Cuando el que muere es el amor

El hecho ocurrió en Miami. Afectivamente, muy cerca nuestro. Se veían como una familia feliz. Dos hijos adolescentes, participación activa en una de las iglesias evangélicas de la ciudad, prosperidad económica y dos abuelos orgullosos de su hija, del yerno y de los nietos.

21 DE JUNIO DE 2008 · 22:00

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Se habían jurado amor eterno y habían dicho que sí a todo lo que, manual en mano, les preguntara el ministro. Un día cualquiera, de esto hará menos de un año, los jóvenes esposos planearon un viaje breve a un lugar cercano dentro del estado de la Florida. Como era habitual, los nietos quedaron a cargo de los abuelos. Cuando se suponía que era el tiempo de regresar, el suegro (buen amigo nuestro y fiel creyente también) los llamó al teléfono móvil para saber si todo seguía según lo previsto. «Sí, suegro, no se preocupe, todo está bien y ya vamos de regreso» fue la respuesta. No había por qué preocuparse. Aquello era solo rutina. Sin embargo, pasaron las horas, se hizo de noche y la pareja no llegaba. El suegro volvió a llamar. No obtuvo respuesta. Pensó: «¡Qué raro! Me dijo que ya venían y aún no llegan. Esperaré hasta mañana. Quizás decidieron a última hora quedarse por el camino a pasar la noche. ¿Pero por qué no me contestarán?» Al día siguiente, y en vista que no lograba comunicarse con ellos, llamó a la policía para dar cuenta de una desaparición sospechosa de la pareja. A los dos días de la denuncia, encontraron… los cuerpos. La hija de mi amigo tenía varios disparos por la espalda (lo que sugiere que quiso huir cuando se dio cuenta de las intenciones de su marido) y el yerno, un solo tiro en la sien derecha. Junto a él, el arma asesina. Como no quedó nota alguna, nunca se sabrá con exactitud qué fue lo que llevó a este joven marido a cometer homicidio-suicidio. Hasta que la muerte los separe. Siempre hemos entendido, porque así nos formaron, que cuando se pronuncia esta frase sacramental, se está pensando en lo más obvio: la muerte física de uno de los cónyuges. Nunca en la muerte del amor que en algún momento pudo haber intentado florecer en sus vidas. Pero hoy se dan abrumadoramente más estas muertes que aquéllas. ¿Debe la iglesia modificar sus criterios respecto a la durabilidad de los matrimonios surgidos a la sombra de sus altares y con la frasecita de marras que pareciera, con tanto usarla, que ha llegado a adquirir categoría de «divinamente inspirada»? Porque uno de los tantos mitos que sobreviven al paso del tiempo dentro de nuestras cofradías es que basta con que se pronuncie esa frase y se pida la bendición de Dios sobre los contrayentes para que el Altísimo acuda a sellar esa unión para siempre. ¿Es la bendición pastoral o sacerdotal garantía suficiente de que Dios está presente en esa unión? ¿Y qué de los divorcios? ¿Seguiremos condenando a quienes optan por esta vía para solucionar una situación que de otra manera se antoja insoluble? (Deliberadamente no tocamos en este artículo el tema de la homosexualidad y su versión femenina, el lesbianismo, demasiado espinosos y con los que la iglesia también pareciera seguir comulgando con ruedas de carreta. En alguna otra ocasión lo haremos.) No hace mucho, uno de los miembros de una pareja de creyentes unida en matrimonio al estilo tradicional evangélico vino a mí para hablarme de la crisis por la que estaban pasando y de lo inminente que se veía el divorcio. «Sencillamente», me dijo, «el intento no prosperó». No culpó a la otra parte; en realidad, no culpó a nadie. «Creo que nos equivocamos» concluyó, «y, como ocurre siempre que no se hacen las cosas bien, existe la posibilidad de desandar lo andado y comenzar de nuevo». ¿Desandar lo andado y comenzar de nuevo? Hágalo si quiere pero lejos de las puertas de esta iglesia. Aquí no se acepta el divorcio. ¿Y los divorciados? ¡Fuera! Esta