Kapuscinski: leer y escribir

La cultura de lo instantáneo, que gobierna por todas partes, quiere hacernos creer que si dominamos ciertas técnicas, o aplicamos determinadas recetas, lograremos de inmediato nuestras metas, los objetivos más difíciles. Todo será cuestión de aplicar al pie de la letra las máximas de los gurús de moda, de los exitosos que nos aseguran resultados deslumbrantes.

27 DE ENERO DE 2007 · 23:00

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En el tenor mencionado, entonces, escribir sería una cuestión de aprender a manejar unas pocas directrices mecánicas. Este enfoque pone el énfasis en el cómo, y casi desaparece el qué. Pero la verdad es lo contrario. Primero es necesario tener algo qué comunicar, después viene el cómo hacerlo. En el qué se incluye la formación del futuro escritor. Y en esa formación se conjugan tanto la vida cotidiana con todas sus aristas, como el tiempo destinado a mirar detenidamente nuestro entorno a través de la sensibilidad de quienes nos han legado su experiencia en libros. El ejercicio de la escritura es antecedido, necesariamente, por la lectura continua, paciente, que deja en nosotros improntas que aflorarán cuando nos encontremos, solitarios y al mismo tiempo acompañados, ante el reto de la hoja de papel o pantalla de la computadora en blanco. Hace unos días murió Ryszard Kapuscinski, considerado en los círculos periodísticos globales el mejor reportero del siglo XX, él participó como docente en talleres organizados por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), proyecto gestado por Gabriel García Márquez, y en esas sesiones compartió su vasta experiencia. En pocas palabras se refirió a un hecho central: “Para producir una página, debimos haber leído cien”. Es decir, la riqueza del proceso formativo del escritor se hará evidente en lo por él o ella redactado. Es una temeridad lanzarse a escribir sin detenernos a pensar seriamente en si tenemos el respaldo cultural suficiente como para seguir avanzando en el camino de la expresión escrita. Hace dos décadas publiqué mi primer artículo en un diario editado en la ciudad de México, y de circulación nacional. Me atreví a escribir dos o tres artículos más, los cuales alcanzaron la luz en las páginas de esa publicación, cuyo público lector estaba conformado mayormente por estudiantes universitarios y profesionales jóvenes de centro-izquierda. El editor de la sección de opinión me invitó a sumarme a la planta de articulistas, con el compromiso de entregar un escrito semanal. Acepté y comprobé cómo mi bagaje cultural se iba agotando. En aquel tiempo se estilaba entregar en el diario personalmente el artículo. Cumplida la tarea, recuerdo hoy con nitidez, me embargaba la angustia, casi el pánico, al ponerme a pensar sobre qué iba escribir para la siguiente semana. Me costaba un enorme trabajo encontrar un tema para analizar, sobre el cuál dar mi opinión. Pronto tuve que aceptar una realidad fría y contundente: temas sobraban, el incapaz de abordarlos era yo. Llegué a la conclusión de que poseer información no produce a un escritor, pero que sin un trasfondo informativo considerable, sin una solidez intelectual previa, uno difícilmente puede ser escritor. En el camino tuve que reforzar una convicción y gusto que ya tenía, el de la lectura por el placer de hacerla, pero acicateada por el deber de verme “obligado” a cumplir mi compromiso semanal con el periódico. Comprobé eso que dijo Kapuscinski, la escritura de una página descansa en la lectura de muchas, pero muchas más. Porque por muy novedoso que nos parezca el asunto sobre el que vamos a escribir, lo cierto es que el tópico tiene raíces que nos habilitan para entenderlo y, en consecuencia, explicarlo a nuestros potenciales lectores. Kapuscinski subrayó esto para el caso del periodista, pero creo que es perfectamente válido para quienes sin serlo aspiran a practicar el oficio de escribir: “Todo periodista es un historiador. Lo que él hace es investigar, explorar, describir, la