Ganas de huir y de quedarse

Viajar a la Estambul de principios del siglo XX, en los albores de la independencia, y coger un ferry que nos atraviese el estrecho del Bósforo para hacer la conexión con el Orient Express, mientras las altas damas inglesas que nos acompañan se atusan sus tocados y comienza a declinar la tarde, esperando que en cualquier momento Poirot, o la misma Mrs. Christie, crucen el umbral del restaurante y se sienten a charlar sobre política y costumbres.

14 DE MAYO DE 2010 · 22:00

,
O esa misma tarde, crepuscular y primaveral, con el cielo a punto de estallar en tonos dorados, asomarse a la última ventana del último vagón del Darjeeling Himalayan Railway que acaba de salir de la ciudad india de Siliguri, y dejar que el traqueteo del viento te meza el cabello. O un poco más adelante, esa misma noche, entre mantas y con apenas una leve lamparita encendida cortésmente en el compartimento, ver atravesar desiertos helados de estepa rusa bajo la luz pálida de la luna en el Transiberiano camino de Pekín. En cualquier caso, viajar; huir y no quedarse en ningún sitio. Estar lejos un tiempo, hacerse una idea de las dimensiones reales del mundo. Estar en silencio. Por supuesto que echamos de menos a los que no nos acompañan, pero la maravilla del viaje es poder disfrutar incluso de ese pequeño dolor, sabiendo que en un poco regresaremos con ellos y, aparentemente, nada habrá cambiado. Estas semanas de atrás un buen amigo mío fue enviado por su empresa a fotografiar varias zonas del norte de Chile. Con pocos recursos y mucha imaginación había días que no conseguía sacar ninguna fotografía decente, y se le iba acabando el tiempo, la luz del día y el dinero. Entonces, en apenas unos segundos, cuando casi lo había dado por perdido, aparecía un perro callejero, simpático y juguetón, al que no le importaba posar un rato. O en un rincón del atardecer del lugar más desolado del desierto de Atacama aparecía una mujer con rezos y hechizos, reprendiendo a los demonios del dolor y la miseria de su ciudad, allí, haciéndose un hueco de color en su objetivo. Un tabernero en un pueblo escondido le invitó a una copa a cambio de la historia de su vida; unos chavales que acampaban junto a las ruinas de un edificio le ofrecieron compartir con él, perfecto desconocido, un rato de su tarde y de su costo; su jefe le recriminaba, mientras tanto, que regresase a la ciudad con material útil, pero a él le preocupaba más la pareja de enamorados, como de otro siglo, que se fotografiaban en la playa con una cámara digital. Y yo, haciéndome a la imagen de sus incómodos viajes en autobuses de segunda, de sus estancias en lugares insospechados (hasta en una comisaría de policía dice que le dejaron pasar la noche), no dejaba de dejarme corroer por una envidia insana y dañina, lo sé, la envidia de quien muchas veces ha sentido las ganas de huir y de quedarse allí. ¿Dónde? Adonde llegase el tren, a Darjeeling, Estambul o Atacama, da igual. Pero pocas veces se puede. Más aún, casi nadie puede huir cuando quisiera, incluso no es recomendable seguir el primer impulso que nos asalte pidiéndonos marcharnos lejos y no decirle a nadie dónde vamos. Puede que a veces desaparezcamos un tiempo, pero no puede durar para siempre. Y cada vez estoy más convencida de no haberme vuelto yo loca mucho antes (o mucho más loca, según se mire), si no hubiera existido un remedio que canalizase y le diese un uso a todas estas ganas universales de huir. Porque ya se sabe que por muy lejos que un hombre huya, siempre acaba de vuelta en su casa. El hogar de cada uno son sus recuerdos, y de eso no se puede escapar. Así que en parte, por eso, los hombres inventaron la literatura, para poder compartir de una manera única, de uno en uno, esas huidas, los viajes, las experiencias, aunque no fueran viajes físicos, sino muchas veces emocionales. Cualquier tipo de literatura, casi toda, en realidad, puede entenderse siempre como un viaje.
