo este pasaje es como un canto lírico sobre la bienaventuranza de aquella joven hebrea tan singular.

La virgen María ha sido definida como “el icono de la Iglesia católica”. Desde la Edad Media, se la ha considerado, siguiendo Apocalipsis 12, como una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona formada por doce estrellas. Aunque hoy la mayoría de los teólogos coincide en que estos textos se refieren a la Iglesia, no a María. Todo esto, unido a la adoración que se le rinde y a considerarla como intercesora entre Dios y los hombres, ha hecho que el mundo protestante se vuelque hacia el extremo opuesto y hable muy pocas veces de María.

Sin embargo, debemos reconocer que María fue una mujer entre las mujeres, elegida por Dios en un contexto de humildad y vida ordinaria. Más que “una mujer vestida de sol”, el evangelio presenta a María como una muchacha que “camina de prisa a la montaña” para contarle a su parienta Elisabeth que también lleva un hijo en el vientre. El encuentro, entre dos futuras madres, ocurre a través de la complicidad y coincidencia de aquello que portan en sus entrañas. Finalmente Dios se ha metido de lleno en la historia de los hombres. Lo humano se hace portador de lo divino. Sacralidad y profanidad se confunden en un ser de carne y hueso. El cuerpo de María se hace tabernáculo de la divinidad. Dios tiene prisa por salir al encuentro del hombre, y elige, para acortar el camino, una vía terrestre. Se deja transportar por una sencilla peregrina de la fe, desconocida, pobre y humilde.

María de Nazaret es una criatura que ama el silencio, que elige la sombra y el ocultamiento. Al contrario de lo que las tradiciones y los folklores religiosos han hecho después de ella, María es quien no aparece nunca en primer plano. Su presencia está siempre bajo el signo de la discreción. No estorba para nada. La Madre desaparece totalmente en el Hijo y es el Verbo quien tiene que hablar, no ella.

En las bodas de Caná dirá: “Haced lo que él os diga”. Jamás dice “escuchadme a mí”, sino “escuchadle a él”. El evangelio está más cargado de sus silencios que de sus palabras. No hay apariciones de la Virgen en los evangelios. Eso fue inventado mucho después. Hemos de aprender a escuchar el silencio de María porque, a veces, cuando nosotros callamos, Dios habla.

¿Cuál es la paradoja principal de María? En ningún otro lugar podemos apreciar tan bien la contradicción de la bienaventuranza como en la vida de esta sencilla mujer. A ella le fue otorgado el gran privilegio de ser la madre del Hijo de Dios. Era normal que se asombrase y se llenase de gratitud por lo que le había ocurrido. Sin embargo, esta enorme bendición iba a quedar contrarrestada por una espada de dolor que traspasaría su alma. La de ver a su pequeño Jesús, treinta y tres años después, ejecutado en una cruz romana, la muerte más cruel y deshonrosa que existía en aquella época. Cada vida humana es también una existencia paradójica, llena de claros y oscuros, de alegrías y tristezas, de bendiciones, pero también de maldiciones. El hecho de ser cristianos, de confiar en las promesas del Señor, no nos elimina automáticamente los sufrimientos. Puede proporcionarnos valor, esperanza y ánimo para superarlos y acostumbrarnos a ellos, pero no nos los ahorra.

María fue de prisa a casa de Elisabeth porque en Nazaret no tenía con quién hablar de lo que llenaba su corazón. Deseaba que su parienta le confirmara las palabras del mensajero divino: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Bienaventurada la que creyó. No puede haber autentica fe si ésta no produce felicidad, ni tampoco puede haber verdadera felicidad sin el don de la fe.

