¿Vida artificial?: de las noticias al laboratorio

En la noche del jueves 20 al viernes 21 de mayo, aparecía en los medios de comunicación una noticia en sorprendentes titulares: por primera vez se había creado “vida artificial” en forma de una “célula artificial”. Semejante hazaña se debe a los esfuerzos del equipo del biólogo J. Craig Venter: 20 personas, 15 años y unos 40 millones de dólares.

29 DE MAYO DE 2010 · 22:00

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¿Y qué promete ese gran avance? “Las mismas técnicas de laboratorio pueden ser utilizadas para fabricar en el futuro combustibles limpios, productos químicos o sustancias alimenticias o para limpiar agua o acelerar el proceso de fabricación de antibióticos”, afirmaba un periódico, que también, citando al propio Venter, anunciaba la posibilidad de crear “algas capaces de capturar CO2 y de transformarlo en hidrocarburos que pueden ser procesados por las refinerías ya existentes”, a fin de evitar seguir usando petróleo (un buen reclamo ante la preocupación actual con el tremendo vertido de petróleo en el Golfo de México).(1) En nuestros días, la catarata continua de noticias científicas, real o presuntamente espectaculares, hace que se pierda el sentido de la proporción y que, por una parte, los medios exageren todo lo que pueden este tipo de noticias científicas (generalmente con la connivencia de los científicos implicados), mientras que por otra parte los lectores, ávidos de noticias espectaculares, sean capaces de creer casi cualquier cosa. No es un fenómeno totalmente nuevo. Hace cuarenta años, el biólogo francés Jean Rostand comentaba una carta que recibió de una madre preguntando “si la ciencia, que ha hecho tantas cosas casi milagrosas, no podría resucitar a su chiquillo, víctima de un accidente…”(2) Para entender lo que se ha hecho aquí realmente, es necesario familiarizarse un poco con el concepto de
 
célula y de genoma.
Las células son las unidades más pequeñas de la vida (Fig. 1). Su estructura básica está formada por una membrana que las rodea, dentro de la cual están todos sus componentes que permiten que pueda interaccionar con su entorno, y así alimentarse y reproducirse. La membrana está formada por una capa de grasa y canales que la atraviesan para regular el intercambio de sustancias de forma que nada entre o salga indiscriminadamente. El interior de la célula, el citoplasma, está formado por un líquido en el que se puede encontrar toda la maquinaria para mantener la vida de la célula. Los canales de la membrana, las máquinas que hacen todas las funciones celulares y el andamiaje que mantiene la forma de la célula están formados principalmente por proteínas. En el interior de las células está también la información que contiene las instrucciones para fabricar todas esas proteínas: el ADN. Se trata de una molécula larguísima, construida por “ladrillos” químicos, en forma de escalera de caracol. Hay cuatro tipos de “ladrillos” o nucleótidos que se denominan por su inicial: A, T, G, C (cada uno formado por varios átomos). Las células de animales y plantas son muy complicadas, porque en su interior hay muchos compartimentos diferentes y su ADN está organizado en varios elementos (en nuestro caso 46 elementos o cromosomas). Sin embargo, las microscópicas bacterias son las células más simples que hay, y su ADN es también muy simple. Tienen un solo elemento de ADN en forma de círculo. La secuenciación de un genoma consiste en la lectura de ese ADN que permite establecer el orden en el que se encuentran los cuatro nucleótidos que se usan en su construcción. Pero incluso una pequeña bacteria puede tener millones de esos cuatro nucleótidos, y el orden exacto en el que se encuentran determina la información (el genoma) que allí hay, con la cual se construirán sus proteínas utilizando unas reglas de descodificación o “código genético”: cada sección de tres nucleótidos (triplete) de ADN se corresponde con un “ladrillo” químico (aminoácido) de la proteína (p. ej.: el triplete ATG
