cerca de Cintalapa
Chiapas, México
10 de marzo


La selva es hermosa y peligrosa, especialmente cuando uno se adentra en ella sin más guía que un par de mapas y de indicaciones de alguien que pasó por allí hace veinte años cuando era un muchacho. En la selva todo cambia a un ritmo que es el suyo propio, distinto al de la civilización adormecida por la expansión de las ciudades. Me han dejado un machete; al pri"/>

Desierto de lluvia

cerca de Cintalapa
Chiapas, México
10 de marzo


La selva es hermosa y peligrosa, especialmente cuando uno se adentra en ella sin más guía que un par de mapas y de indicaciones de alguien que pasó por allí hace veinte años cuando era un muchacho. En la selva todo cambia a un ritmo que es el suyo propio, distinto al de la civilización adormecida por la expansión de las ciudades. Me han dejado un machete; al pri

29 DE DICIEMBRE DE 2007 · 23:00

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Buscaba aventura y ya la tengo. Por ahora he esquivado con éxito un par de culebras que su cabeza en forma triangular no me daba muchas confianzas, y también he logrado no ser picado por ciertas plantas cuyo veneno deja ronchas en la piel que nadie aguanta sin rascar. Lo que no esquivo son los mosquitos que se desplazan por grupos que forman efímeras nubes inquietas. Y un olor a maíz siempre presente me mantiene el hambre despierta. Busco un camino hacia Tuxtla Gutiérrez, desde donde partiré al lugar donde se encuentran los restos más importantes y sorprendentes de la civilización azteca. Sin embargo, al parecer la selva ha vuelto a hacer de las suyas y ha cubierto de piedra, barro y vegetación el sendero que me lleva a la ciudad. Me pierdo unas cuantas veces y al final me siento sobre una roca de gran tamaño, redonda aunque un poco incómoda. Me aprietan las botas y empiezo a tener frío y preocupación. De improviso, una vez más, llueve. Con tal intensidad que se forma una capa nívea sobre la vista. Me pongo a cubierto bajo unos árboles, a pesar de saber que no es lo más aconsejable en una tormenta breve y fuerte de este tipo. El sonido empieza a atronar, para luego convertirse en un susurro junto a las grandes hojas que abrigan a los cafetales, y luego en un silencio yermo al acostumbrarse el oído a ese susurro. Aunque suene raro, es como si estuviera en el medio de un desierto, sólo que este es azul y líquido. Pero mire adonde mire, la imagen es la misma: imprecisión y fluctuación. Tan sólo se detectan algunos contornos en la lejanía de los que uno no quiere fiarse demasiado. Las dunas de agua me empapan, casi me ahogan, y me sumen en la sensación de que sólo queda esperar y encomendarse a los cielos que a la vez descargan y azotan todo lo que se encuentra a su paso. Cierro los ojos y aguanto, agarrado a la roca. Al despertar, cubierto de agua y maltrecho, ahora bañado por la luz del sol que pronto calienta mis huesos, comprendo que es como si volviese a empezar, otra vez. Respiro aire con ansia, como si este fuera un paréntesis en el manto de agua impenetrable y necesario. El camino que buscaba se ha despejado debido a la lluvia. No podría haberlo hallado de otra forma, pues estaba bien escondido. Demasiado bien para parecer de verdad. Aturdido, lo tomo y en unos instantes, ya casi seco, atisbo las primeras marcas de bienvenida a Tuxtla Gutiérrez. Vuelvo a oír pisadas no tan lejanas, que conducen al cañón del sumidero. Miro al cielo y no puedo creer que un rato antes esta marisma de multiformes tonos turquesas, tan despejada e inalcanzable, impalpable pero aun así existente como pocas cosas, fue un desierto de nubes que lloró un desierto de lluvia en un uniforme gris pálido que amenazó con detener mi viaje. Con todo, el camino continúa alegremente.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Tierras - Desierto de lluvia