Marx, cristianismo de Cristo y sistema capitalista

La teología de la liberación pregunta: ¿es compatible el cristianismo de Cristo con el sistema capitalista? La revolución religiosa de Jesús, ¿no debería insertarse en una revolución global?

20 DE JULIO DE 2013 · 22:00

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Decíamos la pasada semana que cuando se vive entre la miseria se comprende mejor a los partidarios de la teología de la liberación. Mientras que desde la comodidad y el bienestar distante de los países ricos es mucho más difícil entender las motivaciones reales de los liberacionistas. Marx y Engels denunciaron en su Manifiesto que la burguesía había “ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, [...] en las aguas heladas del cálculo egoísta” (1997:24). Es una realidad que cuando el interés materialista crece, disminuye irremediablemente la fe cristiana genuina. Este ha sido por desgracia el eterno error de la Iglesia oficial que ha estado marcada, desde la época de Constantino, por una vergonzosa alianza con el poder, por un matrimonio con la clase dominante. Con en tiempo, los pensadores que se autodenominaban cristianos se alimentaron preferentemente de la cultura burguesa dominante y dieron a la Iglesia un carácter antirrevolucionarioque provocó, lógicamente, el anticristianismo y el ateísmo de los grandes movimientos revolucionarios como el marxismo. El espíritu evangelizador hizo que los pueblos dominantes exportaran e impusieran sus ideas capitalistas, de modo que el colonialismo religioso fue (y en algunos casos continúa siendo) un elemento del colonialismo puro y simple. De modo que la unión entre colonización y evangelización se prolongó convirtiéndose en un importante factor de dependencia global. Frente a todo esto la teología de la liberación se pregunta: ¿es compatible el cristianismo de Cristo con el sistema capitalista?La revolución religiosa lanzada por Jesús de Nazaret, ¿no debería también hoy insertarse en una revolución global? ¿no existe acaso una connaturalidad profunda entre el proyecto cristiano y el de una sociedad sin clases? ¿no es conveniente, por tanto, realizar una crítica de ese cristianismo aliado con las ideologías dominantes? Las posibles respuestas que se ofrecen apuntan siempre a la convicción de que todo aquello que se opone a la liberación del hombre, no puede ser cristiano ni puede venir del Dios liberador. El sociólogo y teólogo liberacionista Hugo Assmann se refiere a la perversión original del capital con estas palabras: “Fue en los templos donde comenzaron a acuñarse las monedas, ligadasal culto sacrificial. Además de adquirir así una estructura sacral, el dinero adquirió una estructura libidinal y una connotación patriarcal. [...] Jesús de Nazaret exigió una prueba pública de que la efigie, en la moneda del tributo, era la del despreciableacuñador de monedas en Roma. Puesto que no tenía valor de vida, que la devolviesen. Porque Dios “acuña” vidas y es pura vida lo que él desea (Mt. 22:19; Mc. 12:14; Lc. 20:24). Y en el templo arrojó con decisión al suelo las monedas de los cambistas (Jn. 2:15).” (Assmann, H., 1993, Economía y teología, en Conceptos fundamentales delcristianismo, Trotta, Madrid, p. 365). El Maestro denunció las relaciones de dominación establecidas en nombre de la religión por parte de los poderosos de su época y esta denuncia contribuyó también para llevarle a la muerte. De ahí que, según los teólogos de la liberación, los cristianos no tengan que luchar sólo contra el pecado y las fuerzas del mal sino también contra la miseria y la explotación. El creyente debería comprometerse no únicamente con el problema de la salvación sino también con el de la libertad. La fe y la esperanza en el destino común del más allá no tendría que distraer de las divisiones y discriminaciones que existen en el más acá. La revelación no debe velar a los hombres el sentido de la historia; el Evangelio no puede alejarles de lo esencial sino abrirles de par en par los ojos a la realidad. El Dios de la Biblia no se desinteresa del hambre, del analfabetismo ni de la tortura o los genocidios para preocuparse exclusivamente de la regularidad con que se asiste al culto, de la pureza legal o de la sana doctrina. Esa clase de Dios no existe. Quizá fuese por culpa de los mismos cristianos que creían en ese Dios inexistente y que sostenían una “fe sin esperanza”, por lo que Marx y la mayoría de sus seguidores empezaron a tener una “esperanza sin fe”. La creencia en un “Dios sin futuro” originó en aquellos que sólo deseaban una sociedad mejor, la fe atea en un “futuro sin Dios”. Pero lo cierto es que el Dios que se manifiesta en Jesucristo, el que de verdad existe, es aquel que conoce de cerca el sufrimiento; el que experimenta en carne propia la injusticia; aquél que ha pasado por la muerte ignominiosa de la cruz para llevar la salvación al ser humano. El cristianismo no es sólo un mensaje de resignación y de consolación sino también de amor, de esperanza y de libertad. Por tanto, a la Iglesia le queda todavía mucho que hacer ante los problemas de este mundo. Debe seguir evangelizando pero también debe ponerse de parte de los oprimidos y procurar su completa liberación. Tiene que superar las concepciones exclusivamente espiritualistas o sobrenaturalistas acerca de su misión para entrar de lleno en el terreno de la práctica, de la ayuda al pobre y de la solidaridad cristiana. El creyente no debe ser un asceta que llame malo al mundo y lo abandone o se retire durante toda la vida a meditar entre los muros protectores de un monasterio, sino un servidor comprometido que sea capaz igualmente de llamar malo al mundo, pero intente cambiarlo. Los profetas del Antiguo Testamento no fueron únicamente líderes espirituales, como Lao Tsé o Buda; también fueron líderes políticos que procuraron transformar las miserias sociales de su tiempo. Esto enseña que el fin espiritual del hombre está inseparablemente relacionado con la transformación de la sociedad. Por tanto, los cristianos deben procurar que la política no