33 canciones (capítulo 8/12)

Estamos hechos de música. Ya no es sólo que vivamos rodeados de ella, que podamos ser prodigiosos creándola, o que unos cuantos estemos obsesionados y no dejemos de oír disco tras disco. Es que en nuestra esencia, la música forma parte de nosotros, nos pertenece. Nadie escapa a ser alcanzado por una pieza, o incluso por un solo fragmento de una pieza."/>

Petróleo, poesía, y Amor Supremo

33 canciones (capítulo 8/12)

Estamos hechos de música. Ya no es sólo que vivamos rodeados de ella, que podamos ser prodigiosos creándola, o que unos cuantos estemos obsesionados y no dejemos de oír disco tras disco. Es que en nuestra esencia, la música forma parte de nosotros, nos pertenece. Nadie escapa a ser alcanzado por una pieza, o incluso por un solo fragmento de una pieza.

30 DE MAYO DE 2009 · 22:00

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Reconozcámoslo, muchos buscamos consuelo y paz en la música; o que nos expliquen determinados sentimientos, por mucho que eso “ya lo ha dicho alguien antes”. Igual que todos los días necesitamos comer, la cultura en general, y la música, es hasta ese mismo punto igual de necesaria. A todos nos resulta familiar eso de “no me quito la música del anuncio de Ford de la cabeza”. Con la música nos hemos comunicado, enfrentado y analizado a nosotros mismos y a los demás desde tiempos pretéritos (me encanta esta palabra, suena a plátano). Nos conecta, y a veces nos duele, nos provoca irritación (a mi Bach me resulta insoportablemente pedante). Todos tenemos canciones almacenadas en el cerebro, al que le gusta hacer de vez en cuando sus propias versiones, acompañadas de olores, de reminiscencias. Alguna vez hemos oído sin oír conciertos enteros, cada uno en su nivel, yendo de la locura a la sencillez más nívea; estamos cocinando, o barriendo la casa, o sencillamente echados en el suelo como un gato por la mañana, “y de repente – dice el neurocientífico Rodolfo Llinás – oyes una canción en tu cabeza o, como saliendo de ninguna parte, sientes ansias de jugar al tenis. Las cosas a veces nos llegan así”. Son muy interesantes los fenómenos asociados a la música, lo que se produce alrededor de la interacción con ella. En el altamente recomendable libro de Oliver Sacks Musicofilia: Relatos de la música y el cerebro, se tratan multitud de temas e historias al respecto. Hace que nos llame la atención una cantidad considerable de historiales clínicos sobre alucinaciones y sueños musicales, habla sobre la memoria, el movimiento, y su relación con la música, del sentido y la sensibilidad, y hasta nos explica por qué tenemos dos oídos, y eso que se llama “gusanos cerebrales”, las repeticiones de ciertos fragmentos musicales de manera incesante que nuestra imaginación musical produce cuando quiere tomarse unas vacaciones. Algún músico ya ha utilizado ese material para crear discos geniales, y ahí va el ejemplo: Music of my mind (1972), de Stevie Wonder, el primero de su etapa clásica, y donde toca casi todos los instrumentos; debía ser difícil hacerlo de otra manera. Estamos hechos de música, repletos de su naturaleza, y por algún lado tiene que aflorar, igual que el cuerpo humano transpira. Hay una canción de Calexico (mezcla entre California y Mexico) que me viene a la mente cada cierto tiempo. No sé el motivo. Sencillamente, un día la escuché, y me gustó
 
