De pastores y ovejuelas

A nosotros se nos han perdido demasiados jóvenes, y aún siguen perdiéndose…

14 DE SEPTIEMBRE DE 2013 · 22:00

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En ocasiones, la educación de los hijos en las familias cristianas se convierte en una tarea especialmente ardua. Muchas veces se suman a la inseguridad o impericia paterna, el entorno de los hijos según el medio en que se mueven o desean hacerlo, y la terrible franja de edad que conocemos como adolescencia, y que dura una infinidad de años. En esos momentos, los padres sinceros y honestos se dan cuenta de que necesitan ayuda. Cuando los hijos se desvían por caminos que no auguran nada bueno, cuando se niegan a seguir asistiendo a la iglesia, cuando se resisten a las indicaciones sabias que aporta la familia y que demandan un cambio de actitud o comportamiento, los padres y las madres acuden a los pastores de la iglesia, para solicitar auxilio. Si no fuera porque se ha repetido ya en demasiadas ocasiones lo que a continuación describiré, no me tomaría la molestia de abordar el tema. En todo caso, tomadme estas palabras como reflexión en voz alta, por si pueden ser de utilidad. Vuelvo a la cuestión. Las familias, sabiendo que si sus hijos no se entregan al Señor están perdidos y condenados eternamente, viendo que se alejan de todo lo que huele a iglesia, observando las nuevas amistades y las dinámicas en las que entran, piensan en posibles soluciones. Algunas ideas que se les ocurren van en la línea de que la iglesia podría jugar un papel mucho más importante en la vida cotidiana de los adolescentessi se acercara con sabiduría a ellos, si se les dedicaran más horas, si no hubiera dos o tres meses de vacaciones de las actividades en verano, si los horarios de estas actividades cubrieran los horarios clásicos de las tentaciones más frecuentes a su edad… Al abrir el corazón desesperado a los pastores, la respuesta que muchas veces se ha obtenido es la siguiente: “La iglesia no es una guardería”. Perdón, ¿cómo dice? En la adolescencia, la voz de los padres, incluso la de los padres cristianos, es la que menos escuchan los hijos. Buscan a sus iguales, y muchas veces se dejan influenciar y transitan caminos peligrosos, quizá precisamente por la educación que han recibido basada en principios y que les ha marcado límites. Que la voz externa a la familia que se necesita en esos momentos sea una voz cristiana, desde la iglesia, ¿no os parece una magnífica idea? Es verdad que el esfuerzo que requiere la atención de esta edad tan difícil y complicada podría decirse que es casi sobrehumano. Pero yo añadiría: sin embargo es necesario, imprescindible. Es más, si pensamos la iglesia con visión de continuidad del testimonio del pueblo de Dios y de futuro, cae por su propio peso que de quienes nos hemos de ocupar en primer lugar es de los niños y de los jóvenes. Y aún hay otra razón que imprime urgencia: ellos no miden el tiempo igual que los adultos. Voy a poner un ejemplo: si en una iglesia los grupos o células de hogar tardan seis meses en ponerse en marcha, es posible que no ocurra nada irreparable. Seis meses para un joven, por el contrario, ¡es toda una vida! Lo mismo ocurre con tres meses o con uno solo… Y si las ovejas se nos han desperdigado, lo que hayan recibido en ese tiempo de alimento y cuidado, como son más tiernas y maleables, puede dejar en ellas una huella o una herida, incluso cicatrices, difíciles de obviar. Soy consciente de que quizá estoy hablando de una manera un tanto radical, casi en blanco y negro, y según unos datos sesgados. Pero es que en mi Biblia no encuentro la cita que dice “la iglesia no es una guardería”, sino más bien encuentro citas que dicen todo lo contrario. ¿Recordáis la oración de Jesús en el evangelio de Juan capítulo 17? Dirigiéndose al Padre y refiriéndose a sus discípulos, dice:“Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste yo los guardé, y ninguno se perdió…” (v.12). A nosotros se nos han perdido demasiados jóvenes, y aún siguen perdiéndose… y ninguno de ellos ostenta el título de ‘hijo de perdición’. El mismo Señor se preocupaba activamente de guardar y de cuidar amorosamente a los suyos, a sus ovejas, porque Él era el buen pastor, el que da su vida por las ovejas. Los otros pastores, los que deben seguir su ejemplo como Príncipe de pastores que les es, jamás pueden decir que la iglesia no es una guardería. La iglesia está encargada, junto con la familia, de dar cobertura y protección espiritual, muy especialmente en los momentos en que el Enemigo zarandea a nuestros pequeños, les confunde y les tienta. Y toda esta tarea espiritual, aparte de oración intercesora, incluye la toma de conciencia, el clamar por sabiduría y ponerse manos a la obra sin dilación. Aquellas otras palabras de Jesús referentes a piedras de molino atadas al cuello y arrojarse al mar son también pertinentes(Mc 9:42). Porque hay pequeños que han dado testimonio de creer en el Señor y se les hace tropezar, y esto es imperdonable, según esta advertencia. Voy a añadir aquí una consideración más respecto a lo de devolver la pelota al campo de la familia cuando vemos que los chavales son más complicados de lo que nos gustaría: ¿qué pastor digno de llamarse así dejaría, impasible y sin pestañear, que se perdiera un adolescente sólo porque no tiene una familia creyente que le atienda? ¿Quiénes deben ocuparse, pues, de los más pequeños? Todos, con delicadeza y conocimiento de lo que se hace. Los pastores buscando quiénes, de los más apasionados por Jesús, de los más fieles, pueden encargarse de la parte importante de la tarea, e instándoles a que se preparen para hacerlo de la mejor manera posible. Pongamos que en nuestra iglesia no encontramos los recursos para atender a los nuestros: ¡el pueblo del Señor es grande y rico, y bastará con buscar entre nuestros hermanos cercanos quién lleva a cabo ya este trabajo! Porque, recordemos: no podemos permitirnos perder tiempo con ellos. Además de las familias, hay muchos que saben que la iglesia sí debe ser una guardería, para todos (además de muchas otras cosas). Y sin títulos ni cargos oficiales, o con ellos, se ocupan de nuestros pequeños, de nuestros hijos despistados, en la iglesia y fuera de la iglesia, en su casa y andando por el camino, y en ocasiones mucho más allá de sus fuerzas. ¡A todos ellos un millón de gracias, de todo corazón![i]

[i] Párrafo dedicado con mucho cariño y gratitud a Karmele, de Durango, y a todos los que, como ella, nos echan una mano –o dos- de manera desinteresada y perseverante, en el País Vasco y aquí, más cerca, en Barcelona.

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