historia en su desarrollo. Tener una sabiduría y una intuición de historiador es una cualidad fundamental para todo periodista. El buen y el mal periodismo se diferencian fácilmente: en el buen periodismo, además de la descripción, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio, encontramos sólo la descripción, sin ninguna conexión o referencia al contexto histórico” (Los cínicos no sirven para este oficio. Sobre el buen periodismo, Editorial Anagrama). Almacenar lecturas en nuestra memoria, sumar volúmenes recorridos ávidamente por nuestros ojos, para nada es garantía de que tendremos la capacidad para desmenuzar un tema y expresar nuestro punto de vista sobre el mismo por escrito de forma articulada. Alberto Manguel, en su magistral Una historia de la lectura, nos recuerda que “esta trampa ya la señalaba Séneca en el siglo I de nuestra era. Acumular libros, decía Séneca (o información electrónica, diríamos hoy) no es sabiduría”. Pero la otra parte también es verdad, sin libros vitalmente leídos es harto difícil poder pronunciarnos con conocimiento sobre los asuntos que incumben a los humanos. Escribir es hablar, decir nuestros pensamientos y palabras a otros. Pero podremos hablar mejor si antes escuchamos, y leer es una forma hermosa de escuchar a otros y otras. La lectura comprometida de buenos libros nos ayuda a desarrollar un pensamiento crítico, que sabe evaluar y elegir entre las distintas opciones que se nos presentan. Aunque no todo lector consuetudinario se aventura a escribir, la evidencia muestra que un escritor es un lector habitual. Una vez conscientes de que robustecer el qué vamos a decir es un ejercicio en permanente crecimiento, que se expande conforme añadimos alimento intelectual a nuestro ser, entonces podremos trabajar en el cómo vamos a exteriorizar, por escrito, lo que nos bulle en la mente y en el corazón. El buen manejo de las técnicas de redacción no es sinónimo de ser un buen escritor, pero todo buen escritor debe saber usar esas técnicas. Ya lo dijo García Márquez cuando justificó la creación de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, “Cuando empecé en ese oficio (de escribir) tuve grandes maestros que no me perdonaban un adjetivo fuera de lugar. Los jóvenes de ahora escriben a la buena de Dios. Nadie tiene tiempo para enseñarles”. Con dificultad tendremos el privilegio de ser enseñados directamente por grandes maestros. Pero podemos tener a nuestro alcance a esos maestros o maestras, ya muertos o vivos, por el milagro de la lectura. Por ejemplo, Ryszard Kapuscinski nos dejó, además de varios libros extraordinarios, sus enseñanzas impartidas en los talleres auspiciados por la FNPI y que fueron recogidas en un volumen titulado Los cinco sentidos del periodista (estar, ver, oír, compartir, pensar), publicado por el Fondo de Cultura Económica. Herramienta útil es la redactada por Daniel Cassany, La cocina de la escritura (Editorial Anagrama). Un libro para “radiografiar” nuestros escritos y mirar cercanamente los males de los que adolecen es el de Álex Grijelmo, por varios años Jefe de Redacción de El País, en España, El estilo del periodista (Ediciones Taurus). Entre los autores mexicanos, y después de usar varios textos en las clases que me ha sido dado impartir, me quedo con Federico Campbell, Periodismo escrito (Editorial Alfaguara) y Sandro Cohen, Redacción sin dolor. Aprenda a escribir con claridad y precisión (Editorial Planeta). El estudio de estos materiales nos brindará orientación y un mejor manejo de la escritura en nuestro idioma. Los nutrientes de la lectura son los que nos habilitan para escribir. A esos nutrientes les damos un toque de nuestra personalidad, porque cada uno los asimila de manera distinta y los transforma según sus capacidades y genio. Leer y releer, y así ser más aptos para escribir lo que se anida en nosotros y echarlo a volar junto con otras aves liberadas en distintos tiempos y lugares.

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