Las matemáticas de Dios

Era frecuente que entre los discípulos de Jesús se produjeran enfrentamientos y disputas acaloradas por motivos pequeños o de poca importancia. Generalmente estas polémicas acababan de la misma forma: interrogando al Maestro. Pero las respuestas de éste no siempre eran del agrado de ellos porque o bien les desorientaba todavía más, o bien les parecían excesivamente provocadoras. Una de estas situaciones es la que motivó el relato de Jesús sobre el siervo malvado (Mt 18:23-35).

24 DE ENERO DE 2009 · 23:00

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Mateo cuenta cómo un buen día Pedro se acercó al Señor y le preguntó: "Si mi hermano me ofende ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete?". Es posible que aquel día el apóstol se sintiera generoso y pensara en el número de la perfección como en una buena cifra que pudiera llegar a ser incluso exagerada para el asunto del perdón. Sin embargo, lo cierto es que las matemáticas de Jesucristo nunca fueron igual que las nuestras. Sus operaciones no suelen dar los mismos resultados que las de los hombres. La solución que Jesús le da, setenta veces siete, no consiste en una cifra. No multiplican el producto de 490 sino que producen una sola palabra: "siempre". Es como si le hubiera dicho: "¡Tú perdona siempre y no te preocupes por llevar la contabilidad exacta de las veces que te han ofendido y de las ocasiones en que has tenido que perdonar! ¡Perdona siempre a todo el que te injurie porque en el reino de Dios el perdón no tiene límites!" El tema del dinero y de las riquezas es muy frecuente en las parábolas de Jesús. Se repite en la de los talentos o de las minas, en los trabajadores de la viña, en el mayordomo astuto, los dos deudores, la moneda perdida, el ladrón nocturno, el rico y Lázaro, el tesoro y la perla y el rico insensato. Sin embargo, la parábola que menciona la mayor cantidad de dinero de todas es precisamente la del siervo malvado. Diez mil talentos, era una cantidad astronómicamente fabulosa. El valor del talento cambió con el tiempo pero si se toma como base el cálculo que hizo Josefo (Jeremias, J. Las parábolas de Jesús, Verbo Divino, Estella, Navarra, 1992: 255) resulta que un talento equivalía a diez mil denarios. Por lo tanto diez mil talentos serían cien millones de denarios, es decir suficiente como para comprar 200 toneladas de plata. Si se tiene en cuenta que el jornal habitual de un obrero era de un denario al día se puede tener una idea de la magnitud de tal cifra. ¿Qué hombre podía haber acumulado una deuda semejante? Se ha sugerido que podría tratarse de un sátrapa, el gobernador de alguna provincia que debía los impuestos de toda su jurisdicción. En el Egipto de Ptolomeo, por ejemplo, los funcionarios de hacienda eran personalmente responsables de todos los ingresos de su territorio. Pero, de cualquier forma, esta cantidad sobrepasaba, con mucho, lo corriente incluso para los impuestos de toda una provincia. La asignación que recibía Herodes el Grande, en su calidad de rey, no llegaba a los mil talentos anuales mientras que el siervo de la parábola debía diez veces más. Lo que, probablemente, pretendía el Señor Jesús al inventarse estas extraordinarias cantidades era poner de manifiesto el tremendo contraste que había entre las deudas de los dos siervos. La cantidad "diez mil" era la mayor cifra con la que se contaba. Diez mil serían, por ejemplo, los ayos que se podrían tener en Cristo, según el apóstol Pablo, y diez mil, serían también, las palabras en lengua desconocida que podrían hablarse en la iglesia frente a las cinco con entendimiento (1 Cor 4:15; 14:19). El "talento" era asimismo la mayor unidad de dinero que se utilizaba en todo el Oriente Próximo. De manera que se trataba de cantidades extremas. La idea era marcar con fuerza en la mente del oyente el tremendo contraste que había entre diez mil talentos y sólo cien denarios; o lo que es lo mismo, entre doscientas toneladas de plata y, tan sólo, medio kilo. Se trata de la parábola más exagerada, más hiperbólica y contrastada de todos los evangelios. Una narración con un argumento tan fuera de lo común debía referirse seguramente a un tema muy especial. Cuando alguien no puede pagar tiene que responder con sus bienes, pero también con su persona. El derecho judío sólo permitía la venta de un israelita en caso de robo cuando el ladrón no podía restituir lo que había robado. Sin embargo, la venta de una mujer estaba totalmente prohibida. Por lo tanto este detalle a que se refiere el versículo 25, acerca de venderle a él y a su mujer e hijos, nos indica que Jesús se está refiriendo a un contexto no judío. Habría que suponer que el "señor" y sus "siervos" eran