Amor en la vejez
Entraron por la puerta de la consulta arrugados como un periódico viejo, como dos hojas de roble secas; me desesperaba su lentitud, pero no había remedio, el cuerpo no les daba para más, ella doblada por la espalda y él tieso como un palo, tristemente hierático, perdido el gesto por el Parkinson o la demencia senil. Una hija les acompañaba para ayudarles, pero la anciana quería explicar bien ella sola lo que le pasaba a su marido.
02 DE ENERO DE 2010 · 23:00
La viejecita hablaba y hablaba tratando de traducirme las cosas detrás del silencio impenetrable del esposo; de vez en cuando me lo introducía en la conversación a la fuerza apelándole con un cariñoso “¿verdad Manuel?”, pero Manuel seguía con la mirada perdida en ninguna parte.
Me empezó a invadir un sentimiento de impotencia y escepticismo y decidí terminar aquella situación ya –la gente afuera no podía esperar más–, pero se me adelantó la hija, que interrumpió a la madre diciéndome:
–Lo que tiene mi padre es que se pasa el día muerto de frío; lo metemos en la cama y le ponemos la manta eléctrica, pero no hay manera de valerle. Lo único que le ayuda es cuando mi madre sube a la cama (y mire los trabajitos que tiene que pasar, limitada como está) y se mete junto a él.
Quedé maravillado de ver tanto cariño; de repente Manuel mudó su expresión, llenó los ojos de luz, revivió, miró hacia mí, me habló y dijo:
–No hay calorcito como el de ella–. Miró para el suelo y se volvió a desvanecer la luz de sus ojos.
Sólo pude guardar un silencio de profundo respeto al abrirse ante mí un mundo de amor que daba amplio sentido a la vida de aquel anciano del que cualquier ignorante que lo viese así parado diría aquello de “¿por qué no se lo llevará Dios?”
En la otra parte del mundo, en Canadá, en el metro de Montreal entre Berri-Uqam y Sherbrooke, hoy mismo entraron dos ancianos delante de mí; él olía miserablemente a incontinencia urinaria y los dos expandían olor a alcohol. La gente se separó discretamente con cierto rechazo hacia ellos; yo quedé a su lado por respeto, pero no crean que disfrutaba con la situación.
El anciano oscilaba inevitablemente tropezando todo el tiempo conmigo; muy suavemente la mujer lo fue cogiendo de los hombros y le acarició la cara y le dio un beso y después, con unos ojos tristes pero educados, me miró como si fuese el único viajero que les acompañaba y me dijo:
–Perdónele que esté tropezando con usted, pero no lo puede evitar ¿sabe? Está enfermito.
Aquella mujer y aquel hombre llenaron de humanidad el vagón con su amor y me sentí miserable por no haber sido antes capaz de ver tanta dignidad escondida en su aparente miseria.
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