codifica por el aminoácido metionina, Fig. 2). A lo largo de esa cadena de ADN hay grandes bloques de información (los genes, formados cada uno por cientos o miles de nucleótidos) que se organizan como cuentas en un collar. Aunque las cosas son un poco más complejas, podemos simplificar diciendo que cada gen tiene la información para construir una proteína. Así, el genoma de la célula determina todas las proteínas que hay en la célula, incluso las proteínas que integran las máquinas que descodifican la información (los ribosomas) y construyen otras proteínas. Es importante tener en cuenta que nada es eterno en la célula, y todas las proteínas acaban siendo reemplazadas, incluso los componentes grasos de la membrana son reemplazados con el tiempo. Lo único permanente es el ADN (aunque éste tiene que ser continuamente reparado por proteínas especializadas). Sólo cuando la célula se divide para dar lugar a dos células hijas, el ADN se copia en dos utilizando nuevos nucleótidos de A, T, G y C. Vistas así las cosas, las células son gigantescas estructuras formadas por un número enorme de átomos organizados de una manera muy precisa. Y toda esta gran maquinaria en funcionamiento es lo que mantiene su “vida”. Ha sido el siglo XX el que nos ha permitido conocer esta intrincada y delicada maquinaria sorprendente, pues antes, todo esto se ignoraba. Hay que tener en cuenta que las células no se observaron hasta el siglo XVII y no fueron estudiadas en detalle hasta el siglo XIX, cuando se llegó a la conclusión de que todos los seres vivos están formados por conjuntos de células, o, en otros casos (como las bacterias), son células individuales con vida independiente. Durante la mayor parte de la historia se supuso que había un salto infranqueable entre la materia “viva” y la materia “mineral”, el mundo “orgánico” e “inorgánico”. Se pensaba que los seres vivos debían su vida a la posesión de algún “ingrediente” que estaba más allá de los componentes del mundo mineral, y es lo que confería a los seres vivos sus características distintivas (una “fuerza vital”). A partir del siglo XVII, el avance de las ciencias empieza a sembrar dudas al respecto, y la idea del “vitalismo” empieza a ser sustituida por el “mecanicismo” materialista. El desarrollo de la química en los siglos XVIII-XIX fue aclarando la composición de toda la materia. Los minerales fueron estudiados en detalle, se describió su estructura geométrica y los átomos que los forman. Y en el siglo XIX le tocó el turno a la materia orgánica. Poco a poco se fue descubriendo que esa materia consistía en los mismos átomos que los minerales; pero cambiando las proporciones de átomos que entraban en su composición (principalmente carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo, azufre etc.), así como la manera en la que estaban entrelazados. Si eso era todo, y no hacía falta ningún elemento más, ¿sería posible construir materia orgánica de forma artificial? Al parecer, la primera respuesta positiva a esa pregunta llegó en 1828 de la mano de Wöhler, que fue capaz de fabricar urea en su laboratorio (aunque el significado de ese experimento ha sido mitificado en exceso).(3) Desde entonces, más y más sustancias biológicas han sido fabricadas en el laboratorio, incluyendo proteínas y fragmentos de ADN. A mediados del siglo XX se conocía mucho sobre los materiales de la materia viva, y también sobre la célula. Pero había una pregunta cuya respuesta perseguían muchos investigadores: ¿dónde se encuentra la información que se hereda de una a otra generación para construir la célula? En 1944, Avery llevó a cabo unos brillantes experimentos que confirmaron definitivamente que el ADN era la molécula de la información genética, de la herencia. Una vez resuelta esta cuestión, el camino a seguir estaba claro: conocer a fondo el ADN significaría conocer el secreto de la vida. En las siguientes décadas se desentrañó la estructura de esa molécula (doble hélice) y se descubrió cómo sus instrucciones eran transmitidas (usando el “código genético”) a las máquinas moleculares (ribosomas) que se