se divorcie alegremente de los valores morales y de la autorrealización del ser humano que fue creado a imagen de Dios. El cristianismo es la mejor alternativa tanto al capitalismo como al comunismo. Después de examinar las principales críticas que hace la teología de la liberación a las iglesias que profesan la fe cristiana y de comprobar que gran parte de tales quejas están apoyadas por el mensaje evangélico e incluso de admitir que deben producir el correspondiente cambio de actitud en el seno de las comunidades cristianas, conviene también señalar los errores de fondo que desde la perspectiva del Evangelio ensombrecen ciertos aspectos del pensamiento liberacionista. En primer lugar, la negación de la autoridad de la Biblia como base de la fe y del estilo de vida cristiano no nos parece que sea algo acertado y coherente con el mensaje evangélico. Cuando se afirma que la Escritura es sólo “palabra de hombres” y no “palabra de Dios”, se está abriendo la puerta a un sinfín de errores teológicos que pueden conducir a comportamientos sociales equivocados. La Biblia deja entonces de ser el fundamento de la teología, así como la norma de fe y de conducta para el creyente. Si la revelación, según afirman ciertos liberacionistas, se va enriqueciendo en cada época de la historia gracias a las ideas que aportan los hombres, también sería posible entonces que los principios marxistas pudieran pasar a formar parte de la Escritura o incluso sustituir a los principios bíblicos. Sin embargo, el apóstol Pablo describe claramente su ministerio con estas palabras: “cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Ts. 2:13). El segundo inconveniente de la teología de la liberación es precisamente el de sustituir el dogma cristiano por el marxista. La fe puede quedar reducida así a un programa revolucionario para instaurar el socialismo, llegando incluso al uso de las armas. Algunos sectores del liberacionismo pretenden resolver la violencia con más violencia. Frente a la sangre de los trabajadores, de los que están en paro, de los hambrientos, de los que luchan por su libertad, se opone otra sangre, la de los acaudalados, la de las fuerzas del orden que defienden los intereses burgueses, la de los ciudadanos que sucumben en los atentados terroristas o la de aquellos campesinos inocentes que han tenido la desgracia de vivir en el territorio equivocado. Violencia contra violencia, ojo por ojo y diente por diente. ¿Qué queda entonces del mensaje de Jesucristo acerca de poner la otra mejilla? ¿cómo interpretar la doctrina del amor al prójimo y del respeto a la persona humana? Para justificar el derramamiento de sangre inocente, sea del bando que sea, es menester arrancarle al Evangelio sus páginas más importantes. ¿Cómo es posible sino, disculpar la “contra-violencia” y condenar sólo la violencia institucionalizada o viceversa? Jesús no fue un revolucionario violento que buscara mejorar el mundo a toda costa, aunque fuera por medio de la agresión y la crueldad. Como se vio, a propósito del mito de Maquiavelo, el cristianismo no puede asumir la mentalidad de que “el fin justifica los medios”, sin traicionar sus propios principios. Deducir de la Biblia la legitimidad del uso de la violencia revolucionaria para lograr la paz social o la libertad del pueblo es intentar hablar donde la Escritura calla. Es verdad que, según la respuesta dada por los apóstoles, Pedro y Juan, a las autoridades en el libro de los Hechos (4:19-20; 5:28-29), los cristianos deben “obedecer a Dios antes que a los hombres”. Es cierto que esta actitud descarta una sumisión ciega y absoluta a las autoridades humanas. Sin embargo, no es lo mismo la resistencia pacífica practicada por los discípulos de Jesús que la revolución armada propuesta por algunos teólogos de la liberación. Los cristianos deben oponerse a los gobiernos corruptos e injustos pero no mediante el uso de las armas, sino por medio del voto, el diálogo, la negociación política, la manifestación pública y, si es necesario, la resistencia pacífica que respete la vida del prójimo. La tercera dificultad liberacionista es, a nuestro modo de ver, la aceptación del universalismo, la creencia de que toda la humanidad será finalmente salvada. Según esta concepción teológica, Dios estaría obrando por medio de Jesucristo en el corazón de cada persona independientemente de que cada cual creyera o no en él. Como todo el mundo estaría destinado a salvarse, la evangelización resultaría superflua y lo importante sería luchar por mejorar la existencia humana aquí en la Tierra. El estudioso evangélico de la teología de la liberación, Raymond Hundley, lo expresa con estas palabras: “Estos teólogos creen que la historia es una sola y que Dios está obrando redentivamente en todas las personas, sea que ellas crean en El o no. El universalismo de los liberacionistas radicales les ha permitido enfocar toda su atención en mejorar la vida de la gente. Si eventualmente todos han de ser salvos sin importar lo que crean en cuanto a Jesucristo, entonces el evangelismo es una pérdida de tiempo y lo mejor que podemos hacer es asegurarnos que todos tengan la mejor vida posible en la vía a la salvación final en Cristo”. (Hundley, 1990: 94). No obstante, la Palabra de Dios es muy clara al respecto. En ella se habla de salvación pero también de condenación. Es verdad que la muerte de Cristo en la cruz tuvo un carácter redentor para toda la humanidad, pero la condición necesaria y suficiente para que tal redención sea efectiva a nivel personal es la fe. Sin ésta es imposible agradar a Dios. La fe, el arrepentimiento sincero y la confesión pública que constituyen en conjunto el proceso individual de la conversión, son el paso imprescindible para que el perdón pueda alcanzar a cada persona. Por tanto, el destino eterno de la criatura humana depende, según la Biblia, de la decisión que ésta adopte ante Jesucristo. De ahí que el universalismo, al que apela cierta forma de teología de la liberación, sea un grave error doctrinal.

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