Soledad activa

Inés casi acariciaba el calendario de sobremesa cada vez que veía acercarse aquel puente. Tres días festivos entre semana no se presentan con frecuencia y tenía la sana intención de aprovecharlos con su marido y su hija.

06 DE MARZO DE 2010 · 23:00

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Alberto fue el primero en desilusionarla cuando le dijo que estaría fuera de la ciudad por cuestiones de trabajo, esas que al parecer son tan importantes, tan incómodas y tan inevitables. —Mamá —dijo Helena con inocencia y mucha ilusión— los abuelos me han invitado a pasar con ellos este puente en la casa de la playa ¿Me dejarás ir con ellos? ¡Me encanta ver a mis amigos del verano! —De acuerdo, puedes ir —respondió incapaz de disimular su ira por aquel planteamiento que rompía definitivamente sus planes— Pásatelo bien, ya me contarás cuando regreses. Estaba muy enfadada porque sus padres debieran haberle consultado antes de decir nada a la niña. Sabía que lo habían hecho con buena intención pero no hubiera estado de más. Accedió por no disgustar a Helena ni incomodarse con sus padres por aquella insignificancia. Al día siguiente ya lo había superado. Se propuso hacer una buena limonada con aquel limón que le había caído encima. Iba a dedicarse a si misma todo el puente cosa que, una vez decidida, empezaba a ser prometedora. La noche anterior al primer día festivo salió del trabajo y se fue directamente a casa. Hizo una cena rápida y ligera, quería dejar atrás las tensiones y tener un buen descanso. Durmió muy bien y se levantó al día siguiente cuando ya el cuerpo empezaba a dar síntomas inconfundibles de estar harto de cama. Como no quería interrupciones apagó el móvil, desconectó el teléfono fijo y dejó apagado su portátil. No quería radio ni televisión ni música. Acaba de construir su refugio, transitorio eso si, pero refugio después de todo. Llenó la bañera con agua a 37 grados, ni uno más ni uno menos, le puso la cantidad justa de sus sales preferidas y allí se metió. Después de media hora más o menos salió, se vistió con el albornoz blanco que le había regalado Alberto para su cumpleaños y desayunó lo imprescindible para mantener su cuerpo en funcionamiento. A continuación y con mucha calma se puso su ropa favorita —oscura y amplia, más cómoda que un pijama viejo— y aquellos anillos y pulseras que la hacían sentirse tan ella. La verdad es que estaba muy guapa pero no se arreglaba para nadie, sólo para ella misma. Entro en la habitación vacía, recién pintada y limpia, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared de color granate intenso que tanto le gustaba y sobre una alfombra vieja y gastada pero cómoda como ninguna otra y de gran un valor sentimental. Enseguida notó el calor hecho a medida del sol que entraba por la ventana y lo iluminaba todo sin molestar. Saco la mente a pasear y se fue a sus problemas pero al cabo de un rato empezó a sentirse mucho mejor. Dio gracias a Dios por ser una mujer privilegiada, estaba en una buena edad y se sabía atractiva. Tenía un marido y una hija irrepetibles, sus padres siempre cerca y hasta ratos no buscados de soledad para hacerse un auto-homenaje. Su postura relajada, la expresión de su cara y, de manera muy especial, su mirada casi perdida certificaban una serenidad y una paz interior indiscutibles. Dedicó los tres días a deambular por su mundo interior y no salió de casa hasta volver al trabajo. Estaba nueva, radiante y en condiciones de enfrentar la vida y, sin embargo, no tenía nada que contar.

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