El Provinciano: memorias de un periodista (3)

En el capítulo anterior dejamos a Jan con ganas de escribir, pero las alternativas no eran demasiado atractivas. ¿Qué opción, pues, le queda? La tercera vía es adentrarse en el pantanoso mundo de la prensa local y comarcal, donde los periódicos ofrecen plazas de becario, especialmente de cara al verano, para llenar aquellos vacíos que los redactores ávidos de vacaciones dejan vacantes en los ya de por sí "/>

El becario escribe

El Provinciano: memorias de un periodista (3)

En el capítulo anterior dejamos a Jan con ganas de escribir, pero las alternativas no eran demasiado atractivas. ¿Qué opción, pues, le queda? La tercera vía es adentrarse en el pantanoso mundo de la prensa local y comarcal, donde los periódicos ofrecen plazas de becario, especialmente de cara al verano, para llenar aquellos vacíos que los redactores ávidos de vacaciones dejan vacantes en los ya de por sí

09 DE MAYO DE 2009 · 22:00

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Jan vive en La Torre, una de las dos capitales de la comarca del Valle Occidental, y pide una plaza en el Diario de la Torre como primera opción, en el Diario de la Cebolla (la otra cocapital) como segunda, y en El Provinciano (diario de toda la zona) como tercera. Los dos diarios locales están muy solicitados –corre la voz que a los becarios hasta les pagan un sueldo decente–, pero acaba recalando en El Provinciano, con cuatro compañeros más de promoción. Ese verano, pues, los cinco afrontan el reto de tener casi que llenar dos redacciones –una por capital– medio desérticas ante la huida casi en masa de los redactores que aspiran a pasar la canícula veraniega lejos de los adoquines y el cemento torresano y ceballudo. El primer trato con los becarios es para hablar de las condiciones –para llamarlo de alguna manera– económicas. La dirección les sorprende y les comunica que hay un sueldo para gratificar la tarea becaria. En ese momento, caras de satisfacción y el símbolo del dólar –el euro no existe en 1998 y utilizar la peseta quedaba muy cutre para esta imagen– apareciendo en sus ojos ante la posibilidad de cobrar los primeros durillos a cambio de escribir. ¿El problema? Pues precisamente ese, que lo que hay es un sueldo y que habrá que repartirlo entre ¡los cinco!. A la práctica, representará una tercera del sueldo mínimo interprofesional, pero Jan piensa que aún puede estar contento ante el hecho de que el periódico haya mostrado interés en depositar su confianza en unos novatos, en unos recién llegados que bastante agradecidos deberían estar porque un medio de rancio abolengo como ese se digne a dejarlos llenar un poco –bueno, un mucho, que es verano– sus páginas. ¿Cómo es la vida de un becario en un diario comarcal en verano? De entrada es la
 
