Esclavos del otro

La persona como tal, la de verdad, solo la conoce realmente uno mismo en el mejor de los casos, y Dios, al que no se le escapa nada.

10 DE NOVIEMBRE DE 2019 · 16:30

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De las muchas esclavitudes que nos absorben en este mundo en que vivimos, pocas hay que tengan el nivel de alcance que ejerce sobre nosotros la opinión de los demás. Aparentamos ser seres absolutamente libres, despreocupados, que hemos superado ya los convencionalismos, protocolos y demás corsés de tiempos anteriores, para embarcarnos en un viaje de pureza relacional en el que lo auténtico está a flor de piel, porque no hay nada que esconder. 

Sin embargo, todos, absolutamente todos, tenemos “cadáveres” en los armarios: aspectos de nosotros que nos avergüenzan y que nos gustaría tachar de nuestro currículum aunque, como sabemos que eso no es posible, pues tenemos que conformarnos con que el “documento” quede lo más disimulado y disfrazadito posible. Eso hoy en día se hace a base de silencio y buenas capas de maquillaje tecnológico, principalmente. Silencio, porque ninguno contamos lo que no queremos que se sepa de nosotros. Maquillaje tecnológico, porque uno puede construirse el personaje a medida y presentarlo en sociedad a través de la catapulta inmensa que suponen las redes sociales. A partir de ahí, “solo” hay que mantener al monstruo. “Nada más”. De ahí la esclavitud de la que hablábamos al principio, y frente a esto se nos presentan dos posibles opciones: 

La primera es procurar mantener una cierta coherencia interna entre lo que se mostró en algún momento y lo que se sigue proyectando con el paso del tiempo. Que no nos pillen en ningún renuncio, para no quedar mal, a ser posible. La persona como tal, la de verdad, solo la conoce realmente uno mismo en el mejor de los casos (y no es ni lo más fácil, ni lo más habitual) y Dios, al que no se le escapa nada. Pero como lo que parece importar es el personaje, mientras éste siga vivo de cara a la galería, la persona es casi lo de menos. Eso queda en casa, mientras el personaje sea coherente, parece persona. De lo que no solemos darnos cuenta es de que ésta última se va desgastando, distorsionando y transformando para mal en este proceso, hasta el punto de difuminar quién se es en realidad y dejarlo poco descifrable, incluso, para nosotros mismos. Llevamos tanto tiempo disimulando, obviando, disfrazando, tragando hacia dentro lo que no queremos que se permee hacia fuera, que nos perdemos por el camino.

La otra opción, nada coherente a nivel interno ni externo, pero cómoda sin duda, aunque tiene sus muchos contratiempos, es ir salvando los muebles día a día, aunque se haga a base de ninguna consistencia y de quedar permanentemente mal ante quienes se den cuenta, lo cual es una pura contradicción en términos, pero tan real como la vida misma. Lo hacemos para generar opiniones, aunque éstas no duren siempre. Pan para hoy y hambre para mañana.

Desde esta segunda opción, nada infrecuente por cierto, un día puedo decir una cosa y al siguiente puedo decir la contraria sin que me tiemble el pulso ni lo más mínimo. Fue útil durante el efímero momento en que aquello pareció coherente. Lo vemos todos los días en la política, por ejemplo, y sin ir más lejos. Pura imagen, pura distorsión, pura falta de decoro y profundo desprecio hacia la inteligencia de quien observa desde fuera, alucinando en todos los colores posibles. Porque algo así solo puede suceder, de nuevo, por dos razones, principalmente: la primera es que quien lo haga sea bastante tonto y no sea capaz de mantener ni unos mínimos de coherencia por falta de habilidad; la segunda, que se dé por hecho que el tonto es el que recibe el mensaje, que no se dará cuenta de la falta de coherencia interna del discurso, del mensaje inconsistente y vacío de contenido y del cuadro de vida penoso que se está presentando como si fuera una gran hazaña o descubrimiento. 

A veces, y esa es la tercera opción, probablemente, se puede tratar de una mezcla de ambos, y es sin duda, porque en demasiadas ocasiones parecemos ser demasiado benevolentes con ese tipo de incoherencias y las pasamos por alto una y otra vez, de forma que nunca se hace verdaderamente necesario un cambio por parte de quien nos engañó, porque ya consiguió su propósito y para cuando nos damos cuenta, ya es demasiado tarde. Tonto él, quizá, frente a algunos, pero frente a aquellos con quienes le funcionó la artimaña, es una jugada redonda, francamente. Si eso fue así, tontos nosotros también, que se lo permitimos. 

En otros casos, sin embargo, pareciera simplemente que nos da igual que se nos esté tomando el pelo, aunque nos demos cuenta, porque la vida no nos da para mucho más, que bastante tenemos, y la resignación parece haberse adueñado de nosotros. Pero seguimos presenciando cada día el desfile de pretensiones, disfraces, amagos, promesas, demagogias y demás triquiñuelas que permitan que la persona, de nuevo, quede lo más bajo tierra posible. Traigámonos esto de la política a cualquier otro ámbito de vida y el diagnóstico no será demasiado distinto. Tampoco lo serán las soluciones, aunque no sean fáciles.

