Un siervo auténtico: rasgos del líder espiritual

Principios y estilos de liderazgo, un artículo de Ajith Fernando

GBU, Andamio · 11 DE SEPTIEMBRE DE 2014 · 16:30

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Pablo escribió a los cristianos en Corinto: «La muerte opera en nosotros, pero en vosotros la vida». Dentro del ministerio espiritual, somos llamados a morir por amor a otros. ¿Estamos dispuestos a hacerlo?

 

Incluso un vistazo superficial al Nuevo Testamento nos muestra que la cruz del sufrimiento forma parte esencial del ministerio cristiano. Podemos decir confiadamente que, si queremos eludir ese aspecto, no daremos frutos espirituales y eternos. Creo que éste es un punto que se ha pasado por alto en el pensamiento cristiano contemporáneo acerca del servicio cristiano.

 

Vivimos en una sociedad que enfatiza tremendamente la comodidad, el ocio y los buenos sentimientos. Dado que el sufrimiento se opone a todo esto, lo evitamos.

 

Las lecciones que aprendemos en el Nuevo Testamento son aplicables a todo tipo de liderazgo espiritual: en nuestras iglesias y misiones, en nuestros grupos de estudio. En cierto sentido, son la marca de un líder auténtico.

 

I. ESTAR DISPUESTO A MORIR

Jesús dijo: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn. 15:12). Explicó cómo debía hacerse esto, diciendo: «Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos» (15:13). Los cristianos son personas que están tan comprometidas con sus «amigos» (aquellos a los que ministran) que ponen sus vidas por ellos. Ésta es la gran diferencia entre el tipo de compromiso que Jesús nos exige y el compromiso del mundo. La descripción del Buen Pastor que hace Jesús en Juan 10 nos demuestra que es así. Cuando viene el lobo, el temporero abandona a las ovejas y huye (vs. 12, 13). Pero el Buen Pastor es diferente. Él pone su vida por las ovejas.

 

¡Y nosotros debemos seguir su ejemplo! Cuando Cristo murió en la cruz, pagó el precio de los pecadores de todo el mundo. Éste es un precio que nosotros, seres finitos y pecadores, no podemos pagar. Pero somos llamados a «amarnos unos a otros», que es un grupo más reducido que «todo el mundo». Juan 15:13 dice que Jesús murió por sus amigos. De la misma manera, también nosotros hemos de morir por nuestros amigos.

 

Éste es un grupo de personas todavía más pequeño, sobre quienes tenemos una responsabilidad especial: por ejemplo, nuestra familia, nuestra congregación y nuestros compañeros de trabajo.

 

Entre las personas que componen ese grupo de amigos, los primeros por quienes debemos morir son nuestros familiares. Pablo dice: «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella» (Ef. 5:25). La mayoría de esposas diría: «No quiero que mi esposo muera por mí. ¡Me basta con que me hable!». Hablar cuando uno está muy cansado es una especie de muerte. Cuando volvemos a casa después de un día agotador de ministerio, y estamos muy cansados, preferimos no hablar. Si en casa ha habido tensión, sabemos que si sacamos el tema nos meteremos en una conversación de una o dos horas, de modo que lo eludimos. Parte de nuestro compromiso cristiano estriba en morir a ese deseo de no hablar.

 

De modo que poner nuestra vida puede significar muchas cosas. La mayoría de nosotros no está llamado a morir literalmente por nuestros amigos. Este ejemplo sacado de la vida familiar nos muestra que nuestro llamamiento puede ser más sutil. Es posible que se nos llame a padecer frustración, angustia, cansancio y dolor por causa de otros. En esta era tan pragmática, esto no resulta fácil; la sociedad es muy hábil para encontrar formas de eludir las incomodidades.

 

Incluso los cristianos nos vemos afectados por esa actitud generalizada que ensalza la  comodidad y la tranquilidad. También nosotros hacemos cosas para evitar la frustración, la angustia y el dolor. Por ejemplo, cuando decidimos dónde servir, entre nuestras  consideraciones centrales podrían figurar los beneficios, como el sueldo, el piso y la pensión.

