En España, mejor negro que protestante

En la España de inicios del siglo XXI, el protestante puede ser tolerado sólo si acepta el papel sumiso –y agradecido– de “hermano separado”.

12 DE NOVIEMBRE DE 2013 · 23:00

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El otro día Pedro Tarquis tuvo la gentileza de entrevistarme con ocasión de la próxima publicación de mi libro No vine para quedarme: Memorias de un disidente. En el curso de la conversación apareció un tema que me parece oportuno señalar con más detenimiento desde este lugar. Por esta semana, voy a dejar la economía del Reino reposar y me voy a centrar en la cuestión. Cuenta Malcolm X en sus Memorias que cuando estaba a punto de concluir la escuela primaria el profesor le preguntó qué deseaba ser. El pequeño Malcolm le respondió que deseaba estudiar una carrera universitaria, pero, en seguida, el maestro le dijo que se olvidara del tema. Dado que parecía tener muy buenas manos, lo mejor que podía hacer era ser carpintero. No era mal hombre aquel docente, según Malcolm, pero la simple idea de que un negro, por muy rojizo que pudiera tener el pelo, alcanzara un título y llegara a la altura de un blanco le resultaba imposible de asumir. Al negro se le podía apreciar e incluso respetar, pero nunca, bajo ningún concepto, podía pasar de una cierta situación. Así de sencillo. En mi libro No vine para quedarme: Memorias de un disidente, publicado el pasado 7 de noviembre, creo haber señalado varios ejemplos de cómo, con todos los matices que se desee, no es muy diferente la situación de los protestantes en España. Puede que le aprecien, le respeten e incluso le den palmaditas en la espalda, pero, chico (o chica), bajo ningún concepto se le ocurra cruzar la raya que un protestante nunca debe pasar o aténgase a las consecuencias. Un protestante puede ser funcionario, pero no llegará jamás a director general. Un protestante puede ser juez, pero no será designado nunca como miembro del Consejo general del poder judicial o del tribunal constitucional. Un protestante puede conseguir su inclusión en las listas de algunas elecciones, pero jamás será alcalde – hubo un solo caso durante la Transición y antes de que las maquinarias de los partidos funcionaran – ni, por supuesto, ministro. Un protestante puede ser profesor universitario – cada vez más difícil – pero no llegará jamás a jefe de departamento. Un protestante puede escribir en un periódico, pero nunca será nombrado director. Un protestante puede ser un magnífico profesional, pero jamás se permitirá que entre en la Academia correspondiente de su disciplina. Podría multiplicar todos estos ejemplos, y señalar que, incluso en los puestos tolerados a regañadientes, ya puede irse haciendo a la idea de que tendrá que atenerse a las consecuencias. Con frecuencia he escuchado las quejas de los que decían que algunos de los protestantes que han logrado alcanzar ciertos puestos no se identifican públicamente como tales. No ha sido ésa nunca mi conducta ni la comparto lo más mínimo, pero no seré yo quien arroje contra ellos la primera piedra. Saben los riesgos que corren, tienen que mantener una familia y son conscientes de que tendrían que atenerse a las consecuencias. Las razones para semejante situación son diversas, pero, como no podía ser menos, hunden sus raíces en una Historia de intolerancia y castas privilegiadas creada y modelada durante siglos por la iglesia católica y mantenida durante el Régimen de la Transición. Creada y modelada no de manera sutil o persuasiva. Para imponerse, la citada institución no dudó jamás en recurrir a la hoguera o a la horca, a la confiscación de bienes o a la destrucción de reputaciones, todo ello además en la convicción de que, al realizar la obra de Dios, cualquier medio quedaba legitimado por vil que fuera. A día de hoy, los protestantes en España pueden llegar hasta ciertos lugares que les han sido vedados durante siglos, pero, bajo ningún concepto, más allá. De hecho, basta contemplar el panorama académico, político o mediático para percatarse de que minorías más reciente y mucho más diminutas han conseguido incrustarse donde la presencia de un solo protestante constituiría un escándalo aunque sus méritos fueran, objetivamente hablando, mucho mayores. Si un protestante pasa la raya chocará con la oposición de una izquierda sectaria que no está dispuesta a dejar respirar a alguien que defiende la vida o la familia; pero es más que posible que encuentre una oposición no menos encarnizada procedente de no pocos católicos. Yo mismo he sido testigo de la manera, verdaderamente fanática e