paganos. Por otro lado cabe preguntarse ¿qué sentido tendría vender a la familia? El precio de un esclavo oscilaba entre los quinientos y dos mil denarios. La suma que podía alcanzar el precio de toda la familia no guarda relación alguna con la gigantesca cantidad de cien millones de denarios que era lo que se debía. Es probable que la decisión de venderlos fuese sólo una expresión de la rabia y furor del rey. Debido a su mala cabeza aquel siervo había perdido sus bienes, iba a perder a su familia y su vida quedaría destrozada para siempre. ¿Qué hacer? Lo único que le queda es la súplica miserable y la promesa forzada: "Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo". ¿Cómo iba a pagar una deuda semejante? ¿Cómo puede ser que el rey se creyera esta promesa? La parábola afirma que lo hizo, que fue movido a misericordia y le perdonó las consecuencias de la deuda y la misma deuda. Le indultó el castigo consistente en venderlo como esclavo a él y a toda su familia, condonándole a la vez los diez mil talentos. Fue, nunca mejor dicho, un auténtico regalo caído del cielo. Puede parecer exagerado pero así de grandiosa es también la misericordia de Dios, así es el increíble perdón que el Creador del universo otorga a los que recurren a él con sinceridad. Sin embargo, pronto se cambia de escenario. Podríamos titular esta segunda parte como: "la ley del embudo" o "ancho para mí, estrecho para ti". Ahora el acreedor es el perdonado y el deudor un compañero suyo, un administrador, otro siervo del rey que le debe a él una pequeña cantidad de dinero. Lo que ocurre es exactamente lo que nadie se espera. Lo lógico sería que el que acaba de ser perdonado supiera también ser generoso y perdonar. Pero no, sino que lanzándose sobre el cuello de su colega, con gran violencia, lo ahogaba diciéndole: ¡págame lo que me debes! ¡Devuélveme los cien denarios! No es capaz de dar al otro una milésima parte de lo que le han dado a él. No sólo no le perdona la pequeña deuda, sino que lo injuria mediante su reclusión en prisión y no lo vende como esclavo porque no puede, porque la deuda no sobrepasaba el precio de la venta. En el derecho judío se desconocía la prisión por deudas. De ahí que, como se ha señalado anteriormente, es posible que Jesús se estuviera refiriendo en esta parábola a un derecho extra-judaico que era tenido como inhumano por sus oyentes. Un tribunal terrible que ejecutaba arrojando sus víctimas a los temibles abismos del mar; que era capaz incluso de torturar y de vender a las mujeres como esclavas. Cosas que los judíos no practicaban. La acción miserable de aquel hombre entristece a sus consiervos, quienes informan al rey de su actitud y finalmente se hace justicia. Lo primero que conviene decir es que la parábola de este siervo despiadado no es un relato moralista. No es una regla ética. No pretende decirnos que "los buenos perdonan y los malos no". Su mensaje no es: "sé buena persona y perdona a los que te ofenden" o "perdona porque tú también has sido perdonado". Si fuera así, el Evangelio tendría un cierto aire de obligación sospechoso: ¡como he sido perdonado, no tengo más remedio que perdonar! ¡Como Dios me ama, no tengo más alternativa que amar sin protestar y, además, con la cara alegre! ¿Es esto el Evangelio, tan sólo un simple toma y daca? La cuestión importante no es saber por qué hay que perdonar sino qué es el perdón. La actitud del primer deudor demuestra que no había entendido lo que era el perdón. Consigue la solución para su problema. Se salva él, se salva su familia, se le perdona la deuda y con eso ya tiene bastante. Ahora ya puede hacer lo que le dé la gana, incluso vengarse del susto con uno de sus colegas. Pero con esta actitud demuestra que no ha entrado en el ámbito de la misericordia y el perdón. No ha sabido aceptar el amor que el Señor le ha ofrecido. El perdón no ha calado en su alma. El don de Dios le ha resbalado por encima y ha pasado de largo. El Señor le había perdonado pero él no supo asumir realmente ese perdón, por eso, un poco después es incapaz de perdonar. Ha permanecido ciego y sordo al regalo que se le hacía, de ahí que se muestre también sordo y ciego a la súplica de su compañero. Esto nos enseña que todo aquello que recibimos de Dios pero que, en realidad, no acogemos y no nos compromete no puede llegar nunca a los demás. Si no somos conscientes de las bendiciones que Dios nos está concediendo, viviremos favoreciéndonos instintivamente de ellas, pero en nada beneficiarán a nuestros hermanos porque no sabremos derramarlas sobre ellos. Los versículos 34 y 35 son realmente escandalosos ya que hablan de un castigo inflexible mucho más duro que la prisión con la que se castiga al segundo deudor. Ni más