La mejor foto de 2006

El jurado de la 50 edición de los Premios World Press Photo 2007 a la mejor instantánea del año eligió este viernes 12 una imagen del fotógrafo estadounidense Spencer Platt, de Getty Images, como la ganadora del año 2006. La fotografía muestra un grupo de jóvenes libaneses que circulan por el sur del Beirut devastado en el verano de 2006 por los bombardeos israelíes, concretamente el 15 de agosto, primer día del alto el fuego entre Israel y Hizbulá.

10 DE FEBRERO DE 2007 · 23:00

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El jurado que preside Michele McNally describe la fotografía ganadora como “una imagen que puedes seguir mirando. Tiene la complejidad y la contradicción de la vida real, en mitad del caos. Va más allá de lo obvio". La escena te lleva a crear tus propias historias y la primera que se me ocurre es la del chico con camiseta de color gris tristeza que aparece en medio de la imagen, a pie de los escombros. Es un joven que repentinamente se ha topado con la exhibición de los derruidos andamios que sostienen la realidad de un mundo que en el fondo siempre ha estado caído. Este muchacho, apenas irreconocible en la imagen, camina en dirección contraria al lujo cargando un ánimo que le distrae de admirar la espontánea belleza de las chicas que pasean en el coche. La inercia le hace dirigir su mirada al cielo, como si algo o alguien le susurrase que el ungüento para su frustración no se encuentra a derecha ni a izquierda sino arriba. Otra historia que se hace inevitable al ver la foto es la evidente parábola de un mundo de apariencias y presencia cuidada que prefiere mirar al otro lado de la injusticia para evitar que el polvo se adhiera a unas gafas de sol que apenas traslucen miradas perdidas. Es sólo otra historia. Lo más triste de la imagen es saber que no necesitamos ir al Líbano para recrear estampas de guerra y burlescos contrastes. Quien más o quien menos, cada uno de nosotros ha sido cómplice del satánico ego y de la indiferencia, siendo partícipes de un delito para el que usamos coartada de excusas de gran calibre que disparamos en conversaciones de salón desde un absurdo mundo interior que escupe pretextos con los que revestimos lujosos coches de color rojo metalizado. Es ante este daño irreparable de las contradicciones que nos sacuden desde siempre que un seguidor de Jesucristo llamado Pedro descubriría, casi por sorpresa, que esa justicia que anhelamos existe de verdad y que, por tanto, se revela como aquella acción sanadora que un día pondrá cada cosa en su sitio. Esa extraña convicción se sostenía en la esperanza desprendida de la misma persona de su maestro, aquella experiencia demodelora que pudo llevarle a decir que Jesucristo, según su gran misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 Pedro 1, 3-4). Pedro usa aquí palabras con el prefijo negativo in porque ha entendido que tal esperanza no merece ser descrita con palabras que definen sino en comparación con aquella suciedad que albergamos y que pronto será sacudida. Es una herencia que explosionará nuestra injusticia arrasando con ese maldito poder nos lleva a estropear siempre cualquier belleza que se nos entrega y que tras la tragedia no conseguimos reconstruir. Ese día de liberación definitiva acabará con la guerra. Todo llegará.
Será echado un puñado de grano en la tierra, en las cumbres de los montes. Su fruto hará ruido como el Líbano. Y los de la ciudad florecerán como la hierba de la tierra. Será su nombre para siempre. Se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones
Salmo 72, 16-17

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