Como el Baldassare de Amin Maalouf, yo también emprendería un viaje en busca de una quimera, tan solo como una excusa por viajar, por ir. Lo importante siempre es el camino. Como dice un viejo proverbio, solo se puede recordar aquello que se ha vivido, y uno viaja para experimentar, pero también para crearse recuerdos. Baldassare, en El viaje de Baldassare (2000), huye (ordenadamente, pero huye) de su casa en Líbano en busca de un libro perdido y misterioso que le puede librar de la destrucción que auguran para el año que está a punto de comenzar, para el 1666. Nunca me cansaré de alabar a Amin Maalouf, de gloriar su prosa que parece recién salida de una crónica medieval, que hace que fluya entre barroca y sutil dejándote calada el alma hasta los huesos. El viaje de Baldassare, con la excusa, es el mismo viaje que Maalouf nos hace realizar a través de Oriente y Occidente. En realidad Maalouf siempre habla de lo mismo, del viaje como símbolo de descubrimiento, de apertura, de desprendimiento de prejuicios, de manías y un aprendizaje de tolerancia y trascendencia. Y para Maalouf, libanés afincado en Francia por motivos políticos, Oriente y Occidente no son más que dos caras de la misma humanidad. Él nunca niega las diferencias que existen en ambos bandos, las diferencias históricas, pero muchas veces, en muchas de sus novelas, pone el acento en que esas diferencias son herencia de las viejas rencillas de nuestros antepasados, y que no sabemos realmente por qué se peleaban ellos como para continuar con la gresca nosotros. La paz que promueve Maalouf no es una paz gratuita. No es una paz a toda costa. Abundan por ahí los filántropos descafeinados, llenos de palabrería y de tal cantidad excesiva de buenas intenciones que resulta sospechoso. Nunca se hace una buena acción por un motivo altruista, siempre se hace para sentirse bien, como le decía Phoebe a Joey en un capítulo de Friends. En el fondo es cierto, y triste, si uno piensa en las estrellas de Hollywood que se hacen acompañar de un séquito y se rodean de cámaras, y se van a Haití a acariciar cabecitas de niños huérfanos, y viendo las imágenes por televisión uno no comprende del todo qué hacen allí dándose publicidad. Lo que Maalouf propone por un medio tan poco rápido y tan distendido como la literatura es que muchos de los males que nos hemos creado se solucionarían viajando. En todos sus libros el viaje es una de las partes centrales de la trama; o incluso en los libros donde no lo es, el viaje es uno de los núcleos de la moraleja. En El primer siglo después de Beatrice (creo que ya lo dije en otra ocasión, será uno de los libros que me lleve a la isla donde me destierren), lo más apasionante no es el propio viaje de los protagonistas, que si no recuerdo mal tampoco era algo muy trascendental. Lo interesante es que todo el libro, en sí mismo, es un viaje a través del tiempo y del espacio, un siglo adelante desde nuestros días. Nos lleva a África, nos hace degustar el sabor del polvo de la tierra bajo el sol. Nos lleva a India, nos empuja dentro de las casas de las castas pobres, nos hace sentarnos en sus habitaciones, que nuestro pelo acabe oliendo a las especias de su cena. Aunque Beatrice es un poco diferente a sus otros libros (en vez de ser histórico es futurista, en vez de centrarse en la dicotomía Este-Oeste se centra en la desigualdad Norte-Sur), no deja de sorprender la facilidad con la que, al final de todo, cuando cerramos la contrasolapa, nos sentimos igual de exhaustos que recién llegados de un París-Dakar. Hemos estado allí, eso es lo importante. Y no sólo hemos estado allí, sino que lo hemos experimentado. Toda la literatura, en el fondo, es ese juego, ese trampantojo. Estar donde no se ha estado, hablar con quien no se ha hablado, vivir lo que han vivido otros. No es que aprendas de los errores ajenos, es que aprendes de los errores ficticios; y sin embargo, no pierde en ningún momento ni una pizca de validez. Desde Marco Polo, la literatura es el refugio de los aventureros cobardes; o de los aventureros sin recursos; o de los aventureros sin vacaciones. Nada puede sustituir la experiencia real, pero siempre podemos conseguir el casi, y aprovecharnos de la sabiduría ajena. Es un pensamiento reconfortante, casi tanto como el paisaje nevado de Siberia que sigo mirando ahora mismo hasta que se me caen los ojos de sueño.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El alma del papel - Ganas de huir y de quedarse