 

Oímos a personas que dicen: «No, no quiero trabajar en ese país porque el clima no me gusta». Cuando alguien con quien trabajamos nos crea algún problema, nos deshacemos de él o de ella. Cuando descubrimos que las personas a quienes se nos llama a servir (por ejemplo, los musulmanes de determinada zona) rechazan persistentemente el evangelio, los abandonamos y nos dirigimos a alguien más receptivo. Todo esto es ajeno al llamamiento básico de Cristo al discipulado. Aquél fue un llamado a negarnos a nosotros mismos, tomar una cruz y seguirle (Mr. 8:34). Y una cruz es un lugar donde la gente muere.

 

II. LA TEOLOGÍA DEL DOLOR

Mi premisa básica es que cuando estamos entregados a las personas a quienes hemos sido llamados a servir, es inevitable que suframos dolor.

 

Veamos cómo ilustraba Pablo este principio. Primero, démonos cuenta de que consideraba que el dolor era parte esencial de la vida en un mundo caído. Nuestro mundo está sujeto a la frustración debido a la Caída (Ro. 8:20). De modo que, incluso, quienes pertenecen a Dios se unen al resto de la creación en su gemido. Por supuesto, para nosotros ese gemido es como los «dolores de parto»: el dolor de quienes anticipan la gloria venidera (Ro. 8:22-23). «Las afl icciones del tiempo presente», dice Pablo, «no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8:18). Después de hacer una lista de numerosas pruebas, ¿qué añade?

 

«Por tanto, no desmayamos... porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» (2 Co. 4:16-17). Así que tenemos una teología del dolor.

 

Esta visión celestial nos permite gemir con expectación y perseverar en las circunstancias más duras. No quiero criticar a las personas que pasan por situaciones desagradables. Dios nos ha llamado a ministrar en distintos lugares, y para un discípulo de Cristo no existen las circunstancias fáciles.

 

Pero creo que es triste ver a un número tan grande de cristianos que huye de situaciones de conflicto y dificultad. Los cristianos somos personas que podemos permanecer en esas circunstancias, porque no tenemos miedo a gemir. El dolor forma parte de nuestra teología. Dado que gemimos con la gozosa anticipación de la gloria, podemos vivir con la frustración cuando nuestro ministerio la requiere.

 

III. EL ANHELO POR LOS PERDIDOS

Una vez hayamos aceptado el dolor como parte integral de la vida, tendremos la fuerza para anhelar a las personas. Primero nos sentimos atraídos por los perdidos. Pablo expresa este anhelo en Romanos 9:2-3: «Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos...».

 

Aquí podemos ver cómo el anhelo le produce dolor. Cuando observaba la condición perdida de sus compatriotas, se le rompía el corazón. Hoy día las personas hacen todo lo posible por eludir ese dolor. No quieren enfrentarse al dolor que conllevaría esa doctrina. Charles Spurgeon habla de quienes dicen: «No podría dormir tranquilo si creyera esa doctrina ortodoxa sobre la ruina de los hombres». Spurgeon responde: «Muy cierto. Pero, ¿qué derecho tenemos a dormir tranquilos?».

 

Dado que el anhelo produce dolor, la gente también intenta evitarlo. Este anhelo es un factor ausente en nuestro ministerio actual. Pero lo que produce la urgencia es el anhelo. Pablo lo expresa así en 1 Corintios 9:16, «Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!». Pablo era un apasionado del evangelio. El resto de ese capítulo expresa cómo esa pasión hizo que Pablo renunciara a los derechos de un apóstol e introdujera numerosas modificaciones en su vida con objeto de alcanzar a todas las personas que le fuera posible. Imagina lo que debió de ser para aquel fariseo, con una gran educación y que además era ciudadano romano, decir: «Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número» (1 Co. 9:19). Y remata esta idea con unas palabras inolvidables: «A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos» (9:22).

 

Hoy día nos da miedo esta urgencia. Quizá algunos en quienes hemos confiado y a quienes hemos intentado llegar nos han herido. Quizá esos proyectos a los que nos entregamos tan ardorosamente han sido un fracaso, produciendo decepción y humillación. Por tanto, no queremos atravesar ese escudo protector que hemos forjado en torno a nuestras emociones, porque eso nos dejaría demasiado vulnerables ante el sufrimiento. Por eso no anhelamos alcanzar a las personas igual que Pablo lo hizo.