irritada, con que esos católicos observan el éxito, por limitado que sea, de un protestante. Bien pensado quizá tenga cierta lógica. ¿Acaso no nos parece bastante para conformarnos el que no nos detengan, no nos torturen y no nos quemen como ha sucedido en España durante siglos? ¿Encima queremos más? ¿Es que no sabemos quedarnos en nuestro sitio? ¿Cree alguien que exagero? Obsérvese la manera en que ciertos foros católicos se utiliza la palabra “protestante” y sustitúyase en esos mismos comentarios ese término por el de “judío”. Nos encontraremos entonces con textos que habría suscrito entusiasmado el mismísimo Goebbels. Ha pretendido ser igual… pues que se atenga a las consecuencias. No cabe engañarse. En la España de inicios del siglo XXI, el protestante puede ser tolerado si acepta el papel sumiso – y agradecido – de “hermano separado”, pero si, en algún momento, tiene la ocurrencia, por ejemplo, de señalar lo que señalaron Alfonso de Valdés y Leopoldo Alas Clarín, Benito Pérez Galdós y Miguel de Unamuno, Cervantes y Mateo Alemán, Arturo Barea y más recientemente Arturo Pérez-Reverte, es decir, la pésima manera en que la iglesia católica ha influido en nuestra Historia patria, las fuerzas del infierno se desatarán sobre él. Todo eso sin entrar incluso en cuestiones teológicas. Deberá callar sobre la manera en que la iglesia católica creó los nacionalismos que amenazan con acabar con el orden constitucional, sobre cómo ha defendido desde su creación a la banda terrorista ETA o sobre cómo disfruta de privilegios escandalosos en una nación democrática que se precie de serlo. No recibirá más compasión si señala la desvergüenza ética de la izquierda o la verdadera naturaleza de los nacionalismos. A otros se les podría consentir con muchos límites – no son los españoles, educados durante siglos en el catolicismo, un pueblo dispuesto a escuchar a los demás –pero no será el caso de un protestante. Si osa romper el silencio que se atenga a las consecuencias. Como aquel negro del Deep South en los años cincuenta del siglo pasado, del que se esperaba que fuera carpintero si tenía buenas manos, pero no que fuera más allá, el protestante que llegue a ciertos lugares en España se enterará del coste. Podría citar docenas de ejemplos a cual más siniestro. Yo mismo he sido testigo de lo que significa entrevistar a un evangélico en algún medio de comunicación por razones que son no confesionales sino de interés general. Cuando eso sucede, las miradas rezumantes de resquemor, los comentarios negativos, los bisbiseos indignados, las preguntas punto menos que coléricas se suman en agrio y repugnante remolino porque cualquiera debería saber que los negros sólo pueden aspirar a ser carpinteros y que los evangélicos –salvo algún representante oficial que es la viva imagen de los animales, perdón, protestantes, domesticados- no pueden aparecer en un medio. No sucede sólo en medios católicos o de la derecha. También en los estatales, en los de la izquierda y en aquellos donde puede dirigir un programa de éxito e incluso formar parte del consejo de administración. ¡Habrase visto atrevimiento! Atrévete a pasar la raya y los emails, los sms y las cartas lloverán como un diluvio de sucia y enconada intolerancia sobre la dirección que, como mínimo, se sentirá inquieta. Has puesto el pie donde no deberías y, por lo tanto, atente a las consecuencias. Se me dirá que ciertos individuos son incómodos – es cierto, lo son – pero que no sucede con las entidades. Incluso algunos defenderán la tesis de que mejor nos iría si algún protestante se callara de una vez por todas. ¡Ja! Yo he sido testigo en multitud de ocasiones de la bochornosa discriminación, cuando no abierto desprecio, a que sometían las más variadas instituciones a las entidades protestantes. Son muchos, muchísimos los que pueden decir cómo, aunque fueran con el respaldo de la FEREDE o del consejo regional de turno, no han conseguido ser recibidos por las autoridades, atendidos mínimamente o considerados dentro de los límites de la cortesía debida a cualquier ciudadano. Una ciudad española puede paralizarse para las celebraciones del día del orgullo gay o para una visita papal, pero lograr un permiso para que un predicador reconocido internacionalmente pueda dictar una conferencia se convierte casi en misión imposible, misión que sólo llega a buen término cuando el político de turno teme que quizá algún protestante con peso en los medios de comunicación lo pueda utilizar en su contra. Por supuesto, incluso si se consigue esa autorización oficial, ningún medio querrá dedicar un segundo o una línea a lo que