encargan de usarla para crear todos los tipos de proteínas. Bien, una vez situadas así las cosas, el paso siguiente fue el desarrollo de una técnica que permitiese leer la información codificada en el ADN. Y así, las técnicas de secuenciación del ADN, que todavía usamos hoy, fueron desarrolladas a mediados de los 70 años setenta. Hasta ahí los investigadores se habían limitado a ser meros espectadores, a desmontar las piezas de la vida y estudiarlas. A finales de los años setenta se daría un paso espectacular, un verdadero salto cualitativo en la biología molecular y en la historia de la humanidad: el nacimiento de la ingeniería genética, que permitía fabricar piezas de ADN y montarlas. Diversas tecnologías se combinaron para permitir hacer cuatro cosas: (1) purificar ADN, (2) cortar fragmentos de ADN, (3) pegar fragmentos de ADN, (4) introducir las nuevas cadenas de ADN generadas con “corta/pega” en células. De esta manera, fue posible modificar la información genética (el genoma) de una célula, eliminando, añadiendo o reemplazando porciones de ADN, o incluso genes enteros. Estas tecnologías, que se conocen como tecnología del ADN recombinante, despertaron mucha preocupación, especialmente se temía que las bacterias genéticamente modificadas pudieran escapar al medio ambiente y su nueva información pudiese tener efectos nocivos. Esa preocupación era particularmente sentida entre los propios científicos, y así se estableció una moratoria en su uso y se organizó en 1975 un famoso congreso internacional (el Congreso de Asilomar sobre ADN recombinante), donde se estableció el uso de mecanismos de contención para evitar la dispersión de bacterias en el medio ambiente, la utilización de bacterias especiales incapaces de sobrevivir fuera del laboratorio (derivadas de la especie Escherichia coli) y otras formas de control. Todo esto supuso un hito, al mostrarse que los científicos eran capaces de adelantarse a los problemas y auto-regular sus actividades. La ingeniería genética se fue haciendo más y más corriente en los laboratorios en las siguientes dos décadas, viéndose en paralelo que muchos de los riesgos previstos y los anuncios apocalípticos ligados a estas tecnologías eran exagerados. La ingeniería genética ha continuado progresando e incorporando nuevas tecnologías. Dado que el ADN es una molécula compuesta por átomos, no sorprendió el que, a finales de los setenta, un gen no sólo pudiese ser cortado del genoma de una célula y “trasplantado” en otra, sino que también pudiera ser fabricado químicamente en el laboratorio y luego introducido en una célula, siendo capaz de producir la proteína correspondiente.(4) En las décadas siguientes, la introducción de ADN de diversos organismos (o sintético) en las bacterias, animales y vegetales (dando lugar a los organismos “transgénicos”) ha llegado a ser rutinario. Su uso en la industria ha permitido que las bacterias, y otras células, produzcan para nosotros desde insulina hasta anticuerpos contra el cáncer. Pero volviendo a la información contenida en el genoma, ya en 1976 fue posible leer (secuenciar) todo el genoma de un virus de bacterias (el MS2, unos 3.569 nucleótidos).(5) Los virus son entidades peculiares, formadas por un genoma rodeado de proteínas cuya información se encuentra en ese genoma; pero no son capaces de descodificar su propio genoma y fabricar sus proteínas por sí mismos. Por ello, los virus son parásitos obligados de las células, en cuyo interior, y usando su maquinaria celular (como los ribosomas), pueden fabricar sus proteínas virales. Con el avance de las tecnologías de secuenciación, el investigador J. Craig Venter (en colaboración con Clyde Hutchison III y Hamilton Smith) fue capaz de secuenciar todo el genoma de una bacteria por primera vez en 1995 (Haemophilus influenzae, 1.830.137 nucleótidos).