 

Hubo un tiempo en que la urgencia era una de las cosas que atraían a las personas al evangelio. Se dice que Benjamin Franklin iba a escuchar predicar a George Whitefield porque así podía ver cómo una persona ardía de pasión. Hoy, en lugar de urgencia para atraer a las personas, disponemos de un programa excelente, un buen entretenimiento y la promesa de bendiciones temporales. En una generación dedicada al hedonismo, evitaremos el sufrimiento a toda costa.

 

IV. EL ANHELO POR LOS CREYENTES

De la misma manera que queremos alcanzar a los perdidos hasta que acudan a Cristo,  anhelamos a los creyentes hasta que Cristo se forme en ellos. Usando la imagen vívida de una parturienta, Pablo expresa esto en Gálatas 4:19-20, «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros, quisiera estar con vosotros ahora mismo y cambiar de tono, pues estoy perplejo en cuanto a vosotros».

 

Se identificaba hasta tal punto con los gálatas que la confusión teológica en que estaban sumidos le hacía sufrir.

 

Oímos hablar mucho sobre el ministerio de la encarnación. Pero la encarnación y el dolor son inseparables. Cuando cruzamos la frontera entre el profesionalismo y el anhelo, descubrimos que este último lleva aparejado el sufrimiento. Me sorprende constatar con cuánta frecuencia las personas expresan su alivio por haber roto con un compromiso que les ataba. Quizá fuera una pareja o una iglesia problemáticas, o bien personas difíciles. Se apartan de esa pareja o de esa iglesia, y se libran del estrés y el sufrimiento. Es casi como si esta liberación del dolor o de las tensiones se entendiese como una señal de que ésta ha sido la voluntad de Dios.

 

El cristiano bíblico acepta ese dolor como parte esencial de la entrega a otros. En 1 Tesalonicenses 2:8 Pablo describe lo que subyace detrás de ese grado de compromiso. «Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas». El término traducido como «afecto», que en el original es un verbo, es una palabra muy infrecuente. No suele aparecer en el Nuevo Testamento o en otra literatura griega. Signifi ca «os anhelamos, os deseamos». Algunas traducciones lo vierten como «deseándoos afectuosamente». Pablo sigue hablando de compartir con ellos «no sólo el evangelio de Dios, sino nuestras propias vidas, porque habéis llegado a sernos muy queridos». La palabra traducida como «vida» es psyche, que significa «alma» o «ser interior». Pablo se preocupaba tanto por los demás que les abría hasta su ser interior. Había pasado de la profesionalidad al anhelo.

 

Como resultado de abrir así nuestras vidas, desarrollamos líderes. En 2 Ti. 3:10-11, Pablo describe cómo abrió su vida a Timoteo: «Pero tú has seguido mi doctrina, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia, persecuciones, padecimientos». Gracias a la actitud de apertura de Pablo, Timoteo lo sabía todo sobre él. De modo que, cuando Timoteo fue a Corinto, Pablo pudo decir: «El cual os recordará mi proceder en Cristo» (1 Co. 4:17). Si ellos querían saber cómo pensaba y actuaba Pablo, lo podrían averiguar por medio de Timoteo. Pablo se habría reproducido al abrirse a otros, forjando así a Timoteo y a muchos otros líderes.

 

V. EL ÉNFASIS BÍBLICO

Uno de los resultados de abrir nuestras vidas a los demás e interesarnos por ellos es el estrés. Pablo describe esta consecuencia en 2 Corintios 11:28-29, «Y además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma, y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar, y yo no me indigno?». Hoy día hay muchos libros sobre el estrés y cómo evitarlo, y mucha gente habla del tema. Algunos de esos libros me han resultado muy útiles, porque, a menudo, me estreso por los motivos equivocados.

 

Actualmente, buena parte del estrés se debe a que esta sociedad no se concede el descanso sabático. El descanso es un aspecto importante del estilo de vida bíblico. A veces el estrés es el resultado de una intensa competitividad. Las personas motivadas que hallan su plenitud esencial en el éxito, dentro de nuestra sociedad competitiva, experimentan un estrés no bíblico porque en este mundo caído no hay ninguna garantía de éxito terrenal constante. Quizá padecemos más de lo que queremos admitir un «complejo de Mesías», que nos impide delegar en otros las responsabilidades. Así, acabamos haciendo cosas que podrían haber hecho otros y llevando cargas que deberíamos haber compartido. Y perdemos la ocasión de educar a otros, que aprenderían mucho al compartir nuestro trabajo.

