Lucha, pero con el corazón nutrido de paz creadora…

Hay que pensar en lo más profundo de la vida y el destino, como decía Unamuno, quien quería que sus compatriotas abandonaran la fe del carbonero y que había que trastornarles esa paz de cementerio en que han pasado la vida.

13 DE OCTUBRE DE 2019 · 21:00

Potada de El otro Cristo español, de Juan A. Mackay, y busto de Miguel de Unamuno. / Composición de José Amador Martín,
Potada de El otro Cristo español, de Juan A. Mackay, y busto de Miguel de Unamuno. / Composición de José Amador Martín

El 27 de septiembre pude asistir al homenaje que, desde hace cinco años, viene realizando la Asociación Amigos de Unamuno en Salamanca, emulando aquel que hace 85 homenajeó al Rector con motivo de su jubilación en la cátedra universitaria que ejerció durante 39 años en Salamanca.  

El homenaje de la Asociación Amigos de Unamuno contó con una conferencia titulada El teatro de Unamuno, un homenaje floral y una comida de fraternidad. Durante el homenaje floral ante el busto de Unamuno, obra del escultor Victorio Macho, un sentido discurso resumió lo que había sido aquel gran homenaje a Unamuno en el año 1934. Como que “el proyecto de rendir a Unamuno un homenaje nacional fue propuesto al regresar del exilio por el grupo de amigos que se reunieron en el café Novelty a tal efecto, haciéndose realidad de la mano del ministro de Instrucción Pública Filiberto Villalobos el sábado 29 de septiembre de 1934 con motivo de su jubilación como profesor de Historia de la Lengua Castellana, al cumplir ese día los setenta años de edad”. Y que, con motivo de esa celebración, se nombró a Unamuno Rector Vitalicio del Estudio, se creó la “Cátedra Miguel de Unamuno” y se dio su nombre al Instituto de Bilbao, todo esto firmado ese día por el presidente de la República y publicado en el Diario Oficial de la República número 275, de 2 de octubre de 1934. Se dice que “a media mañana del día 29 llegaron a la ciudad el Jefe del Estado, Alcalá Zamora, y el presidente del Gobierno, Samper, acompañados de los ministros: Pita, Villalobos, Rocha, Cid, Iranzo y Del Río, que fueron cumplimentados por el gobernador Friera; el alcalde salmantino, Prieto; el alcalde de Madrid, Rico; el teniente alcalde de Bilbao, Iturrino; los diputados Gil Robles y Casanueva; los rectores de todas las universidades españolas. Añadiéndose a esta comitiva oficial, relevantes amigos de don Miguel, como Hipólito R. Pinilla, Maura, Eduardo Ortega y Gasset, Victorio Macho, Enrique Esperabé, Borreguero, Población, José Camón, César Real, Cañizo, Gregorio Marañón y Giral. Asistió también el rector de la Universidad de Coimbra en representación del gobierno portugués, junto a todos los decanos y profesores del Estudio, autoridades locales y representantes de los partidos políticos”.

Y también ofrezco un fragmento del discurso jubilar de Unamuno durante las celebraciones del 34, que también se leyeron en el homenaje de este año:

“Día a día he venido labrando mi alma y labrando la de otros, jóvenes, en el oficio profesional de la enseñanza universitaria y del aprendizaje. Que enseñar es, ante todo, y sobre todo, aprender. Querer es sentir, sentir es pensar y pensar es hablar, hablarse uno a sí mismo y hablar a los demás, y con Dios, si lo logra. Convivir es consentirse, y consentirse es entenderse unos a otros, comprenderse. Esta fue mi obra, y obra política también. Política de civilización. ¿Que no debe entrar la política en la Universidad? Según a qué se llame política y a qué se llame Universidad. ¡De partidos, no!; ¡de entereza, sí! ¡Triste y menguado el porvenir de España si estos templos civiles de la cultura patria se achican y oscurecen en oficinas de facultades profesionales para ganarse la vida que pasa y no queda en la Historia! Y mis últimas palabras de despedida, compañeros de escuela, maestros y estudiantes, estudiosos todos: ¡Tened fe en la palabra, que es cosa vivida; sed hombres de palabra, y seguir estudiando, trabajando, hablando, haciéndonos y haciendo a España, su historia, su tradición, su porvenir, su ventura!”.

Fue en el mencionado homenaje floral ante el busto de D. Miguel, realizado por Victorio Macho con barro español en su destierro hendayés, y adquirido por suscripción popular, que me vino a la memoria la referencia que hace el teólogo, escritor, misionólogo… entre otras cosas, Juan A. Mackay, quien mucho admiraba a Unamuno desde que lo conoció y escuchó en la Residencia de Estudiantes de Madrid (1915-1916), y que, además,lo visitó en Salamanca en las navidades del año 1915 tal como lo señala en su libro El otro Cristo español: “Jamás podré olvidar mientras viva, aquel día, que inició toda una época en mi experiencia, cuando visité a Unamuno en su hogar de Salamanca durante las Navidades de 1915. Fue el año después que la influencia clerical lo había depuesto del rectorado de aquella antigua Universidad, y unos años antes de ser desterrado de España”.  Durante ese período 1915-16, Mackay había empezado a incursionar en las realidades ibéricas que formaron la base de su comprensión profunda de la historia espiritual de España y América Latina y que más tarde se vertió en su obra magistral El otro Cristo español. Su excelente labor misionera, según él, se debió, en gran parte, a “esta experiencia cultural… la más decisiva de mi vida”, como había señalado él. Para Mackay, don Miguel fue “la encarnación de España y del espíritu español”. Lo llamó “el escritor español de la literatura más notable desde el ‘Siglo de Oro’ de los siglos XV y XVI. Amante y apasionado de España y un intérprete vigoroso y orgulloso del Quijote de Cervantes.