muchísimo. Habla de estar harto de un lugar, de la falta de decisión, y quien la canta dice casi al final “I would listen to you” (Te escucharía). Es sumamente inquietante que diga cosas que me son tan cercanas, tan mías. En su día también estaba cansado del lugar donde vivía (la ciudad, se entiende), y tengo dificultades (aún hoy, aunque a veces logro pequeñas conquistas) para decidir. Y hubo por supuesto un momento en que alguien me dijo que, si reconocía esta carga, si la ponía en sus manos, me escucharía. Y una de las chicas de las que me enamoré me aseguró, sentados bajo un árbol recuerdo, que bastaba con que yo dijera “vámonos”, para marcharnos. Nunca dije nada, por supuesto. Pero esta canción, compuesta mucho tiempo después de esa historia de la que aquí nada más aporto un par de detalles, cuenta mi historia mejor que si yo hubiera intentado coger una guitarra para describir las sensaciones, las frases, y la torpeza que demostré para escuchar a las chicas. Puede que fuera por esto por lo que la canción se ha instalado en mi cerebro, y vuelve un fin de semana para diluirse hasta unos meses más tarde. O puede que esto le pase a muchos individuos, que sea más corriente de lo que imagino, más universal, y simplemente la canción acude a mi porque me encanta. Pero hay un fenómeno relacionado con la música que me interesa aún más. En su libro, Sacks cuenta la historia de un hombre que sobrevive a la descarga eléctrica de un rayo, y cómo a partir de esa experiencia se desarrolló en él una especie de musicofilia espontánea. Antes de aquello, este médico no era una persona especialmente sensible a la música. Pero algo había cambiado: aprendió a tocar el piano a la edad de cuarenta y dos años, se aficionó como nunca a entrar a las tiendas de discos, y comenzó a sufrir una alteración que consiste en la escucha incesante e incontrolada de música en su cabeza. Lo que más me impresionó de esta historia fue que, paralelamente a este interés repentino por la música, surgió un interés por atender la parte espiritual de su vida. Se replanteó su ateísmo, y dejó a un lado la influencia budista light que observaba en su “anterior vida”, la anterior al rayo. Reconoce que ese interés por la música desembocó en una “espiritualidad espontánea”. Este cambio de pensamiento y creencia me recuerda un poco a la biografía de Joe Strummer, el guitarrista de The Clash, que al final de su vida se volvió una persona más sensible a la fe en Dios. Claro que lo de Joe Strummer se da en muchos músicos que tuvieron problemas con las drogas y unas vidas desordenadas, y acababan con una comercial inclinación a la vida profunda, que en el fondo se limita a sentarse frente a un fuego y hablar de los viejos tiempos. A Strummer le caía bien Dios, pero también Buda, y algunos chamanes… creo que en realidad, no era más que un tipo que sobrevivió su época, y que hizo muchos amigos, y su espiritualidad de cartón piedra.
Jeff Buckley, en cambio, nunca necesitó navegar entre creencias ambiguas. Él tan sólo hablaba de la gracia en sus canciones (su obra maestra, de hecho, se llama así, Grace). De lo frágil y pequeño que se sentía. De la presencia de la muerte: and the rain is falling and i believe my time has come it reminds me of the pain i might leave leave behind (y la lluvia cae y creo que mi tiempo ha llegado me recuerda el dolor que puedo dejar atrás) En mi familia han muerto muchas personas a edad muy temprana. Una edad injustamente madrugadora, dirían muchos. Es como una especie de bruma que ha ido tomando consistencia una vez que desaparecían abuelos, tíos, madre. Pero en esa bruma apareció de repente un día la voz de Buckley, una voz que seguramente presentía su muerte prematura, y que precisamente por ello podía dar consuelo a otros desconocidos, como yo mismo. Aunque siempre hay matices: might significa “puede”, pero se usa cuando no hay una seguridad, o una convicción inquebrantable. Indica una posibilidad más remota que otras formas verbales como may o could. Está claro que las penas que importan (igual que las alegrías significativas) siempre son contenidas. Más fenómenos girando alrededor de la música. Dentro de los aficionados, hay quienes sostienen la rara idea de que el soporte en el que ésta se escucha es importante. Creen absurdamente que el sentido práctico de escuchar música en formatos como el vinilo puede (might) ser más auténtico. También afirman que viviendo en un constante bombardeo de música e información, sólo estamos preparados para contener (emocional y físicamente) una cantidad determinada de trabajos discográficos; que hay discos que sólo se pueden descubrir en un momento determinado, aunque impredecible, de la vida; y que por lo tanto, tener un reproductor de mp3 de cincuenta gigas de capacidad es un absurdo, pues no podemos asimilar tantas canciones. Están convencidos de que el sentido práctico de la nueva forma de oír música no encaja bien con la pasión por las cosas que de verdad importan (como limpiar casi a diario el polvo que cae sobre el giradiscos, por ejemplo). Estos tipos se agarran de un modo estúpido a estas locuras. Yo soy uno de ellos. El formato mp3 ha cambiado la forma de escuchar (mejor dicho, consumir) música, por lo que ésta se ha vuelto más desechable. Lo cual no impide que sea más fácil almacenarla y llevarla a todas partes. ¿Por qué producir cambios? ¿Por qué buscar nuevas formas de presentar un disco? En su día, el salto del vinilo al CD fue más desmesurado, más impactante y vertiginoso, porque por aquel entonces los avances tecnológicos eran más pronunciados. ¿Quién recuerda ya a estas alturas el mini-disc, esa especie de cinta que parecía salida del estómago de un Transformer? ¿O el Laser Disc, ese vinilo que daba la sensación de que ya todos tendríamos un disco de oro en el salón? Luego se integró por fin la tecnología de los ordenadores en la industria, y comenzó a verse la tecnología en sí misma como un forma de ocio, un ocio que pertenece