Cada vez se vive más de la imagen, y no solo afecta a las modelos, o los políticos. Ellos son solo la punta del iceberg, y bajo el nivel del agua estamos todos nosotros. Muchas personas de a pie, peleamos cada día duras batallas contra toda esta maquinaria que se mueve alrededor de la imagen, de lo que los demás puedan opinar de nosotros a nivel externo, familiar, profesional, social... Las marcas nos lo recuerdan cada día, el tipo de coche que conducimos, el permanente esfuerzo por vivir por encima de nuestras posibilidades, el colegio de los niños, que no tiene por qué ser mejor que el público de la esquina, pero es más pintón, como su uniforme. Los cánones que nos dicen qué es bello o no, bueno o no, están por todas partes. Todo el mundo opina, todo el mundo observa y como además lo hace de manera superficial, porque nadie tiene tiempo ni ganas reales de conocer en profundidad lo que tiene delante, las primeras impresiones y las tarjetas de visita son fundamentales. Tal pareces, tal eres.

Necesitamos ser queridos, aceptados, parte del rebaño, y para ello estamos demasiadas veces dispuestos a aceptar lo que imponga la mayoría, aunque no lo reconoceremos fácilmente, porque es políticamente incorrecto y no queda bien a nuestra imagen, aunque sea cierto. Nos cuesta ser los primeros en aplaudir, en levantarnos en un auditorio, ser los primeros en opinar cuando esa opinión se produce de frente y no escondidos tras el parapeto de la red social y de la mayoría que dice “Me gusta”. Y es que dar la cara no resulta fácil, y mucho menos cuando no se está entrenado para ello. Nos parece noticia encontrarnos con alguien completamente honesto, directo, transparente. Es, efectivamente, una especie en vías de extinción, pero nos reconcilia con la vida cuando lo tenemos delante, porque admiramos la valentía que destila y reconocemos que no es nada sencillo. “No sé si yo podría hacerlo”- nos decimos, porque pensamos en lo que podríamos perder por ello.

Sin embargo nada es más alentador que poder actuar en conciencia y liberarse, aunque sea progresivamente, de ciertas ataduras. Al ganar en edad y madurez, sin duda, notamos la diferencia y reconocemos que esto es así. Lejos quedaron los años de adolescencia en los que la opinión de los demás era la vida misma y nos podía llevar incluso al suicidio obtener de otros un rechazo, o un desplante. Sin embargo, vengo observando en los últimos años una inclinación preocupante que ya no es tanto una tendencia como una realidad, a ser cada vez más inmaduros como sociedad, siendo particularmente visible en los adultos, que es de quienes uno esperaría algo diferente. Dicho de otra forma, venimos en el último tiempo comportándonos, también los adultos, como verdaderos adolescentes en ese sentido, tan dependientes del grupo y del aplauso popular como nunca lo habíamos estado. Y esto no habla de avance. Habla de profundo retroceso.

Cuando uno, sin embargo, mirando a su alrededor y reafirmándose en la necesidad de no plegarse ante lo que esté de moda o diga la mayoría, decidiendo que no quiere ser esclavo de nada ni de nadie, entiende que ha de mirar hacia la persona y hacer desaparecer el personaje, es entonces y solo entonces cuando puede empezar a crecer realmente. Lo otro era pura fachada. El público no va a estar siempre contigo. Tú y los que verdaderamente te quieren, sí. 

Hoy, al reflexionar sobre estas cosas, me digo lo siguiente: 

- Soy lo que soy, y es por gracia, inmerecidamente. 

- He sido creada, cuidada y protegida, en lo bueno y lo malo, que lo he tenido y vendrá, por Alguien que me da valor y me ama completamente, aunque me conoce profundamente. 

- Mi estatus no puede depender de un auditorio más o menos grande con un ratón, o un móvil en la mano para determinar mi valor. 

- Soy la persona que soy, con mis luces y mis sombras, muchas sombras y, sin embargo, soy amada y cuidada por quienes tengo cerca, 

- y sé que debo aprender a caminar cada día con lo que no encaja con la mayoría, porque nunca tuvo por qué encajar.

- Mi modelo es un Jesús despreciado por todos a quien no le importó serlo porque Su identidad estaba meridianamente clara frente a quien importaba: Dios Padre mismo. Era una persona sin personaje, políticamente incorrecto e incómodo, aunque nunca pasó por encima de nadie, ni necesitó el aplauso general o la aprobación de nadie. Él era el gran “Yo soy” encarnado, hecho pequeño para hermanarse conmigo, y al restarse valor, me lo dio a mí, pero yo crezco cuanto más de Él se ve en mí. Pura paradoja. 

Por eso mi imagen no puede depender ni de mis logros, ni del aplauso popular de un público que no le reconoce ni le reconocerá, porque Él no es cool, ni tendencia. Sin embargo, vivió Su vida de la forma más coherente posible, hasta la muerte y eso me cautiva profundamente, más que cualquier imagen de lo que uno puede imaginar llegar a ser. 

Seguir a Jesús es hoy más contracultural que nunca. Quiero parecerme más y más a Él, interesado por la persona y no por la opinión de cada cual, y eso es difícil, muy, muy difícil . Me preocupa, principalmente, lo que Él piense de mí, más allá de las opiniones de los de dentro y los de fuera, y cuando pienso en eso me siento, de repente, completamente libre, porque sé que Dios mismo me mira bien, porque me ve a través de Aquel en el que mi vida está escondida: Jesús mismo, coherente, perfecto... y profundamente amado por el mismo Padre que me ama a mí. 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Esclavos del otro