ha sucedido. Por lo que se refiere a las concesiones, obligadas en España para televisión o radio, pierdan toda esperanza los protestantes de contar con una sola aunque también en la más que legítima aspiración aparezcan la FEREDE o los consejos evangélicos. Si hoy en día hay una televisión evangélica - ¡una! – en toda España es sólo porque, de manera providencial, un holding de medios se vio obligado a venderla, un evangélico estaba en el consejo de administración y éste se veía forzado a contar con liquidez. Esa misma cadena, a pesar de su relevancia internacional, a pesar de la intervención de una importante embajada extranjera, nunca consiguió alcanzar esa meta con anterioridad. No es casual. Es que no se trata sólo de individuos, pues, sino de una discriminación injusta, indigna e inmoral que afecta también a las entidades y que, salvo excepciones muy dignas, no ha desaparecido en todos estos años. Dígase algo al respecto y aténgase el que ha abierto la boca a las consecuencias. Con semejante panorama que yo mismo he contemplado, vez, tras vez, tras vez, tras vez, cabe preguntarse por qué los protestantes españoles no han reaccionado durante décadas ante lo que constituye una injusticia sistemática. Hay varias razones. La primeraes que muchos no llegan a una situación tan relevante socialmente como para percatarse de esta innegable realidad. Si sus compañeros del banco, del instituto o del hospital no lo miran bien, el protestante medio lo atribuye a cualquier cosa menos a la intolerancia generalizada. Demasiado que sea profesor, jefe de planta o redactor después de lo que ha sido la Historia del protestantismo en España. En cuanto a los medios o la administración, simplemente piensan que así es España. Efectivamente, así es. La segunda razónes que, la verdad sea dicha, a pesar de todo, en términos comparativos, hemos avanzado mucho en las tres últimas décadas. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, quemaban a los protestantes. Todavía en el siglo XIX, el último ajusticiado por la Inquisición fue Cayetano Ripoll, un protestante y, por supuesto, la iglesia católica –cuyos papas se declaraban vez tras vez enemigos de libertades elementales como la de expresión o la religiosa– no dejó de presionar sobre los gobiernos para que no pudiera haber un átomo de tolerancia para cualquier disidente religioso. Obispos, sacerdotes y fieles, siempre con el respaldo de la Santa Sede, aplastaron la labor de los liberales de Cádiz; hicieron la vida imposible a los revolucionarios de 1868; levantaron partidas carlistas con las que ensangrentar la piel de toro en pro de una visión teocrática; lograron que el sistema canovista sólo permitiera la libertad de culto dentro de las casas, pero jamás fuera de ellas, una verdadera vergüenza en la Europa de la época; machacaron a todos los dirigentes liberales que pretendieron hasta avanzado el siglo XX que los protestantes españoles pudieran, al menos, respirar y, por supuesto, decidieron que la república era una amenaza antes de que, efectivamente, acabara siendo un caos que terminó en un enfrentamiento fratricida. En 1953, esa misma iglesia, gran vencedora de la guerra civil, se convirtió jurídicamente en un estado dentro del estado que disponía hasta lo que tenía que hacer el dictador… por supuesto, hasta que el dictador ya no le fue útil y comenzó a proporcionar abrigo en las parroquias a gente que iba de los terroristas de ETA a los sindicalistas de CCOO o a los Kumbayás de los que procede el actual nacionalismo catalán. Durante la Transición, supieron – la experiencia era de siglos - presionar a gobiernos asustados para que se pergeñaran unos acuerdos con el estado que determinaron el articulado constitucional antes de su discusión en congreso y que son, en no escasa medida, inconstitucionales. Que nos dejaran respirar un poco – no sorprende – a algunos de nosotros simplemente les pareció el cielo en la tierra. No se les puede reprochar, pero tampoco se puede caer en la equivocación de asumir ese mismo punto de vista. Finalmente– llevo diciéndolo décadas – el que el protestantismo español aceptara la firma de un acuerdo articulado en torno a la FEREDE constituyó un error terrible de dimensiones descomunales. No niego la buena de fe de algunos –de otros sé que nunca la tuvieron– al optar por ese camino, pero ese paso consagró la existencia de una confesionalidad encubierta de un Estado que permite exenciones fiscales de la iglesia católica por encima del 1 por ciento del producto interior bruto; que tolera desde ZP que un 0,7 por ciento de la declaración del IRPF vaya a la iglesia