Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Aquello que une a la Literatura y a la muerte está escondido en la misma esencia de su creación. Muchos poetas y escritores acabaron suicidándose, no más propio que en otras profesiones, pero sí en una correspondencia mucho más siniestra.

26 DE SEPTIEMBRE DE 2009 · 22:00

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Cesare Pavese, poeta italiano, se quedó tan desahuciado después de un desengaño amoroso que pensó que era mejor echarse a dormir un rato, y ya no se despertó el 27 de agosto de 1950. Fueron los somníferos, como tantas otras veces, y dejó escrita esta última nota en su diario días antes: Tutto questo fa schifo. Non parole. Un gesto. Non scriverò più. (Todo esto da asco. Sin palabras. Un gesto. No escribiré más). Escribió un precioso y terrible poema, una de las odas más famosas y estremecedoras de amor a la muerte: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos esta muerte que nos acompaña desde el alba a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un absurdo defecto. Tus ojos serán una palabra inútil, un grito callado, un silencio. Así los ves cada mañana cuando sola te inclinas ante el espejo. Oh, amada esperanza, aquel día sabremos, también, que eres la vida y eres la nada. Para todos tiene la muerte una mirada. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Será como dejar un vicio, como ver en el espejo asomar un rostro muerto, como escuchar un labio ya cerrado. Mudos, descenderemos al abismo. Y hay quienes dicen que, si se veía venir, si había escrito decenas de poemas hablando de la atracción de la muerte, tal vez alguien le pudiera haber hecho caso y evitarlo, como también pudo pasar con Sylvia Plath, que metió su cabeza en un horno y con Virginia Woolf, que se lanzó al río con los bolsillos llenos de piedras (original, realmente). No hay una estadística, y el número de ellos es poco comparado con otras profesiones, pero hay muchos notables suicidas poetas, muchos notables suicidas escritores, e incluso compositores, músicos, algo que tiene que tener su por qué. Ian Curtis, líder de Joy Division, gran poeta y héroe punk, acuciado además por el demonio de la fama, se ahorcó en su casa. La angustia vital, cuando no cabe en palabras, se transforma en algo presente, como un invitado en casa que no se quiere ir, y de ahí, al suicidio. Para los poetas se acaba el sufrimiento, y para el mundo comienza el interrogante. No es solamente suicidio. No es solamente la muerte. Es el afán de autodestrucción inevitable que muchas veces acompaña al genio artístico. Quizás será porque nosotros, creadores humanos, tenemos que deshacernos un poco de nosotros mismos si queremos hacer una acción comparable al creador divino. Es cierto que cuando Dios creó el mundo, y creó al hombre, y el hombre se rebeló, también Dios acabó perdiendo algo: la estrecha relación que le unía a su obra. Cuando el creador humano crea, no se desprende de él su obra, porque su obra es inerte. Pero sí, en el proceso de creación, toda persona debe desprenderse de una parte de sí misma, al igual que Dios lo hizo, y hay muchos que no pueden sobrellevarlo tan bien. El mismo Dios no lo llevó tan bien. Él acabó dando a cambio la vida de su Hijo para recuperar su obra. Los humanos, sin algo tan preciado que dar a cambio, acaban deshaciéndose de su vida. Kay Redfield Janison, psicóloga norteamericana, escribió en 1993 una obra titulada Marcados con fuego en la que ponía en relación la enfermedad maniaco-depresiva y el temperamento artístico. Hay quien ha dicho que el temperamento artístico es una forma de esquizofrenia o de estado alterado de conciencia, y es cierto. No en todo momento, porque también hay mucho de oficio, de experiencia, de reflexión racional, de decisiones conscientes, pero en el momento en que un escritor escribe, más bien, cuando lleva un buen rato escribiendo y ya es casi automático, como dice Ray Bradbury, “echamos a correr a la liebre” y el ejercicio de escritura se convierte en la persecución narrativa que le hacemos a ese personaje y a esa circunstancia que hemos creado. Y ese momento sublime de exaltación, cuando el que escribe es más consciente del lugar y el momento que ha creado dentro de su cerebro que lo que existe fuera de él, cuando lo que tiene