 

Por tanto, hay mucho estrés que no es bíblico. El estrés bíblico nace del amor por el prójimo, no del deseo de triunfar. Es el resultado ineludible de identificarse hasta tal punto con las personas que empezamos a compartir sus cargas.

 

VI. LA FORTALEZA PARA ACEPTAR EL ESTRÉS

Si queremos aceptar el estrés bíblico, primero debemos ser lo bastante fuertes como para soportarlo. La fortaleza para ello proviene del gozo del Señor. En Juan 15 hallamos un pasaje interesante que nos habla de esto. En los versículos 12 y 13, Jesús presenta el famoso desafío al amor sacrificado: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos». Pero justo antes de eso había dicho: «Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido» (Jn. 15:11). En su carta a los filipenses, Pablo también mencionaba que la falta de unidad dejaba el gozo incompleto (Fil. 2:2; 4:2).

 

Tener el gozo del Señor en nuestras vidas es esencial. De hecho, yo diría que es un requisito para un ministerio eficaz. El amor que sentimos por los demás hará que perdamos buena parte de nuestro apego por las cosas de este mundo. Pero existe un tipo de gozo (el gozo del Señor) que debemos asegurarnos de tener. Por tanto, Pablo dice en Filipenses 4:4: «Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!». Esta repetición demuestra la importancia que tiene guardar celosamente este gozo.

 

Por tanto, ¿cómo podemos conservar el gozo del Señor? Pablo prosigue describiendo el proceso. Empieza diciendo: «Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres» (4:5). Cuando el gozo del Señor está ausente, la gentileza desaparece, y el modo en que se nos haya tratado en circunstancias difíciles puede amargarnos. Entonces, si alguien nos provoca, podemos reaccionar de forma agresiva. Entonces, ¿cómo podemos conseguir ese gozo que nos haga amables? La respuesta es sencilla: «Por nada estéis afanosos» (4:6). Podemos sentir el peso del amor, pero no la angustia de la incredulidad. Ahora bien, esto es fácil de decir, pero no tan fácil de conseguir. Escuchemos de nuevo a Pablo: «...sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias» (Fil. 4:6). Aquí el «sino» es un adverbio contundente (alla en griego). Pablo está ofreciendo una línea alternativa de acción. En otras palabras, en la oración nos enfrentamos con Dios hasta que hemos echado sobre Él nuestra carga. Entonces le entregamos nuestras preocupaciones. Nos libramos del poder que tienen sobre nosotros y de nuestro temor. Así recuperamos el gozo.

 

El resultado es que «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús»  (4:7). Esta paz, como el gozo del Señor, es esencial para vivir. Pablo dice que guardará nuestras mentes y nuestros corazones. Por tanto, nos acercamos a Dios hasta que regresan el gozo y la paz en la fe. Sólo entonces podemos acercarnos a un mundo agobiado y soportar las cargas que hemos de absorber si queremos ser agentes de la sanación de Dios.

 

VII. LA CONSERVACIÓN DEL GOZO

George Muller se retiró de su trabajo como director de orfanatos a la edad de 70 años, y dedicó los 17 años siguientes a su labor como evangelista itinerante. Una vez le preguntaron las causas de una vida tan larga y feliz. Él habló del gozo que le producía Dios y su obra. Su primera tarea cada día, y la más importante, era que su alma hallase la felicidad del Señor.

 

Esforzarnos por mantener el gozo del Señor es una disciplina que debemos cultivar. Hallamos un ejemplo de esto en la vida de Hudson Taylor justo después de la muerte de su primera esposa, María. Antes de dedicarse a los preparativos fúnebres, Taylor subió a su cuarto y pasó un tiempo a solas con Dios. Cuando llegó el momento de cerrar el ataúd, contempló por última vez a su querida esposa y, una vez más, subió a su habitación y pasó otro rato con Dios. Sólo entonces volvió a bajar para rematar los preparativos.

 

John Stan, de la China Inland Mission, y su esposa Betty, murieron a causa de los disparos de unos comunistas, cuando tenían 29 y 30 años. Una vez, John dijo: «Tomad todo lo que tengo, pero no os llevéis la dulzura de caminar y conversar con el Rey de la gloria». El gozo del Señor era lo único sin lo que no podía pasarse.

