El silencio de Dan Pagis

Dan Pagis decidió guardar silencio. No se sabe muy bien cómo con 14 años, siendo un judío nacido en Rumanía, escapó de un campo de concentración en Ucrania, ni cómo pasó tres años vagando por una Europa masacrada por la guerra hasta alcanzar al fin la tierra de Israel. Dan Pagis nunca quiso hablar de ello serenamente, sentado con un interlocutor cada uno en un borde del escritorio. Siempre tuvo que haber algo más de por medio.

30 DE ENERO DE 2010 · 23:00

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Fue acogido en aquella tierra, estudió en la Universidad Hebrea de Jerusalén y se convirtió en una eminencia en el campo de la Literatura Medieval, la escrita en los albores del siglo X en Sefarad (algo que entonces aún no era ni España), que rebosaba música, elegancia y alegría. Fue el director de ese departamento durante muchos años, y sus libros sobre el tema siguen siendo imprescindibles. Pero aunque conocía todos los giros, gestos, palabras y maneras de esa poesía antigua y educada, su propia poesía era desgajada, caótica, con un verso libre violento y salvaje que hablaba en voz baja, con el llanto contenido, con cierto miedo a pronunciar ciertas palabras, sobrecogido por el horror de un niño al que no le estaba permitido olvidar. Solamente se permitió hablar del Holocausto en sus poemas, y siempre lo hacía poniendo un velo de simbolismo y silencio delante de sus palabras, como si temiera que, hablando muy alto, se pudiera volver a despertar la bestia. Dan Pagis es un poeta importantísimo para Israel, pero casi desconocido en España. Su obra más importante, Guilgul (1970) está traducida y editada en una perdidísima edición de la Universidad de Granada, y la editorial Hiperión, en su antología Poesía Hebrea Contemporánea recoge algunos de sus poemas. Ana Bejarano, profesora de Literatura Hebrea Moderna en la Universidad de Barcelona, asegura que la exhaustiva tesis que alguien escribió sobre él está escondida en un cajón de un escritorio, sin intención de ser publicada más por desidia que por falta de oportunidad. Y mientras tanto, toda la maquinaria reflexiva y simbólica levantada por este hombre sabio a golpe de pluma y tinta está en silencio. Él mismo, en cierta manera, se empeñó en huir de lo obvio y guardar ese silencio. Pero va dejando pistas en su obra. Echando un vistazo general a sus poemas siempre se descubre a un hombre que una vez fue un niño atormentado, con la infancia reventada desde dentro. Pagis siempre permanece en silencio, o como mucho, susurra. A veces se permite recordar algo con nostalgia, pero entonces ya es mayor. Cuando habla con voz de niño siempre habla como un niño invisible, un montón de humo vestido con ropa ajena, con un nombre ajeno. Nos cuenta que cuando era pequeño, sufriendo aquella persecución, tuvo que aprender a renunciar a su identidad como persona para poder salvar algo más que la vida. Y Pagis reflexiona sobre el hecho una y otra vez, lo voltea,
 