actitud pareciera estar reconociendo que Dios acepta la marcha atrás y el comenzar de nuevo en todo menos en el matrimonio. En lo demás Dios ofrece la posibilidad de la reivindicación pero en esto no. Aquí no hay derecho a equivocarse. ¿Será así o es que nosotros, los intérpretes de la ley, nos hemos convertido en modernos fariseos que colamos el mosquito y nos tragamos el camello? ¿Qué fue lo que ocurrió en los ejemplos que pongo más arriba? ¿No será que el que se murió fue el amor y que eso fue suficiente para que todo lo demás tuviera un fin que nadie deseaba? Contrariamente a lo que usted podría pensar, cuando esta última persona vino a contarme su situación no me dediqué a aconsejarla ni a hacerla cambiar de parecer. Ni tampoco a encontrarle la razón a ella y declarar culpable a la otra. Le manifesté mi dolor por la no materialización del deseo inicial de querer formar un hogar, una familia. Y terminé diciéndole: «Que Dios se glorifique en la separación como se glorifica en la permanencia de la unión». Y, aunque suene a escándalo, creo firmemente que es posible que Dios se glorifique en la separación como se glorifica en la unión que prospera y se consolida. Ahora bien. No estamos hablando de aquellos casos en que se accede a la unión con otra persona del sexo opuesto con el criterio de que si las cosas no caminan, no hay más que abandonar e intentar por otro lado. Estamos hablando de situaciones en las que las personas involucradas, o a lo menos una de ellas, actuó de buena fe y con la mejor intención. Gary Smalley, uno de los tantos autores evangélicos que ha escrito sobre el tema, dice que para amar al cónyuge primero hay que amar la vida. «Acepte en su mente», dice, «la idea de que enamorarse de la vida es la mejor forma para mantenerse enamorado de su cónyuge… para siempre» (pág. 9). ¿Así de fácil? La persona del ejemplo que acabo de dar me dijo: «Me he ido de la casa; por ahora, he vuelto a vivir con mis padres. He renunciado a todo lo que alcanzamos a adquirir. Me siento libre. He recuperado el deseo de seguir viviendo. Ahora puedo volver a disfrutar la vida». Que estas palabras no induzcan a error. Se trata de alguien que teme a Dios y que ha vivido toda su corta vida dentro del ámbito de la iglesia; de alguien que no busca los placeres que ofrece este mundo y cuyas amistades comparten los mismos principios suyos. No es que ha recuperado la libertad para ir de juerga y entregarse a los placeres fáciles; es, sencillamente, que ama la vida y quiere vivirla plenamente, con compañía o sin ella. Hoy día, como nunca antes, pareciera que los jóvenes conjugan más el verbo «sin» que el verbo «con». Casarse hoy día parece un riesgo al que muchos no quieren exponerse. ¿Y tener hijos? ¡Ni se diga! Los hijos, cuando los padres no logran darle consistencia al matrimonio se transforman en una atadura con implicaciones que van más allá de un simple «tú te vas por tu lado y yo sigo mi camino». Lo mencionábamos en nuestro artículo De encuestas y de «feses» aparecido en el número 213 de P+D. Mientras la madre trata de obtener la mayor cantidad de dinero para solventar la manutención de los hijos tenidos en el matrimonio que se derrumba, el padre trata de aparecer ante la ley ganando lo menos posible. Y en todo este forcejeo se dan los excesos más inverosímiles por ambos lados. Usted debe conocer más de un caso que confirme lo que aquí señalo. Podríamos citar muchos otros ejemplos de los que tenemos conocimiento directo pero baste con lo dicho. Lo importante de estas reflexiones es que no hay duda que hoy más que nunca, antes que muera fisicamente uno de los cónyuges, se está muriendo el amor que alguna vez existió entre ellos con lo cual no queda otra alternativa que prepararle al matrimonio unas buenas honras fúnebres.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El escribidor - Cuando el que muere es el amor