ni menos que la tortura. ¿Cómo es posible que el Señor, compasivo y misericordioso, ahora se vuelva cruel? Algunos piensan que estos dos versículos no figuraban en la parábola de Jesús sino que fueron introducidos posteriormente por Mateo para subrayar la grave amenaza que pesa sobre los que no quieren perdonar. Evidentemente esa opinión no es demostrable. El rey aplica el castigo más duro, no la muerte sino la tortura indefinida, porque es evidente que aquel siervo no podría pagar nunca la deuda. En Israel no existía el castigo de la tortura. Una vez más se ve que se describen condiciones de vida que no eran propias de Palestina y esto acentúa el aire cruel e inhumano de aquella justicia. La reacción de este rey es de indignación y de violencia prolongada. ¿Se comporta Dios así? ¿Castiga a los culpables de no perdonar con una pena que nada tiene que ver con el perdón? El propio texto (v. 35) da la respuesta: Dios nos tratará así si no perdonamos a nuestros hermanos, pero si sabemos perdonar nos tratará con misericordia. ¿Por qué se da tanta importancia al perdón? Porque el perdón fraterno es el cimiento indispensable de la comunidad mesiánica, del reino de Dios, de la Iglesia de Jesucristo. El perdón al hermano es fundamental, es necesario y es urgente dentro de las congregaciones. Negar ese perdón es algo muy grave desde la óptica de Jesucristo ya que pone en peligro la existencia de la esposa del Señor, la continuidad de la propia Iglesia. Los huecos de rencor en el seno de la comunidad cristiana son como la carcoma que debilita y empobrece toda la estructura del edificio eclesial. De ahí que el Señor Jesús diera tanta importancia al perdón, al amor y a la fraternidad. La oración del Padrenuestro nos ayuda a completar esta parábola: "Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; más si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas" (Mt 6:14-15). Si nosotros no somos capaces de perdonar, si rompemos unilateralmente la única cláusula, el único compromiso con el Señor, entonces el perdón que él nos podría conceder queda automáticamente roto. Somos nosotros los que limitamos de manera consciente el perdón de Dios, que es de por sí ilimitado, cuando le ponemos límite a nuestro perdón. No perdonar al hermano es apartarse de Dios, es autoexcluirse de su reino. El que se niega a perdonar a su hermano ¿cómo puede pretender que Dios lo perdone a él? El perdón no puede ser una especie de acto heroico, excepcional, aislado, que sucede pocas veces, sino una característica constante en la vida del creyente. Hay que pasarse la vida perdonando. Siempre y a todos. Sin embargo, hoy parece como si algunos cristianos hubieran logrado compaginar el rencor, la memoria prolongada de los daños sufridos, con su fe y su práctica religiosa. En el fondo se trata de buenos cristianos pero capaces de odiar. Asisten a los cultos pero se niegan a perdonar. Educan cristianamente a sus hijos, se preocupan por que acudan a la escuela dominical, pero ellos hace años que no se hablan con su hermano. Van a la iglesia pero no se saludan. Participan de la misma reunión pero se ignoran. ¿Cómo puede Dios perdonarnos las ofensas, si nosotros no sabemos perdonar? El que perdona no es un héroe, es simplemente un cristiano. El poner la otra mejilla no es el gesto de un loco, sino de un seguidor de Jesucristo. La Iglesia está llamada a ser testimonio vivo del perdón que Dios ofrece a toda la humanidad. Testimonio de la reconciliación en un mundo donde los conflictos han adquirido carta de normalidad y donde las divisiones y desavenencias son el pan de cada día. El perdón forma parte de la esencia del Evangelio porque es su elemento constitutivo, es la semilla del reino. Conviene tener en cuenta que la principal razón para el perdón no es humana sino divina: Dios quiere que cada uno perdone de todo corazón a su hermano. El relato compara el reino de los cielos con un rey. Es evidente que detrás de tal rey se esconde la figura de Dios. El primer deudor, el que debe una impresionante suma, simboliza al ser humano que escucha el mensaje del perdón pero no lo asume ni desea participar de él. La parábola apunta hacia el juicio final y constituye una severa amonestación hacia todos aquellos que se parecen a este siervo inmisericorde. La lección es clara: el que cree en Dios debe otorgar a otros el perdón que él mismo ha experimentado. Allí donde actúa la clemencia y la gracia divina produciendo corazones dispuestos también a perdonar, allí indulta la misericordia de Dios; pero a quien abusa de la indulgencia del Todopoderoso, el peso y la severidad de su justicia le aplastará como si nunca hubiera sido perdonado.

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