por entero al siglo XXI. Una necesidad nueva, un interés creado. Los que soñaban con el tocadiscos de Sammy Clay, el personaje de la novela que dio a Michael Chabon su Pulitzer (uno de mis libros favoritos), estaban acabados. Ya no era importante tener unas estanterías repletas de buenos álbumes. Había dejado de tener sentido este párrafo de la novela: “Se había comprado un tocadiscos Capehart Panamuse. Le costó 645 dólares, casi la mitad de lo que costaba un Cadillac 61 nuevo. El enchapado era de un estilo Hepplewhite ridículamente bonito, en arce y abedul con incrustaciones de fresno, y en el apartamento (…) aquel tocadiscos tenía un aspecto inquietante. Le exigía a uno que pusiera música y luego se la quedara escuchando con el silencio respetuoso con que un pecador es sermoneado (…) Sammy se pasó semanas entusiasmado, y sin embargo cada vez que miraba el tocadiscos lo acometían la culpa y el horror por su precio. Su madre se moriría sin tener conocimiento de su existencia.” El mundo del vinilo. Demasiado turbador para este mundo práctico donde hay que adquirir más música de la que podrás comprender, o siquiera disfrutar. A mí me encanta el olor de los discos, de las fundas de cartón mimado y satinado. Está bien lo otro, lo de poder tener la música a mano cuando quieras y donde quieras, pero yo prefiero las muchas tardes frente al tocadiscos como si fuera la televisión. El vinilo hace física a la música, la sientes más cercana. Se convierte en esa “amiga especial” que acompañaba a Jim Morrison. Descubres las diferencias entre las discográficas por la superficie: los de Columbia contienen una energía estática poderosa, que atrae todo tipo de pelusas; los de Impulse! son como un mar en calma, como un plato; Virgin es la elegancia, Interscope un banco de arenas movedizas; Motown – Tamla es el disfrute, es azabache; Sub-Pop equivale a innovación siempre… y así podría continuar horas. Me cuesta muy poco ensimismarme en las letras en movimiento del giradiscos, incansables y a su vez contemplativas ante mi imagen, reflejo deformado y apagado, batiente con cada surco atravesado, con cada balanceo, cada cosquilla completando la vuelta del liso petróleo. Es como si este acto, el de seguir reproduciendo los grandes discos negros, en los cuales aún se puede adivinar el nacimiento, desarrollo, muerte y redención de cada tramo, delimitado a la perfección, se convirtiese en acto sincero de rebeldía, en un alarde de procedimiento reaccionario. Igual pasa con la poesía en la música. O la literatura: no existe ningún buen escritor que reniegue de la música. Aunque tampoco significa esto que un buen aficionado es necesariamente un buen escritor. Sólo que música y literatura van juntas. Mis lecturas favoritas tienen su música propia. Allen Ginsberg explicó muy bien la relación del verso libre con el arte que nos ocupa: “Hay una tradición de verso libre que empezó hace mucho tiempo. En América empezó con Walt Whitman. Hay elementos de ella en Emily Dickinson y en la prosa del Melville, pero llega a su cima con Whitman y su forma bíblica. Más tarde, a principios del siglo XX, Ezra Pound, Williams, Marianne Moore y muchos otros poetas trabajaron ese problema: ¿cómo dispones la forma de los versos en la página cuando ya no tienes en cuenta los acentos y los énfasis para que haya alguna clase de orden y regularidad? Todo el mundo tenía diferentes soluciones para ese problema. Los reaccionarios como Robert Frost decían: ´Oh, no, no puedes jugar a tenis sin una red, tienes que medir´. Y Williams, que fue mi maestro, decía: ´Escucha tu propia voz, oye las cadencias, oye los ritmos, y anótalo en la página´. Como el bebop, en cierto sentido. Hay un cambio en el oído que podría incluir la longitud de la vocal, o las unidades del fraseo mental y oral. Oyes las sílabas que podrían no encajar en los metros regulares, pero son rítmicas y pueden ser oídas e imitadas en la página. Cada vez que abres la boca hablas con ritmo, de modo que es cuestión de escuchar el ritmo real que uno emite constantemente, ser consciente de eso y utilizar esas formas en la página. Ése es el gran cambio.” La poesía puede resultar a muchos tan obsoleta y poco práctica como el vinilo, pero hoy es igual de necesaria y rebelde. Desde Ian Curtis a Kevin Ayers o Townes Van Zandt, pasando por Richard Robert Brown que llenó Nueva Orleans de poesía a finales de la década de los veinte del siglo pasado. Ginsberg habla de ello, de esa unión imprescindible entre ambas: “Hay más poesía que nunca. Hay más gente que escucha poesía desde que la poesía afectó al mundo del rock, de la new wave y del punk. Y antes de eso tenías a Robert Johnson, Skip James, Leadbelly, Bessie Smith, B.B. King, Bob Dylan. Todo el mundo lo escucha sin llamarlo poesía. Son letras. De modo que todo el mundo está muy en contacto con la poesía oral, que es el medio básico para la poesía: la forma oral. La gente académica no lo consideraba poesía, pero las letras de blues de principios del siglo XX son la suprema forma poética de los Estados Unidos. Cuando se hagan antologías dentro de cien años incluirán viejos versos de blues como: ´Donde el perro amarillo encuentra la Cruz del Sur´, o ´Yo te daré azúcar por azúcar, recibirás sal por sal´ (…) Es una gran tradición poética. Todo el mundo la escucha ahora sin saberlo. Y después está la poesía literaria” Ginsberg lloró amargamente al escuchar “A Hard Rain´s A-Gonna Fall”, de Bob Dylan. Había tanto allí, en esa lluvia profunda que todo lo limpia. En España, tenemos a Sabina (cuya música me aburre), a Lluis Llach, a Serrat, Nacho Vegas, Enrique Urquijo, el desaparecido Antonio VegaLoquillo hizo un disco tremendo (“La vida por delante”) con “poemas musicados” de Pedro Salinas, Gabriel Sopeña, Gil de Biedma… en español, fuera de España, mi favorito es Luis Alberto Spinetta, que con su banda Almendra, me cuenta muchas cosas tristes y bellas al oído. Pero para oír a Almendra, hace falta regresar al vinilo…
 