(6) En 2000 produjo también un borrador del genoma humano, que fue completado en 2003. Pero desde 1995, Venter y sus colaboradores empezaron a preocuparse por un problema muy particular: ¿cuál es el número mínimo de genes que una bacteria necesita para vivir en unas determinadas condiciones ambientales prefijadas? La respuesta a esta pregunta ha embarcado al grupo en una aventura en la que han producido varios resultados notables para resolver importantes desafíos técnicos, que inicialmente parecían barreras infranqueables.(7) En 1995 empezaron secuenciando el genoma de la bacteria Mycoplasma genitalium (580.070 nucleótidos), el más pequeño conocido de una bacteria con vida independiente, con 485 genes para proteínas (más otros genes que no producen proteínas).(8) A partir de ahí hay dos enfoques para conseguir determinar el genoma “mínimo”: (1) descendente, mediante la destrucción o inactivación de los genes que no son imprescindibles para la supervivencia; (2) ascendente, construyendo un genoma mínimo con todos los genes imprescindibles e introducirlo en una bacteria para ver si es capaz de sobrevivir con esa información “mínima”. Durante los años siguientes, destruyéndolos uno a uno en turnos, el equipo de Venter descubrió que más de 100 genes no eran necesarios para la vida de la bacteria, siendo los esenciales sólo entre 265 y 350 (en condiciones de laboratorio).(9) La confirmación de ese resultado requería seguir el enfoque ascendente antes indicado. Pero llevar a cabo semejante experimento requería una tecnología no disponible en aquellos momentos. Saltándose el siguiente paso (construir un genoma artificial), el grupo de Venter consiguió en 2007 transplantar el genoma entero de M. mycoides a M. capricolum (al que previamente se había eliminado su genoma).(10) Fue este un paso crucial, pues mostraba la posibilidad de manipular genomas enteros. Como era de esperar, la bacteria receptora, M. capricolum, pronto acabó convirtiéndose en una M. mycoides, dado que al cabo de un tiempo todas sus proteínas originales fueron reemplazadas por las nuevas, sintetizadas a partir del nuevo genoma introducido de M. mycoides. Este hito es paralelo al de la clonación por transferencia nuclear que llevó al nacimiento de la oveja Dolly, publicado en 1997. En ese caso, se trataba de un óvulo al que se le eliminaba su genoma para introducirle el genoma de una célula de otra oveja adulta. Ese óvulo era después estimulado para iniciar el desarrollo de un embrión y se implantaba en una oveja. Obviamente, el cordero resultante era un clon de la oveja adulta donadora del genoma. Ahora quedaba conseguir ensamblar artificialmente un genoma. En 2008 fueron capaces de crear un cromosoma artificial (582.970 nucleótidos) copiando la información del M. genitalium, y llevando varias secuencias “etiqueta” que permitían diferenciar ese cromosoma sintético del natural entre algunos de los genes (para no dañar la información de éstos).(11) Este logro se consiguió ensamblando fragmentos de ADN sintetizados químicamente para construir cuatro cromosomas circulares artificiales en bacterias E. coli con ¼ de la información total necesaria. Finalmente, los cuatro cromosomas se ensamblaron en el cromosoma final en la levadura Saccharomyces cerevisiae. Llegados a este punto, el experimento soñado consistía en combinar ambos sub-experimentos. Y aquí empezaron los problemas. En primer lugar, M. genitalium crece muy despacio en el laboratorio haciendo que los experimentos durasen semanas. Y así, sin arrugarse ante los problemas, en un giro típico de Venter y su grupo, se lanzaron a cambiar a la bacteria M. mycoides, con lo que tuvieron que empezar por secuenciar su genoma de 1,1 millones de nucleótidos. Después, y dado que el ensamblamiento se había producido usando la maquinaria biológica de la levadura, quedaba demostrar que era posible transplantar un cromosoma bacteriano de una levadura a una bacteria. La primera vez que se logró no fue con un cromosoma sintético, sino introduciendo directamente el genoma de M. mycoides en una levadura y luego transplantándolo a M. capricolum.(12)
 