 

Dios me enseñó este principio cuando estaba pasando por un mal momento en mis estudios universitarios. Estaba estudiando Biología, lo cual había sido un error por mi parte dado que soy bastante torpe con las manos. Cuando hacíamos disecciones, cortaba lo que se suponía que debía dejar, y viceversa. Además, no soy buen dibujante. Una tercera parte de nuestro curso consistía en trabajo de laboratorio, y aquello era un desastre para mí. Aparte de esto, tenía puesto el corazón en el ministerio, y anhelaba dedicarle mi tiempo. Durante esa época, a menudo me sentí deprimido y muy desalentado. Más tarde descubrí que había sido un gran privilegio haber pasado por aquellas circunstancias. Era una Universidad budista, con un vicepresidente que también lo era, y yo vivía en casa de unos budistas. Esto, unido a la frustración de estudiar Biología, formaba parte de mi formación para el ministerio. Pero, en aquellos momentos, resultaba difícil soportarlo.

 

Durante esa época desarrollé la disciplina de pasear, a veces varios kilómetros, hasta que sentía que el gozo del Señor regresaba. Había logrado aceptar la situación, dejando que la fe en la soberanía de Dios volviera a penetrar en mi vida. Sólo volvía a casa cuando había sucedido esto. En el camino de vuelta, empezaba a interceder por otros. Pero hasta que había acabado de recuperar el gozo de Dios no había intercesión que valiera.

 

Una de las grandes tragedias que detecto en el ministerio contemporáneo es el número de líderes cristianos furiosos que han perdido su frescura espiritual. Tarde o temprano, la carga de su ira se manifiesta en un ministerio ineficaz y falto de atractivo. Debemos esforzarnos para que nuestra vida esté controlada por el gozo, no por la ira. Las personas airadas no pueden ser amables cuando se las provoca. Cualquier tipo de provocación actúa como un interruptor que libera la ira oculta. Sin embargo, cuando tenemos el gozo del Señor, éste se convierte en nuestra fortaleza (Neh. 8:10). Ningún problema terrenal puede arrebatarnos ese tipo de gozo. Se convierte en lo más importante de la vida, y podemos permanecer firmes gracias a él, incluso en medio de una crisis.

 

Sri Lanka es un país roto por una guerra entre la mayoría Sinhala y la minoría Tamil. También hemos tenido una revolución organizada por un grupo de jóvenes Sinhala, que intentó derrocar al Gobierno. Habrá momentos en los que sentiremos una intensa ira por lo que está pasando, pero esa ira debe coexistir con el gozo del Señor. Esto es algo que comprendí en 1989.

 

Sólo aquel año perdimos a más de 50. 000 personas a consecuencia de la rebelión de los jóvenes Sinhala. No hubo un solo momento en que el río no llevase algún cadáver a orillas de nuestra ciudad. Y todos los muertos eran jóvenes. Conocía a algunos de los fallecidos, y sentía mucha ira.

 

El Gobierno organizó una Comisión para investigar el motivo de la revuelta juvenil. Pidieron a las personas interesadas que apoyasen, con su firma, la Comisión. Sentí que era un buen momento para manifestar mi rabia.

 

Reunimos a nuestro personal y elaboramos lo que resultó ser un documento revolucionario. Lo enviamos a la Comisión. Algunas de las personas que habían hablado en contra del Gobierno ya habían muerto, incluyendo un periodista conocido. Después de enviar aquel documento, me desperté algunas veces por la noche bañado en un sudor frío, pensando que habían venido a buscarme. Sentía que mi responsabilidad cristiana era la de expresar la ira de forma constructiva. Pero pronto me di cuenta de que no estaba gestionando bien mi rabia.

 

En aquella época muchos estaban huyendo del país, sobre todo por amor a sus hijos, dado que las escuelas permanecían cerradas durante mucho tiempo. Mi esposa y yo decidimos que, pasara lo que pasase, no íbamos a marcharnos de Sri Lanka. Pero, ¿eso significaba que  nuestros hijos recibirían una formación deficiente? Llegamos a la conclusión de que, si lográbamos forjar un hogar feliz y tranquilo para nuestros hijos, en última instancia no estarían perdiéndose nada. Pero mis crisis de mal humor no contribuían a este proyecto. Un día mi esposa les dijo a nuestros hijos, de manera que yo pudiera oírla: «Papá está de mal humor. Esperemos que vaya a leer la Biblia».