Tengo un sólo disco de jazz en vinilo, que es donde mejor suena. Dura exactamente 33 minutos. De quien lo compuso, dijo José de Segovia que “su música es uno de los más serios intentos de hacer del arte una oración”. Es poesía de la que consigue arrancarte la piel, y no te abandona hasta llegar al alma. Contiene todos los estados de ánimo por los que pasa un creyente. Hablo de A Love Supreme (1964), la obra maestra total del jazz, a cargo de John Coltrane. La primera parte acaba con el único momento cantado del álbum. Aunque lo preciso sería decir “recitado”, pues está muy cerca de ser como un salmo entonado. Los músicos dicen tan sólo: A LOVE SUPREME, A LOVE SUPREME, A LOVE SUPREME… 19 veces. ¿Qué más se puede decir, teniendo en cuenta a quién se dedica este trabajo? Es, en muchos aspectos, incluido el espiritual, un disco perfecto; después de escucharlo incontables veces (y las que me quedan), no hay forma de describir su intensidad, de abarcar su superficie, y sin embargo, uno puede identificarse con esa forma humilde de buscar a Dios (a pesar de que después de esta obra, la vida espiritual de Coltrane tuvo altibajos y confusiones importantes… ¿acaso él ha sido el único?), de interesarse por cuestiones como la gracia o el perdón. Lo que me convence de algo muy inquietante, pero no menos posible: que a Dios le gusta el jazz, y A Love Supreme es uno de sus discos favoritos. No creo que esté siempre escuchando a Haendel. (continuará) Artículo escrito por Daniel Jándula - 20, Calexico – Si tu disais - 21, Jeff Buckley - Grace - 22, John Coltrane – A Love Supreme, Pt. 1: Acknowledgment

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - 33RPM - Petróleo, poesía, y Amor Supremo