alrededor desaparece para dar paso a la creación, eso se parece muchísimo a la esquizofrenia. Estado alterado de conciencia. Autodestrucción. Todo esto suena inevitablemente a poetas románticos. Tenía un profesor de Literatura en el instituto, el profesor Carmena, que nos impartió durante par de cursos un taller de literatura. En nuestro instituto de las afueras de Madrid, lleno de salvajes pandilleros, que robaban las seguetas del aula de Tecnología para descuartizar pupitres, que tiraban sillas y mesas por las ventanas, que quemaban con mecheros los paneles del techo, que fumaban hachís en los lavabos (qué tiempos aquellos en los que incluso los que éramos buenos chicos conocíamos por su nombre de pila a los camellos del parque junto al instituto), en ese instituto teníamos un taller de literatura una vez a la semana, cuando ya era de noche fuera, y nadie venía a importunarnos. Hablábamos de literatura universal, porque en nuestro sistema de estudios no cabe nada que no sea español, y el profesor nos hizo leer para una de las sesiones Las flores del mal de Baudelaire, y algunos poemas cortos de Poe y de Verlaine, de Rimbaud, y nos habló de los bares de opio, de los sótanos llenos de prostitutas, humo de tabaco, malas compañías y tragos de absenta. Hablamos de ellos y leímos textos escritos bajo los efectos de las drogas, y de cómo habían perseguido ese sublime momento de ausencia creativa por métodos artificiales. El profesor Carmena, a pesar del ideal romántico, consiguió meternos el miedo en el cuerpo: “la buena poesía nunca sale ni del opio ni de la absenta”, nos dijo él, que sin duda, visto el entorno, pretendía darnos una velada advertencia. Muchos artistas son maniaco-depresivos. Por eso muchos artistas acaban en el suicidio, o al menos, lo intentan. Charles Dickens, William Faulkner, Scott Fitzgerald, Baudelaire, John Keats, Edgar Allan Poe. No todos se suicidaron o lo intentaron, pero al menos estuvieron deprimidos en algún momento de sus vidas. Desahuciados, maníacos, borrachos, drogadictos, enfermos casi todos, sin embargo. Jerzy Kossinski, escritor polaco, se suicidó y dejó esta nota: “Voy a dormir ahora un rato más de lo usual. Llamémoslo Eternidad”. Hay quien es creativo hasta que resulta irónico. La muerte de David Foster Wallace el año pasado a algunos nos dejó conmocionados, porque ya nunca más podríamos volver a leer nada parecido a La broma infinita (1996), en cuyo universo alternativo y terrible las grandes corporaciones patrocinaban los años del calendario y le ponían sus nombres. Fue un suicidio, aún no muy aclarado. Le encontró su mujer y lo único que pudieron decir de él algunos de sus amigos fue “llevaba un tiempo un poco triste”. Sorprendió a todos. La muerte nunca se espera, y cuando se espera, es motivo de duda. Los escritores y poetas que son alegres parecen ser menos creativos, y tampoco es cierto. Sencillamente, aquellos cuya profesión es analizar el mundo, y acaban viendo la podredumbre que nos alcanza, no pueden evitar sentirse desolados. Asesinatos, violaciones, vidas rotas, desamores, fracasos, niños abandonados, el calentamiento de los polos, la muerte inevitable, al fin y al cabo. Aquellos que se pasan la vida mirando de frente la terrible verdad que nos rodea tienden a poner finales felices a sus obras, por compensación, aunque no siempre. A veces abandonan los finales felices y, como Cesare Pavese o Sylvia Plath, pasan a hablar solamente de la muerte. Si hay tantos escritores y poetas que, en su genio creativo, se sienten desolados, me pregunto quiénes serán los que les lleven el mensaje de que aún queda esperanza en el mundo, aunque no forme parte de este mundo. Quién les hablará de que aunque el fin sea inevitable, también Dios nos ha preparado la redención de la muerte, el final feliz de nuestra historia. Yo, que he entendido perfectamente el misterio de la atracción de la muerte, sin embargo, creo que los ojos que me acompañarán cuando me muera serán mucho más amables. Para mí, sé, vendrá la muerte y tendrá otros ojos, no los del desespero, sino los de estar al fin en casa. Yo no descenderé muda, y no descenderé al abismo. Creedme, no lo haré. También hay un final feliz posible.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El alma del papel - Vendrá la muerte y tendrá tus ojos