Comparte una Coca-Cola con el demonio

A mí lo que me toca la moral es que, precisamente, me trasteen las emociones para venderme un producto.

24 DE NOVIEMBRE DE 2013 · 23:00

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Marcos de Quinto, uno de gurúes del marketing nacional, director de Coca-Cola Iberia (un alto ejecutivo de esos bien trajeados, bien peinados y de reloj de lujo en la muñeca), decía hace pocas semanas: “Las emociones son más fuertes que las razones, el marketing emocional ha ganado la batalla”. Hablaba (discutía) sobre si la campaña de su empresa de ponerle nombres a las latas había sido un éxito o un fracaso. Por un lado, todo el mundo está hablando de ello. Todo el mundo saca la foto de su lata, cuando la encuentra, y la cuelga en todas sus redes sociales con orgullo y satisfacción, lo cual está generando una presencia y una publicidad gratuitas a la empresa como ninguna otra campaña de su historia. Por otro lado, sin embargo, reconoció que se les había generado “un determinado conflicto”: que mucha gente en los supermercados abre los paquetes que no se deben abrir en busca de la lata de su nombre, inutilizando dichos paquetes para su venta, con lo quisquillosos que aseguran los encargados de los supermercados que se ponen los de Coca-Cola con que su producto esté bien colocado y bien bonito todo el tiempo. De esto llevan semanas dando fe las cajeras (y los cajeros, pero sobre todo las cajeras) del Mercadona de mi barrio. Lo digo porque es mi referencia más cercana. Es lógico, hasta cierto punto; la gente no está dispuesta a gastarse el dinero gratis comprando paquetes de latas cual sobres de cromos coleccionables esperando que les toque el suyo con un poco de suerte. Pero sobre todo ocurre porque nadie que pueda quiere quedarse sin su lata. En caso de que la encuentren. Cuentan por ahí que un chaval llamado Kevin, al no encontrar su nombre, se dedicó a ir con un cutter rajando latas por los supermercados. Las emociones son más fuertes que las razones, y más cuando se trata de nuestro ego. ¿Qué ganamos teniendo una lata de Coca-Cola con nuestro nombre acumulando polvo en una estantería? ¿Seremos más felices, más altos, más delgados? Obviamente, dicen los defensores, son esos “pequeños detalles que te hacen la vida cotidiana más agradable”. Pero creo que dicen mal: son esos pequeños detalles que pueden llegar a desquiciarte hasta hacerte olvidar de qué iba tu vida en realidad. Hay gente, vista en Facebook (cristianos de esos de pro y de versículo diario en su muro, oigan), que confiesan que no han descansado hasta dar con su lata. Que han ido todos los días de ruta por los supermercados y han reventado paquetes hasta la extenuación hasta dar con su lata. Y luego le han hecho una foto y la han colgado en Facebook. Hasta donde yo sé, a eso no se le puede llamar “disfrutar de los pequeños detalles de la vida”. Por supuesto, los trolls asiduos a este medio y demás suspicaces lectores podrán pensar que mi escepticismo se debe a que jamás de los jamases aparecerá una lata de esas con mi nombre en un supermercado. Pueden pensarlo legítimamente, y quizá incluso hasta tengan razón. Mi marido se trajo dos con su nombre el otro día, y es que ni él pudo resistirse. Es divertido, es gracioso, y lo hace todo el mundo. Como dice Marcos de Quinto, la emociones son más fuertes que las razones. A mí lo que me toca la moral es que, precisamente, me trasteen las emociones para venderme un producto. Puede ser todo lo legítimo que quieran, pero no por eso me parecerá bien. Obviamente, es imposible desprender las emociones de cualquier intento publicitario de nuestra sociedad actual. Es una tontería pedirle a Coca-Cola Iberia que no manipule nuestros egos para fidelizarnos a su marca. Porque eso es, señores. El fin de esta campaña (no lo digo yo, lo dicen los expertos) no es vender más Coca-Cola, sino fidelizar a los consumidores. Creo que ya dijimos alguna vez en esta sección que las estadísticas advierten que los productos que más publicidad necesitan son los menos necesarios para la supervivencia (compruébese esto, ahora que empieza la campaña navideña, con los anuncios de perfume). Si no estuvieran todo el día poniéndonoslo delante de los ojos, no sabríamos que existía. ¿Pero acaso tienen que convencernos a estas alturas para que compremos Coca-Cola? No hay sitio en el mundo donde no se conozca. Los dos únicos países donde está prohibida su venta, Cuba y Corea del Norte, tampoco han podido evitar crear su propia imitación de la bebida, por supuesto 100% libre del imperialismo yanki. Aunque, también es cierto, cuentan las malas lenguas que en Corea del Norte existen latas de Coca-Cola oficial que se esconden al público y se venden de extraperlo a precios desorbitados. Y eso, también, que existe por ahí una fotografía de la revista Life de aquellos buenos tiempos en los que a Fidel Castro no le importaba beberse en público una bebida del enemigo. ¿Por qué cuento todo esto? No es nada nuevo que la publicidad, en el fondo (y no tan en el fondo) es engañosa. No debería sorprendernos que los de Coca-Cola hayan apelado a nuestra identidad, a nuestro ego, para que les compremos sus latas como si fueran algo especial. Pero es preocupante la cantidad de millones de euros, de gente y de esfuerzo que se está moviendo, simplemente, para vender algo que no es más que un capricho a la hora del almuerzo. Yo, lo admito, la consumo a menudo. Pero justo cuando crees que te has librado del influjo mercantilista y que has puesto tu ser a salvo de la maquinaria consumista, tú a solas con tu lata y tu pizza un sábado por la tarde en casa, entonces llega el otro frente que te pone sobre aviso de que no, de que la Coca-Cola sigue siendo algo diabólico. Que no hay que despistarse. En uno de mis blogs bíblico-conspiranoicos favoritos advierten no solo de que la Coca-Cola es mala para la salud, sino que aseguran que es una conspiración de la Casa Blanca para controlar el mundo por medio de la adicción a la cafeína y a las hojas de coca con las que (aseguran) se realiza la bebida. Por supuesto, Satanás está detrás de ello. Es más, si uno se fija bien (ellos te lo explican), entre los lazos de la imagen de la marca se encuentra fácilmente el 666 de la bestia del Apocalipsis. No me miréis así, lo dicen ellos. También aseguran que Pepsi utiliza fetos humanos para fabricar su bebida y que Disney coloca mensajes satánicos subliminales en sus dibujos para maldecir a nuestros hijos. En fin. El demonio se nos presenta de muchas formas: nos anima a que vayamos con un cutter al súper a reventar latas de Coca-Cola que no alimenten nuestro ego o nos invita a entrar y a leer con cierta expectación artículos en blogs perdidos que nos hacen temer de todo y de todos, incluida nuestra propia salvación eterna. Es lo que tiene, no hay más. La cuestión es que seamos fervientes buscadores de códigos secretos en la Biblia o simples sedientos y ligeramente adictos a la cafeína, siempre vamos a encontrar algo que nos condene y nos haga sentir muy culpables, o por maltratar nuestras mentes o por maltratar nuestros cuerpos. Y en eso es en lo que deberíamos pensar la próxima vez que vayamos al supermercado.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - Comparte una Coca-Cola con el demonio