salvación para llenar las páginas de letras –tal como acostumbra a decir el director de El Provinciano mientras disfruta de uno de sus carajillos y sus inversiones en páginas web de póquer– ante el ritmo cansino y apático de los redactores titulares. De los redactores titulares que no están de vacaciones, claro. Los becarios crean su propio gueto, como los españoles que emigraban a Alemania cinco décadas atrás, y pasan el día juntos. Deben, también, aprender el lenguaje, el idioma casi de los redactores, acostumbrados a hablar en un argot que los becarios no pillan. Es como un rito iniciático, pero cuando Jan domine este vocabulario y vea que otros nuevos becarios ponen cara de extrañados, sabrá que la nueva sociedad, el grupo, la tribu en definitiva, lo habrá aceptado. Este argot habla de ladillos, despieces, titulares en futura, cuerpo alto y cuerpo bajo o cabeceras y va acompañado de la maquetación de una página en cuestión de segundos. Pero el relajamiento veraniego permite a los becarios poner a prueba sus habilidades muy pronto. Las mentes privilegiadas que rigen los destinos de El Provinciano han decidido destinar varias páginas a secciones de verano –esas que los más osados llaman frescas, como si se tratara de un helado de vainilla– para tratar temas tan originales como las terrazas de verano, entrevistas a trabajadores de verano, crónicas en distintos puntos de la ciudad, llamadas a los móviles de famosos para que nos cuenten dónde se encuentran o recetas de cocina comentadas por algún chef. O sea, que como no hay casi ninguna noticia oficial que llevarse a la boca –ni un triste cuerpo de redacción que las elabore– hay que llenar como sea de letra y fotos, por lo que volvemos a la teoría del director enganchado al black jack virtual. ¿Y quién se encarga de esta valiosa tarea en verano? Exacto, los becarios, que primero lo interpretan como una recompensa a su demostración de querer ser unos esforzados trabajadores, pero que pocos días después ya saben reconocer qué significan términos como explotación y tomadura de pelo adaptados a la prensa local. Jan duda sobre si la calidad que podrá aportar a un texto llegará al nivel necesario para salir impreso a la calle. Pero sus dudas se desvanecen pronto. ¿Cómo? Un buen experimento para comprobar la calidad de un artículo publicado es presentarlo como ejercicio o práctica en la facultad de Periodismo. De entrada, esta práctica suele encargarse con una semana de antelación, un hecho que ya se contradice con la habitual urgencia a la hora de reproducir un hecho por escrito, al menos en un periódico. Jan empieza su investigación contactando con algún redactor en plantilla que todavía compagine trabajo con estudios –en la Universitat Automática de Terrabella (UAT), claro, ya que en la Universidad Podeis Fardar (UPF) recordamos que de trabajar fuera, nada de nada–, un alumno de esos que se limita casi a ir a los exámenes y a presentar los trabajos que algún compañero infiltrado le hace saber. Ese alumno suele jugárselo casi todo en los controles finales, en el último suspiro del curso, y gracias a los apuntes fotocopiados del clásico alumno siempre sentado en primera fila, de letra impecable y con un estuche lleno a rebosar de bolis de diferentes colores para titular, destacar
y subrayar, y que lo apunta TODO, hasta los chistes malos que puedan contar los profesores. Pongamos por caso que la práctica tiene que ser una crónica deportiva. El redactor, cansado de vivir enclaustrado en la redacción toda la semana, ¿perderá una valiosa mañana de domingo para ir a ver como 22 trabajadores de la construcción, ventas a domicilio o telefonía móvil levantan quilos de polvo en un campo de fútbol de Primera Regional de La Torre o La Cebolla? No. ¿Solución? Inventar una crónica puede ser una opción, pero lo más probable es que recicle –por llamarlo de alguna manera– la crónica de algún compañero de la sección de Deportes, cambiando tan sólo la firma del autor y, a menudo, sin ni tan sólo informar sobre el, digamos, préstamo. ¿El resultado? La pequeña aventura terminará, casi seguro, con un suspenso y la crónica plagada de anotaciones, signos de exclamación o de interrogación, flechas que pretenden reordenar el texto y una escueta explicación del tipo: Flojo, hay que huir de los tópicos y buscar más el aspecto noticioso. Y todo en rojo, escandalosamente rojo. Pues sí, muchos artículos salen publicados con total impunidad, surgidos de plumas –teclados en este caso– de verdaderos verdugos del periodismo, presuntos profesionales que se dedican a llenar páginas de letras igual que podrían estar sirviendo copas en un bar o criando avestruces de granja para aprovechar cualquier crisis del sector de la alimentación. De acuerdo, un día Gabriel García Márquez dijo que esta es la profesión más bella del mundo, pero seguramente lo afirmó después de hablar con el subcomandante Marcos en la selva Lacandona o de entrevistarse con algún mandatario, pero nunca lo reiterará nadie después de cubrir una triste rueda de prensa de algún partido político sobre el estado de las baldosas en su ciudad o de una media maratón un domingo de julio al mediodía.

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