Y así llegamos al artículo de este mes, en el que todo se ha combinado.(13) Utilizando 1.078 fragmentos de ADN sintetizados in vitro (de 1080 nucleótidos cada uno) se construyó el genoma circular de M. mycoides en tres etapas utilizando células de levadura (Fig. 3). Primero se construyeron intermedios de unos 10.000 nucleótidos, luego 11 moléculas de ADN de unos 100.000 nucleótidos y, finalmente, todo el genoma de 1.077.947 nucleótidos (incluyendo las secuencias “etiqueta” que permiten diferenciarlo de un genoma natural). Después se extrajo ese cromosoma sintético de M. mycoides y se introdujo en M. capricolum, al que se le había eliminado su propio genoma. Uno de los genes etiqueta confiere a las bacterias un color azul cuando se las alimenta con una determinada sustancia (en lugar de su color blanquecino normal). Y así se aislaron las nuevas M. capricolum con un genoma sintético de M. mycoides. Al analizar las proteínas de esas células, se encontró que eran indistinguibles de las de M. mycoides, y no tenían nada que ver con las de M. capricolum. Es decir, el nuevo genoma había transformado la bacteria a su imagen, como era de esperar. Lo que resulta interesante es darse cuenta de que eso sólo se ha podido conseguir gracias a que las proteínas de M. capricolum, que ya estaban en la célula, fueron capaces de “descodificar” la información del nuevo genoma de M. mycoides introducido en ella (este mecanismo de transformación celular es de esperar que imponga ciertas limitaciones a la capacidad de transplantar genomas entre especies bacterianas). Sólo así se pueden empezar a formar las nuevas proteínas de M. mycoides. Progresivamente, según las proteínas de M. capricolum vayan “envejeciendo” y desapareciendo, serán reemplazadas por proteínas de M. mycoides hasta que la nueva célula sea, realmente, M. mycoides. Ese mismo relevo es de esperar que ocurra también a nivel de las grasas y de los azúcares de la célula que, al fin y al cabo, son fabricados en ellas por la maquinaria proteínica. Tras toda esta información, podemos volver a replantear las dos cuestiones con las que se iniciaba este estudio: lo que se ha hecho y lo que se promete. Creo que los titulares de “creación” de “vida artificial/sintética” son bastante abusivos y tienen poco que ver tanto con lo que realmente se ha logrado, como con las intenciones de sus autores. Más bien habría que hablar de un “genoma sintético”. Aunque los autores hablan de una “célula sintética”, reconocen que el “citoplasma de la célula receptora no es sintético”. En efecto, no se ha creado una célula, sino que se ha construido un genoma que se introduce después en una célula ya existente, que pasa a controlar. Ya en 1999, en un artículo sobre las implicaciones éticas de esta tecnología, se señalaba el “gran salto tecnológico” entre “la definición de una porción de la dotación mínima de genes necesarios para que un organismo sobreviva en condiciones permisivas de laboratorio y ´crear vida´ verdaderamente. Esto último requiere conocer qué otros componentes celulares (incluyendo proteínas, lípidos y azúcares) son necesarios para el metabolismo y la replicación, y cómo ensamblar todos esos componentes junto con el ADN.”(14) Lo que ahora se ha conseguido es “sólo” ensamblar un genoma y ver que funciona, que puede dirigir la vida de la célula en la que se le ha introducido; pero seguimos en el mismo punto que en 1999 respecto a lo de “crear vida”. Es más, resulta muy importante recordar que el genoma sintético no se ha “creado” en absoluto, sino simplemente se ha copiado en el laboratorio la información del ADN de una bacteria y se ha introducido en otra. No hay ningún gen original que haya sido diseñado por los investigadores. Y en cuanto a la idea de que esto supone la aparición de células “a medida” con un genoma artificial, habría que recordar que esto ya se viene realizando desde los años setenta. La diferencia consiste en que hasta ahora lo que se hace no es modificar todo el genoma, sino simplemente introducir en el genoma las modificaciones que nos resultan útiles (p. ej.: introducir el gen de la insulina humana en bacterias para que lo produzcan en grandes cantidades y poder administrarla a los diabéticos). Ahí