El reto de devolver valor en los pequeños gestos

Lo que a muchos nos cautiva del Jesús de la Biblia fue precisamente eso: renunciar a su comodidad como Dios para caminar entre aquellos que, como bien sabía, un día le traicionarían y asesinarían en una cruz.

26 DE OCTUBRE DE 2019 · 21:45

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En un mundo como el nuestro las personas perdemos valor por momentos. Las cosas, lo material, descaradamente nos ha hecho un adelantamiento antirreglamentario por la derecha -con nuestro permiso paulatino a lo largo de los últimos años, por supuesto- y nos ha desbancado del ranking de lo “innegociable” a la posición de “opcional”. De forma que, hoy, lo de menos son las personas, con todo lo que eso lleva consigo.

Es en cada gesto de nuestro día a día podemos verlo, espero que con horror, desde primera fila. Porque la consecución de escenas en las que esto ocurre empieza desde la manera en la que conducimos nuestros coches o nuestras carreras profesionales, hasta la forma en la que tratamos a nuestros mayores, como sociedad y como individuos. El capitalismo es mucho más que un sistema económico a nivel de naciones. Se ha convertido en algo marcado a fuego en nuestro ADN como individuos que marca cada pequeño gesto de nuestra forma de vivir. Afecta a nuestros hijos en las celebraciones de cumpleaños, en su agradecimiento por lo que reciben cada día, en su estado de ánimo frente a lo mucho que tienen y a lo poco que lo valoran. Incluso quien acusa a otro de capitalista desde lo que considera un paradigma completamente diferente, suele verse retratado en el mismo mal a poco que se descuide, porque no solo es algo sutil: es algo nuestro, instalado en el corazón de las personas. Otros sistemas quizá nos tientan más a nivel comunitario. Lo material y su manejo nos tienta especialmente a nivel personal e individual. Y eso lo marca y condiciona todo, desde que nacemos hasta que morimos.

Cuando uno se plantea, ante esta realidad que se ha impuesto y no deja de crecer, qué puede hacerse al respecto, quizá podría pensar que la solución es tremendamente difícil. En un sentido global puede serlo, porque hemos creado una maquinaria demasiado gigantesca e infame como para revertir sus efectos así como así. Sin embargo, a un nivel de persona a persona, que es en el que nos movemos todos, los gestos reparadores son tremendamente sencillos, pero de un impacto descomunal. No requieren grandes esfuerzos -quizá alguno a nivel de nuestra propia comodidad, a la que tan apegados estamos- aunque sí un poco de creatividad en cuanto a que son soluciones que prácticamente están en vías de extinción, y nos vemos casi “reinventándolas”, aunque no sea realmente así porque no hay nada nuevo bajo el sol.

Cuando pensamos en épocas pasadas, por ejemplo en los grandes conflictos del siglo XX, en las que la devaluación del ser humano fue mucho menos sutil y bastante más descarada -ahora todo esto sucede de manera mucho más envolvente y casi sin que nos demos cuenta- los métodos para reducir el valor de alguien nos dan la pista de qué deberíamos hacer para contrapesar aquello. Por ejemplo, si usábamos el lenguaje para catalogar y etiquetar a las personas, convirtiéndolas en cosas, en el problema está encerrada parte de la solución: usar el lenguaje para recolocar, dar su propia idiosincrasia y particular valor a cada cual. Si en el transporte de personas como cosas se las reducía al valor de objetos, anular determinadas formas de trato sobre las personas se hace innegociable. Y como esos, muchos otros ejemplos. 

Sin embargo, a pesar de lo obvios que nos parecían estos errores, no tengo la sensación de que hayamos aprendido demasiado de nuestros fracasos y meteduras de pata. Porque las cosas nos siguen importando más, porque nuestra forma de ver el mundo se hace imperativa, porque seguimos catalogando y etiquetando -a nivel de etnia, por supuesto, como entonces, pero también a niveles como el de la salud mental, la política, o la clase social-, y seguimos tratándonos como mercancía para el cumplimiento de nuestros propios fines. Obvia decir que la esclavitud sigue más vigente que nunca y, a un nivel mucho más de estar por casa, entre nosotros a pie de calle, las personas seguimos utilizando a los demás alrededor para la consecución de nuestros propios fines: te llamo porque te necesito, porque puedes darme algo, y con ello te devalúo al nivel de herramienta útil en el mejor de los casos, que volveré a dejar en el cajón en cuanto la situación se haya resuelto, a la espera de nueva necesidad. Somos, en definitiva, el medio para conseguir un fin egoísta, en el que a veces somos la víctima, pero tantas otras veces somos el verdugo.