Sin embargo, esta gran bendición iba a ser la espada que atravesara su corazón. María tendría que ver algún día a su querido hijo colgando de un madero. Y es que ser elegido por Dios casi siempre significa, al mismo tiempo, una corona de alegría pero también una cruz de tristeza y dolor. La realidad es que Dios no elige a las personas para su tranquilidad o comodidad, ni para fomentar su orgullo sino para tareas que exigen todo lo que la cabeza, el corazón y las manos puedan dar. Dios señala a las personas para usarlas en su ministerio. Cuando tomamos conciencia de la brevedad de nuestra vida, en relación a la eternidad que nos espera, las penas y dificultades que se pasan por servir a Dios, no son motivo de lamentación o queja sino que pueden convertirse en nuestra mayor gloria delante del Señor porque todo lo sufrimos por amor a él. Puede que, en ocasiones, esto nos resulte difícil de entender, sobre todo cuando estamos atravesando momentos complicados de prueba, pero debemos recordar siempre que los sufrimientos por Jesucristo son nuestra auténtica gloria. No es que los padecimientos sirvan para ganarnos el cielo, eso ya nos lo proporcionó él al morir en la cruz, pero sí es verdad que los sinsabores que experimentamos como cristianos se unen a los que sufrió el Maestro en su vida terrena. Como les dice Pedro a los cristianos primitivos que sufrían la persecución: Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido… sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría (1 Ped. 4:12-13).

La alegría, el gozo, la satisfacción personal de María al sentirse elegida por Dios eran sólo una cara de la moneda. La otra cara fue la espada dolorosa que atravesaría su alma cuando viera a Jesús crucificado. Él no vino para que la vida de los cristianos fuera más fácil aquí en la tierra, sino para hacernos más grandes, más fuertes, más humanos, más generosos, más humildes, menos vanidosos, menos altivos y más perdonadores. Esta es la paradoja de ser elegidos por Dios. Comporta la alegría más grande pero también la mayor responsabilidad.

El Magnificat de María es uno de los textos más subversivos de la historia de la humanidad porque se refiere a tres grandes revoluciones de Dios. La primera se encuentra en el versículo 51 del primer capítulo de Lucas: Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Se trata de una revolución moral. El cristianismo es, en realidad, la muerte del orgullo porque invita a reconocer, como le ocurrió a María, el tremendo contraste que existe entre su pequeñez de esclava y la grandeza de Dios. Si van a felicitarla y proclamarla dichosa todas las generaciones, no es por su santidad o por sus méritos personales, sino por el carácter extraordinario del niño que lleva en sus entrañas. No podemos ser elegidos por Dios, es imposible ser herramientas eficaces en sus manos, y seguir albergando orgullo personal en nuestras vidas.

La soberbia insolente es el enemigo principal del plan divino. El principal error humano consiste precisamente en esto, en sentirse orgulloso de uno mismo y por lo tanto, no dar a Dios lo que es de Dios. Por eso el apóstol Pablo la emprende contra la doctrina judía de la justicia de las obras, atacando la autosuficiencia del hombre religioso que se basaba en la observancia de la Ley. Aquella pregunta retórica que Pablo lanza a los romanos (Ro. 3:27): ¿Dónde pues está el orgullo? Queda excluido ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe. Y en 1ª Corintios 1:31 dice: El que está orgulloso que lo esté del Señor o el que se gloria, gloríese en el Señor. Los cristianos sólo podemos sentirnos orgullosos de nuestra debilidad porque sólo en ella se hace patente la fuerza de Dios. Como también afirmaba Pablo: Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo (2ª Cor. 11:9).

La segunda revolución es social: Quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes (v. 52). El cristianismo de Cristo da por finalizados los títulos y prestigios mundanos. Cuando tomamos conciencia de lo que Cristo hizo por todos los seres humanos, no podemos albergar la idea de que unas personas son valiosas y otras carecen de valor. Las escalas y los rangos sociales desaparecen delante del Señor de señores.

Por último, la tercera revolución tiene un marcado acento económico: A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos (v. 53). Una sociedad no cristiana es la que sólo procura adquirir bienes materiales y obtener cuanto más mejor. Por el contrario, una sociedad cristiana sería aquella en la que nadie se animara a tener demasiado, mientras otros tuvieran demasiado poco. Es evidente que nuestra sociedad no tiene esos valores cristianos. Si los tuviera, no habría indigentes durmiendo en cajas de cartón. Si la sociedad fuera cristiana, no se permitiría que los banqueros estuvieran amasando increíbles fortunas, mientras otras personas no disponen de lo más elemental para vivir.

El aparente encanto poético de este canto de María es, en realidad, dinamita pura que hace estallar en mil pedazos la sociedad injusta y materialista que hemos construido entre todos. El verdadero cristianismo engendra una revolución en cada ser humano y como consecuencia una revolución en el mundo entero. Pero, si Cristo no cambia nuestra vida, nada podrá hacerlo.

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