católica marcando la casilla y que, incluso si se señala la otra casilla, una buena parte del dinero del contribuyente acabe también en entidades católicas porque se las considera de “interés social”. Añádase a todo esto que –gobierne la derecha o gobierne la izquierda– el estado ha dado siempre dinero del contribuyente por millones a entidades relacionadas con la iglesia católica y que, desde 1996, soporta una Ley Hipotecaria que autoriza que cualquier obispo pueda certificar que un bien inmueble es de la iglesia católica e inmatricularlo a su nombre. Así, por ejemplo, en 2006, la mezquita de Córdoba, patrimonio nacional que pagamos entre todos, fue inscrita a nombre de la diócesis de Córdoba. Una más, por otra parte, entre varios millares de propiedades que desde 2003 la iglesia católica ha inmatriculado a su nombre de manera más que discutible y ciertamente inconstitucional. Dígase algo al respecto y te dirán que también las otras confesiones tienen pactos con el estado – su contenido, obviamente, es lo de menos – dígase algo siendo protestante y aténgase a las consecuencias. Para ser honrados, soy el primero en reconocer que esta situación no sólo la sufren los protestantes sino también ese otro enemigo histórico que durante siglos ha perseguido la iglesia católica con verdadera saña. Me refiero, como habrá podido adivinar el amable lector, a los judíos. Los que yo conozco en España tienen más que asumido que cuanto menos se les vea, mejor. No creen una sola palabra de la supuesta tolerancia católica y saben que, lamentablemente, la izquierda española abriga en su seno enormes zonas de antisemitismo. Por su propio pie, procuran dar un perfil bajo, se dediquen a lo que se dediquen. Como alguno me ha llegado a decir: “en Argentina, yo iba con kippah por la calle. En España, no se me ocurriría ni loco”. No pude rebatirle. Si un judío –como un protestante– llega a ser muy visto en la realidad española actual que se atenga a las consecuencias. Por supuesto, me consta que hay excepciones. Conozco católicos que sienten vergüenza ante estas situaciones y que no terminan de comprender cómo puede estar en su misma iglesia gente que, desde sus páginas webs, organizan el boicot contra los libros de los que no comulgan como ellos o no pierden ocasión de agredir a todos los que se atreven a señalar alguno de los muchísimos e injustos privilegios de que disfruta la iglesia católica en España. También están los que aprecian a un judío o a un protestante de corazón y deploran sinceramente la manera en que su iglesia se ha comportado históricamente con ambos. Incluso no faltan los católicos que han llegado a defender a protestantes a los que desean eliminar de la vida pública simplemente porque les parece que esa conducta sería inmoral e injusta y porque creen que hay que considerar a las personas no por la confesión a la que pertenecen sino por su valía como ser humano. A todos ellos les estoy agradecido porque sé que sufren un profundo bochorno viendo a muchos de sus correligionarios tan fanáticos como siempre; a los obispos catalanes apoyando la independencia o al clero vasco logrando de Benedicto XVI una declaración pública en favor del mal llamado “proceso de paz”. Su solidaridad se agradece –yo, personalmente, muchísimo- pero no cambia, por desgracia, la situación general salvo en casos muy puntuales y si la expresaran de manera que se oyera también tendrían que atenerse a las consecuencias. A pesar de que no es agradable reconocerlo y de que es muy políticamente incorrecto decirlo, en la España actual, tras varias décadas de régimen democrático, es mucho mejor en términos de aceptación y presencia sociales ser negro, gay e incluso inmigrante que protestante. Que alguien saque los pies del plato, que cruce la raya y que se atenga a las consecuencias. Pues bien, lo que no ha funcionado hasta ahora para cambiar esa situación es obvio. Precisamente por eso, no lo es menos que constituye tarea ineludible e inaplazable de la presente generación acabar con ese estado de cosas y avanzar para que esta nación –quede lo que quede de ella– por primera vez en su Historia consiga llegar a ser una nación de ciudadanos libres e iguales donde un protestante o un judío no tengan que seguir soportando la intolerancia no pocas veces violenta de los fanáticos ni tenga que mendigar la realización práctica de unos derechos que se le reconocen con facilidad a cualquiera. O eso o tendremos, nosotros y nuestros hijos, que atenernos a las aciagas consecuencias.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - La voz - En España, mejor negro que protestante