El antídoto a esto, al menos de manera parcial, está en las pequeñas cosas, en los gestos aparentemente sin importancia

- Si veo a alguien que se queda atrás, ponerme a su nivel le revaloriza y le ayuda a seguir. Resulta sorprendente por infrecuente, y de verdad que funciona.

- Si una persona está apartada de la sociedad, con mis palabras le doy la atención que todos los demás le niegan. Cuando le incorporo a mi grupo, aún más: le doy un lugar de valor para mí, el lugar donde ubico a los míos.

- Cuando supero mis prejuicios y estoy dispuesto a no juzgar, sino a escuchar la historia de otro, empiezo a entender el camino por el que ha tenido que transitar, y cómo no es tan diferente a mí como pensaba. 

- Cuando rompo el molde de comodidad al que estoy acostumbrado, y me remango para ayudar a otro en medio de su tarea, equiparo la situación de ambos y puedo empezar a comunicarme de forma valiosa con la persona que tengo enfrente, con las manos manchadas y no con grandes conceptos que no llegan a ninguna parte. 

- Cuando ayudo a otro a recoger lo que se le ha caído, o a buscar lo que ha perdido, me preocupo por su bienestar y reparto su carga entre su espalda y la mía. ¡Cuánto más si a quien levanto es a la persona misma, porque yo mismo he tenido que ser levantado en alguna ocasión!

- Cuando dejo lo mío por un momento para priorizar lo del otro, al darle calidad en mi atención y mi tiempo, transmito un mensaje absolutamente contracultural y revolucionario a la otra persona. ¡Tú me importas más que lo que estoy haciendo!

Y así en una multitud de situaciones que el día a día me trae y nos trae a cada uno, que nos retan y nos desafían a llevar una vida mucho más relevante e impactante de lo que estamos acostumbrados. Eso nos honra a cada cual, pero principalmente ayuda también a honrar al otro en su humanidad y valor como persona.

Esta es, por otra parte, la vida a la que estamos llamados los cristianos, principalmente por la deuda de gratitud contraída con Quien nos trató así en primer lugar. No solo es una cuestión de ética social. Es una cuestión mucho más profunda: los cristianos somos víctimas de la gracia y nos debemos a Aquel que nos amó en primer lugar, cuando nuestro valor había sido tan difuminado que no éramos capaces ni siquiera de identificarlo. Lo que a muchos nos cautiva del Jesús de la Biblia, y no del que las personas se han inventado y construido a conveniencia, fue precisamente eso: renunciar a su comodidad como Dios para caminar entre aquellos que, como bien sabía, un día le traicionarían y asesinarían en una cruz. No eran aquellos de su época solo; éramos nosotros en la nuestra también, al no darle su justo lugar. Los que le rechazaron entonces no son diferentes a los que le rechazan ahora. Pero por ellos, por nosotros, que en algún momento estuvimos ahí, también murió Cristo. 

Eliminamos vilmente a Quien perdió todo para darnos valor. Él se mezcló con las personas de su tiempo, anduvo entre ellos, se sentó a conversar con quien nadie hablaba, con los parias de la sociedad donde vivía, fue criticado y acosado por ello, cuestionado en su divinidad por atreverse a comer con publicanos y pecadores, con la escoria de aquel tiempo y espacio. Y sin embargo, nunca dio un paso atrás en ese sentido, porque a aquellos era a quienes en primer lugar venía a rescatar y servir: a los que se sabían necesitados, a los que nadie salvaría, a los que necesitaban recuperar de manera más evidente su valor. 

Jesús fue y es el Salvador, sin capa ni más aspecto de superhéroe que el que le daban sus gestos de entrega y sacrificio personal. Con los que consideraban que no necesitaban nada de Él no tuvo tanta parte, y no porque no fuera necesario para ellos, sino porque en su egocentrismo y autosuficiencia le rechazaron y perdieron la oportunidad de verse como realmente eran y somos. Personas devaluadas en nuestro camino que necesitamos recuperar nuestro justo valor, que hemos distorsionado por defecto y también por exceso en muchas ocasiones. Pero es más fácil ver a Jesús desde la falta de autoestima que desde el exceso de ella. Todos, sin embargo, necesitamos ser rescatados de nuestras situaciones particulares, de lo que somos, de lo que hemos perdido... y mirando al Maestro encontramos los pequeños y los grandes gestos que recolocan a las personas en su justo valor, no solo a nosotros, sino también a los demás. “Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros”- decía Él.  Muchos de esos gestos prácticos podrían ponerse en marcha hoy en nuestro día a día de forma concreta, con nuestro vecino, con nuestro compañero de trabajo, con nuestros hijos... 

¿Empezamos a cambiar hoy y para bien el valor de las personas?

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - El reto de devolver valor en los pequeños gestos