lo gira, lo estruja, y vuelve siempre a aquel mismo lugar en el que observa curioso y horrorizado dónde se queda su condición de ser humano. Me he tomado la libertad de traducir dos de sus poemas más significativos (y espero que me perdonen el atrevimiento). Me sorprendieron muchísimo cuando los leí, y me sorprendieron aún más cuando descubrí todas las verdades ocultas en la lengua original, los dobles sentidos y la profundidad, cuando comprendí las palabras eludidas y los silencios, y entendí aún mejor lo que había en su alma que le obligaba siempre a volver a aquel lugar donde no se sabe por qué Dios sigue en silencio. Pero Dan Pagis no parece ser de esos poetas judíos desgajados de Dios, aún le sigue esperando, en un cierto tono cínico y un poco despreocupado; Él está presente, y Dan Pagis, años después de todo lo ocurrido, sigue esperando que Dios llegue a rescatarlos de la barbarie: Dónde Me escondí en el cuarto, pero olvidé dónde. En el armario no estoy. Ni detrás de la cortina. Tampoco en la gran fortaleza de entre las patas de la mesa. El espejo está vacío de mí. Por un momento me pareció estar en el cuadro de la pared. Uno de estos días, si viniera alguien y me llamara responderé sabiendo: heme aquí. Las dos últimas palabras son una sola en hebreo. Es la fórmula que utilizan Abraham y Samuel para responder a la voz de Dios, y no nos resulta difícil hilar que ese alguien que Pagis quiere que venga a buscarle sea el mismo Dios al que se contesta con esas palabras. Pagis era muy pequeño cuando comenzaron a perseguirles, y en su memoria el horror se quedó grabado con la visión de un niño. El Pagis-niño que juega al escondite pero en el juego se ha dejado algo más; que dentro de su inmenso mundo (todo lo inmenso que puede ser el universo de una habitación jugando al escondite) ha tenido que desparecer, casi voluntariamente, convertirse en algo menos que aire para no poder siquiera reflejarse en el espejo. No es capaz de encontrarse a sí mismo, ni su identidad, si no viene alguien de fuera, alguien que sepa dónde está, a rescatarle. La identidad de Pagis sigue en vilo desde que la perdió. Pero en realidad, la identidad del hombre es la que se ha perdido del todo. El Holocausto no fue un ataque a los judíos, sino que fue un sabotaje a la Humanidad. Como cuando el escritor Primo Levi, también judío, regresó a su casa después de sobrevivir a otro campo de concentración, y dijo: "Llevaré (espero) a Italia el número de matrícula tatuado en el brazo izquierdo, certificado de infamia no para nosotros, sino para aquellos que ahora comienzan a expiar". Y Dan Pagis lo contó también a su manera en uno de sus poemas más celebrados y traducidos, poema que recibe a los visitantes del antiguo campo de concentración de Belzec, en Polonia. Poema al que yo me uno, en pequeñito, con mi pequeña aportación: Escrito a lápiz en vagón sellado Aquí en este vagón yo, Eva con mi hijo Abel si veis a mi hijo el mayor Caín hijo de Adán decidle que yo Pero no es cualquier vagón. El vagón del título y el vagón del primer
verso son dos diferentes en hebreo, inseparables en español. No tiene tanto sentido el poema si no supiéramos, porque Pagis nos lo dice con su palabra exacta, que el vagón en el que va Eva es de esos donde se hacinan las mercancías, de esos que todos sabemos que llenaban de gente, como ganado, directa a los campos de exterminio. Y ahora que sabemos eso, sabemos que Eva, junto a su hijo Abel, van a morir, que han sido capturados y serán masacrados. Y también sabemos que Caín y Abel aún son pequeños y van de las manos de sus padres, que a Caín no le dará tiempo a asesinar a su hermano, que la historia, una historia nueva, se empieza a reescribir desde aquí, desde este vagón sellado del que no puede salir nadie, donde ya está dictada la condena. Y más aún, ahora que sabemos que Eva, junto a Abel, van a morir, Pagis nos dibuja una idea aterradora: da igual si los que fueron masacrados fueron judíos o gitanos; da igual si los verdugos eran nazis o soviéticos. Si Eva muere, moriremos todos. Las consecuencias del Holocausto van mucho más allá de lo que significa ser víctima o verdugo, es una cuestión de identidad humana. Caín no llegó a matar a Abel, pero no tiene importancia, porque vinieron otros hombres y se mataron a sí mismos. Pagis habla de que nadie puede ya identificarse con el ser humano, al menos, él no pudo más. Se metió en el traje de otro, aprendió la lengua de otro y vivió hasta el día de su muerte en un tira y afloja entre recuerdo y olvido, rodeado profesionalmente de una poesía lejana en el tiempo, muy lejana, tanto que no guardaba el recuerdo del terror que le seguiría siglos después. El 27 de enero se celebró el Día del Holocausto. Se hicieron actos conmemorativos, mucha gente habló desde muchos estrados. Dan Pagis murió hace tiempo, y aún hoy su poesía sigue susurrando en voz baja, como se susurra algo tan obvio y doloroso que es mejor decirlo con un gesto, con una mirada, con algo que quede en privado entre los dedos que lo escribieron y los ojos que lo leen.

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