tenemos ya unas células con un genoma “artificial”, porque en su genoma se ha añadido una información que da lugar a una bacteria con un patrimonio genético que no existe en la naturaleza. De hecho, esa modificación puede considerarse más artificial que la mera sustitución del genoma bacteriano por otro igual; pero de origen químico. Al fin y al cabo, los átomos son átomos, no importa si se han ensamblado en la célula o en un laboratorio (si es que se han ensamblado de la misma manera para obtener una molécula idéntica). En cualquier caso, el grupo de Venter sí ha modificado ligeramente el genoma de M. mycoides añadiendo algunos genes etiqueta (como el que confiere el color azul a las bacterias). Autor: Pablo de Felipe es doctor en Bioquímica, investigador, escritor y profesor de Ciencia y Fe en el Seminario SEUT Próxima semana: ¿Vida artificial?: promesas e implicaciones de la genómica sintética
1) M. G. Corral (21/5/2010). El padre del genoma humano, Craig Venter, crea por primera vez una célula artificial. El Mundo 2) Jean Rostand. El correo de un biólogo. Alianza Editorial, Madrid, Madrid, 2ª ed., 1980, p. 12. 3) J. Schummer (2003). The notion of nature in chemistry. Stud. Hist. Phil. Sci.34:705-736. 4) K. Itakura y col. (1977). Expression in Escherichia coli of a chemically synthesized gene for the hormone Somatostatin. Science 198:1056–1063. Disponible en Genes sintéticos ya se habían obtenido por primera vez a principios de la década: K. L. Agarwal y col. (1970). Total Synthesis of the Gene for an Alanine Transfer Ribonucleic Acid from Yeast. Nature 227:27-34. H. G. Khorana y col. (1972). Total Synthesis of the Structural Gene for an Alanine Transfer Ribonucleic Acid from Yeast. J. Mol. Biol. 72:209-217. 5) W. Fiers y col. (1976). Complete nucleotide-sequence of bacteriophage MS2-RNA: primary and secondary structure of replicase gene. Nature 260:500-507. Este es un virus con genoma ARN, el primer genoma ADN secuenciado fue otro virus bacteriano: F. Sanger y col. (1977). Nucleotide sequence of bacteriophage fX174 DNA. Nature 265:687-695. F. Sanger y col. (1978). The nucleotide sequence of bacteriophage fX174. J. Mol. Biol. 125:225–246. 6) R.D. Fleischmann y col. (1995). Whole-genome random sequencing and assembly of Haemophilus influenzae Rd. Science 269:496-512. 7) C. Zimmer (2003). Tinker, tailor: can Venter stitch Together a genome from scratch? Science 299:1006-1007. 8) C. M. Fraser y col. (1995). The minimal gene complement of Mycoplasma genitalium. Science 270:397-403. 9) C. A Hutchison y col. (1999). Global transposon mutagenesis and a minimal Mycoplasma genome. Science 286:2165-2169. J.I. Glass y col. (2006). Essential genes of a minimal bacterium. Proc. Natl. Acad. Sci. U.S.A. 103:425-430. Resulta curioso comprobar como otros investigadores, trabajando con bacterias de genomas mayores, llegaron años antes a la conclusión de que la información esencial se podía reducir a un tamaño de no más de 462.000 nucleótidos, muy cerca del tamaño de M. genitalium. M. Itaya (1995). An estimation of minimal genome size required for life. FEBS Let. 362:257-260. En un reciente ejercicio teórico, se ha propuesto un genoma mínimo de E. coli de sólo 151 genes, unos 130.000 nucleótidos (A. C. Foster y G. M. Church (2006). Towards synthesis of a minimal cell. Mol. Sys. Biol. 2:45). 10) C. Lartigue y col. (2007). Genome transplantation in bacteria: changing one species to another. Science 317:632-638. 11) D.G. Gibson y col. (2008). Complete chemical synthesis, assembly, and cloning of a Mycoplasma genitalium genome. Science 319:1215-1220. 12) C. Lartigue y col. (2009). Creating bacterial strains from genomes that have been cloned and engineered in yeast. Science 325:1693-1696. 13) D. G. Gibson y col. (2010). Creation of a Bacterial Cell Controlled by a Chemically Synthesized Genome. Science, publicado electrónicamente el 20/05/2010 14) M. K. Cho y col. (1999). Ethical considerations in synthesizing a minimal genome. Science 286:2087-2090.

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