 

Había dado en el blanco de una verdad teológica muy importante.

 

Sabía que, en ese momento, cuando estábamos inmersos en la ira, el dolor, la muerte y el hedor de los cuerpos que ardían, necesitábamos pasar tiempo en la Palabra. Inmersos, como estábamos, en unas circunstancias temporales pero espantosas, necesitábamos exponernos a la verdad eterna y centrarnos en las cosas inmutables. Entonces recibiríamos fortaleza, y con ella vendría el gozo: el gozo que nos permite salir al mundo y aceptar el dolor de otras personas. Otro de los motivos que adujo George Müller para explicar su vida larga y feliz fue el amor que sentía por las Escrituras, y el poder renovador constante que éstas ejercían sobre todo su ser.

 

VIII. DE DIOS A LAS PERSONAS

Los ministros cristianos son personas que obtienen su fortaleza de Dios. Con este gozo en nuestros corazones, podremos soportar los «golpes» que nos propinen personas furiosas. Si golpeas el vientre de una persona fuerte, apenas lo siente. Si golpeas a una persona endeble, el golpe es como un martillazo.

 

Debemos fortalecernos de esta manera entrenando los músculos espirituales con el gozo del Señor. Esto es crucial si queremos ser agentes de reconciliación en este mundo. Durante un tiempo de conflicto en nuestro ministerio, el Señor me enseñó un principio muy importante: antes de reunirte con las personas, hazlo con Dios. Nuestro ministerio nace, principalmente, del hecho de que Dios nos acepta como personas. Digo a nuestro personal de Juventud para Cristo que los ministros cristianos son aquellos que sacan sus fuerzas de estar con Dios, y luego van al mundo a recibir golpes. Luego regresan, obtienen fuerzas de Dios, y vuelven al mundo a que les vuelvan a vapulear. Ésta es nuestra vida. Obtenemos fuerzas, nos golpean, volvemos a recuperarlas, nos golpean, nos recuperamos...

 

IX. LA MOTIVACIÓN PARA EL MINISTERIO

Hoy día, buena parte de los comentarios sobre la posibilidad de servir se centra en la emoción. Esto puede hacer que personas que se entregan al servicio no esperen el sufrimiento que, inevitablemente, llegará. Debemos atraer a las personas al ministerio hablándoles de esas verdades inmutables, aquellas que nos hicieron involucrarnos en él. Antes que nada tenemos el contenido del propio evangelio, el evangelio de eterna salvación para cuantos lo aceptan, y de eterna condenación para quienes lo rechazan.

 

Estas verdades siguen siendo las mismas cuando hay problemas y cuando las cosas van bien. Cuando los cristianos acudan al ministerio inflamados por la pasión por las personas fundamentada en esas verdades tremendas e inmutables, no renunciarán ni se desilusionarán cuando las cosas se pongan difíciles.

 

Jesús motivó a sus discípulos a realizar sus misiones de diversas maneras y en momentos distintos, incluyendo aspectos diferentes del contenido del evangelio. Por ejemplo, Lucas 24:46-47 dice: «Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día, y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados en todas las naciones». El contenido del propio evangelio siempre forma parte de la Gran Comisión.

 

El gran teólogo escocés James Denney intervino una vez en una conferencia misionera, y casi todo su mensaje hablaba de la propiciación.

 

Quienes le habían invitado estaban preguntándose por qué estaba hablando de algo así en una conferencia misionera. Justo, durante su conclusión, dijo que, si la propiciación es una realidad, debemos ir y predicar el evangelio a todo el mundo. Que sus habitantes vean el horror de una vida sin Dios y la gloria de lo que puede hacer el evangelio para cambiarla.

 

Entonces estarán dispuestos a enfrentarse al precio que supone llevar el evangelio a todo el mundo, en cualquier país. De manera que nos centramos en el gran evangelio, y llamamos a personas que estén dispuestas a morir por él. Los cristianos de países prósperos quizá estén perdiendo su capacidad de vivir en medio de incomodidades, estrés y dificultades, dado que cada vez se enfatiza más la comodidad. Cuando pasan por momentos difíciles, muchos son incapaces de cumplir sus compromisos. Dejan sus lugares de servicio, cambian de iglesia y se olvidan de sus amigos. Algunos, cuando sus matrimonios pasan por problemas, abandonan a su cónyuge. ¿Qué signifi cará esto para la iglesia occidental?

