El alma yo jamás la venderé

Los años sesenta fueron la época en la que surgieron una serie de cantautores cuyo ideal era no tanto cantar al amor romántico y sentimental, sino a la libertad y a la construcción de un mundo nuevo.

04 DE MAYO DE 2011 · 22:00

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Denunciaban las guerras, los convencionalismos sociales y la hipocresía, galvanizando a muchos jóvenes en la búsqueda de algo mejor de lo que hasta entonces se había conocido. Eran los tiempos en los que en Francia estallaba la Revolución del 68, con aquellos eslóganes subversivos de ‘La imaginación al poder’ o ‘Prohibido prohibir’; fue también cuando en Checoslovaquia la gente se echó a la calle en contra de lo establecido en aquella histórica ‘Primavera de Praga’. La consigna era rebelarse contra el ‘estatus quo’ en todas sus vertientes: sociales, políticas e individuales. Uno de esos cantautores en España fue una mujer, Mari Trini(1947-2009), que se dio a conocer con una canción que no había compuesto ella, sino Luis Eduardo Aute y que llevaba por título El alma yo jamás la venderé. Era todo un compendio de los ideales de una generación que no quería sucumbir ante la mediocridad, la comodidad y el pragmatismo pequeño-burgués, sino embarcarse en una aventura en la que la auto-coherencia y la propia independencia fueran la divisa y bandera por encima de todo. El estribillo de la canción sonaba pegadizo y, tras cada estrofa, Mari Trini lo repetía: El alma yo jamás la venderé. No obstante la canción misma admitía la posibilidad de que pudiera suceder lo contrario de lo que el estribillo proclamaba, es decir, que finalmente tuviera que vender su alma. Y de esta manera aparecía la inquietante última estrofa que decía: Y si un día la vendiera, al mismo diablo yo lo hiciera, prefiero condenar mis sueños a que un mortal fuera mi dueño... Con lo cual la canción acababa con una confesión de derrota, si bien matizada por el hecho de que se había escogido a quién venderle el alma: al diablo. Claro que pensándolo bien ni siquiera esa matización podía servir de consuelo, porque al final habría sucedido lo que tan resueltamente no se quería hacer: claudicar. Tal vez esta canción sea la recapitulación de aquella generación, que perseguía elevados fines, pero que a la postre acabó vencida. Aunque en realidad, tal vez no sea solo el resumen de aquella generación, sino también de cualquier otra. Recientemente hemos tenido en España la visita del emir de Qatar, que ha venido con una de sus esposas, por asuntos de Estado, principalmente económicos. Qatar es uno de esos minúsculos Estados del Golfo Pérsico que nadan en oro, gracias al oro negro, y cuya renta per cápita es una de las más elevadas, si no la que más, del mundo. Pero Qatar representa también muchas otras cosas, más allá de la riqueza económica. Representa un modelo de gobierno consistente en la hegemonía de una sola familia, la dinastía al Thāni, cuyos miembros, designados a dedo por el emir, ocupan todos los puestos ministeriales del gobierno, de modo que un clan familiar lo controla todo. De eso se desprende que no hay partidos políticos en el país. La sharia, la ley islámica, rige el derecho civil, ya que como en todo país musulmán lo religioso es lo civil y lo civil lo religioso. Naturalmente en Qatar las ventajas y privilegios que tiene un varón no los tiene una mujer. Y por supuesto en Qatar hay una sola religión: el islam. Es decir, Qatar y su emir serían la quintaesencia de lo que es una dictadura, el epítome de lo que es una teocracia, el exponente de lo que es el machismo, el prototipo de lo que significa una oligarquía, el modelo de lo que es el nepotismo y el resumen de lo que es la intolerancia. Todo lo contrario de lo que España proclama ser. Pero como el emir de Qatar es inmensamente rico y España está metida en dificultades económicas muy graves, eso explica cómo una democracia que presume de libertad, de igualdad, de pluralidad, de separación de poderes, de tolerancia, de conquistas y avances sociales nunca vistos, tiene que pasar por la humillación de tener que pedir, a quien es la negación de todo eso, ayuda para salir a flote. Y así el emir ha sido recibido y agasajado por nuestras autoridades con gran aparato mediático. De este modo es como llegamos a la conclusión de que la canción de Mari Trini se cumple en un sentido más allá de lo que ella nunca hubiera imaginado. Personas que en su día prometieron no claudicar y llevar adelante, contra viento y marea, sus ideales, terminan por negar con sus hechos lo que un día anunciaron de palabra. Hasta el punto de vender su alma… aunque no sea más que al diablo. Solamente ha habido uno, y nada más que uno, que se ha mantenido íntegro sin vender su alma a nadie, tampoco al diablo, quien en determinado momento le dijo: ‘Todo esto te daré, si postrado me adorares’[1].La oferta era tentadora y la condición parecía sencilla, como ocurre cada vez que a alguien se le presenta la opción de recibir algo a cambio de su alma. Pero aquí fue distinto, porque el tentado derrotó la tentación y al tentador, manteniendo incólume su alma. Verdaderamente él es el único digno de ocupar el más alto puesto de dignidad y honor; de recibir el poder y la gloria. De ahí que solo él tenga la categoría para fundar un reino que no se ha conseguido a base de mercadear con el alma.

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