 

¿Es posible que Occidente pronto deje de ser una zona del mundo que envía misioneros? Creo que ya estamos viendo algunos ejemplos vergonzosos.

 

A menudo los alumnos me preguntan: «¿Cómo puedo prepararme para ser misionero?». Por lo general respondo urgiéndoles a apegarse al grupo del que forman parte, y a pasar por el sufrimiento de mantenerse en su puesto sin renunciar. Esto les preparará para enfrentarse a la frustración y al sufrimiento que son un aspecto inevitable del llamamiento misionero.

 

Hoy día hay una cantidad sin precedentes de estudios sobre antropología cultural y contextualización, y doy gracias a Dios por ello. Estos estudios son muy útiles para el ministerio encarnacional. Pero aún lo es más la capacidad de morir, morir por aquellos a quienes somos llamados a servir: nuestras familias, nuestras iglesias y nuestros campos de misión.

 

X. ¿UNA PUERTA AL DESENGAÑO?

A veces, cuando planteo un reto parecido al que he señalado antes, los cristianos sinceros temen que esté animando a las personas a vivir vidas cristianas desequilibradas. Hablan de muchos que «murieron» por el evangelio, y en el proceso dejaron de prestar atención a su salud y a sus familias. Hoy día se sienten muy desilusionados al enfrentarse al «síndrome del quemado» tanto físico como espiritual, a esposas amargadas, a hijos rebeldes y a una sensación de derrota al final de sus ministerios.

 

No cabe duda de que es importante que cuidemos de nuestra salud, dado que el Cristianismo también se preocupa por los aspectos físicos de la vida. Pero creo que la Biblia sí que incluye la posibilidad de pasar por circunstancias en las que sufrimos físicamente debido a nuestro compromiso. Pablo dijo: «Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día» (2 Co. 4:16).

 

Las personas que se renuevan interiormente no acabarán desilusionadas. Está claro que la desilusión no es la voluntad de Dios para sus siervos fieles.

 

XI. CÓMO VIVIR BIEN PARA ACABAR BIEN

Creo que acabaríamos bien nuestros ministerios –y además sin desilusión– si, además de tomar la cruz, siguiéramos las otras pautas básicas del discipulado bíblico.

 

A continuación resumiré las que he mencionado en este capítulo:

• Tener un tiempo con Dios regular y sin prisas, dedicado a la oración y al estudio de la Biblia.

• Conservar el gozo del Señor.

• Tomarse un descanso a la semana.

• Trabajar con el cuerpo, delegando responsabilidades y sin intentar satisfacer todas las necesidades.

• Cumplir, de manera sacrificada, nuestra responsabilidad para con nuestra familia.

• Esperar la gloria venidera que nos capacita para vivir con las frustraciones en este mundo.

 

Si pasas por alto estas normas, no intentes siquiera morir por la causa del evangelio. Debido a esa negligencia, padecerás algunas consecuencias tristes. Si cumples estas normas, y otras derivadas de la obediencia a Cristo, aprovecharás al máximo tus dones y es probable que llegues hasta el límite, pero Dios te ayudará y tu vida será una aventura emocionante.

 

Demostrarás con tu vida que «fiel es el que os llama, el cual también lo hará» (1 Ts. 5:24). Justo después de hacer su llamamiento a tomar la cruz, Jesús dijo: «Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mr. 8:35).

 

Que Dios te bendiga en tu intento de glorificar al Señor Jesucristo. Es posible que dirijas una gran iglesia, o un pequeño grupo de estudio bíblico; puede que seas un anciano o un líder de jóvenes; puedes ser un evangelista invitado a hablar en púlpitos, o puede que trabajes para llevar la luz de Cristo a un entorno laboral hostil; quizá seas director de una agencia misionera importante, o líder de un grupo de comunión universitario. Sea cual fuere el campo de influencia en que Dios te haya puesto, tienes un llamamiento serio y alto. Ojalá lo acabes bien.

 

 

Artículo de Ajith Fernando  publicado en Básicos de Andamio, www.publicacionesandamio.com (sección editorial de los Grupos Bíblicos Universitarios de España (G.B.U.)

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