En el año 1929, catorce años después de esta visita, se encuentra con Unamuno en Hendaya. Así lo cuenta en su libro: 

“… yendo de Sudamérica a las montañas de Escocia, compartí dos días de su exilio en el pueblo francés fronterizo de Hendaya, frente a las montañas vascas, tan fatalmente simbólicas en la vida de España. Fue aquella la oportunidad que yo había soñado durante tantos años, de compartir un breve espacio de la vida del hombre que me había revelado los secretos del alma española y cuyos escritos habían estimulado mi mente más que los de cualquier otro pensador contemporáneo.

Vivía don Miguel con gran sencillez en un hotelito, a unos cuantos metros apenas de la frontera internacional entre Francia y España. Se había escapado del estrépito y de la publicidad de París para estar cerca de la sombra de sus colinas nativas. Todos los días hacía una caminata a lo largo de la frontera. Los sencillos vecinos de Hendaya sentían gran cariño por aquel anciano, de cabeza descubierta y mejillas rubicundas, que transitaba diariamente por sus calles, vivo modelo de salud y amistad. Conocían los detalles de su vida sin miedo y sin tacha, y de la larga lucha que había sostenido en su propio país por la justicia y la libertad; conocían también la pureza nazarena y la austeridad de su manera de vivir; y por ello lo consideraban un santo.

Durante aquellos dos días tuvo lugar un sucedido que simboliza profundamente el mensaje religioso de Unamuno.  Por varias semanas, antes de mi llegada, se había hospedado con él un escultor amigo suyo, el mismo notable artista que había hecho el busto del gran novelista Pérez Galdós. El segundo día de mi visita, se me invitó a ver el busto de don Miguel, recién terminado en un molde de yeso, y que era de una semejanza magnífica. ‘Pero ¿qué es eso que tiene en el pecho?’, pregunté. ¡Grabada del lado izquierdo, sobre la región del corazón, aparecía la figura de una cruz! El escultor me contó lo que había pasado. Antes de secarse el molde, Unamuno fue un día a verlo, y con el dedo trazó el signo de la cruz sobre el lugar en que debería hallarse su corazón. ‘¿Qué va a decir la gente de Madrid cuando vea esto?’, dijo, sorprendido y un poco molesto el escultor. ‘¿No se da usted cuenta, don Miguel, de que esa cruz va a aparecer por fuerza en el bronce cuando se haga el vaciado?’. Don Miguel se limitó a sonreír en silencio. Una cruz, no suelta y pendiente del pecho, sino grabada sobre el vivo corazón de cruzado de don Miguel de Unamuno: tal es el verdadero símbolo de la vida y fe de este príncipe de los pensadores cristianos modernos. He ahí un poderoso reto a la cristiandad de nuestra época, a rehabilitar la cruz al lugar que le pertenece, al centro de toda vida y pensamiento, y a descubrir de nuevo el significado de la agonía creadora. Es una invitación al cristianismo español a estudiar de nuevo el significado de la Cruz y del Crucificado, que han desempeñado papel tan central en la épica católica en España y Sudamérica”.

He aquí una parte de la historia de ese segundo encuentro entre estos dos hombres, grabados con la pluma de uno de ellos, del teólogo escocés con alma latina que fue Juan Alexander Mackay, gran conocedor de la cultura y de la espiritualidad ibéricas y latinoamericana. Pues, como he comentado anteriormente, durante aquella ofrenda floral, ante el busto de don Miguel, realizado por Victorio Macho, al que menciona Mackay, una profunda emoción me embargó al recordar este pasaje relatado por el escocés-latino en su libro El otro Cristo español, en un ejemplar que generosamente me donó el teólogo don Samuel Escobar, gran admirador y conocedor de la vida y obra de estos dos personajes tan queridos. Sería el año 2009 cuando, a petición mía, se desprendió de tan valioso libro, dado mi interés en adentrarme en sus páginas para conocer más a Mackay y, por ende, su relación con el vasco de Salamanca.

Volví a mirar el busto, y ahí estaba la cruz en el lado izquierdo del pecho de Miguel de Unamuno, tal como lo describe Mackay. Quizá para no olvidarnos y repensar sobre su verdadero significado en la vida del hombre de todos los tiempos, porque nos recuerda la gran obra realizada por el Hijo, que murió en esa cruz, pero que también resucitó, porque si no, vana sería nuestra fe.

Y continúe, pues, esa lucha creadora, como dice Mackay, mientras dura la vida. Hay que pensar en lo más profundo de la vida y el destino, como decía Unamuno, quien quería que sus compatriotas abandonaran la fe del carbonero y que había que trastornarles esa paz de cementerio en que han pasado la vida. Despertarles la inquietud espiritual. Provocarle una lucha espiritual creadora. Llevarles a una verdadera comprensión de las palabras de Cristo, tan trágicamente mal interpretadas en las guerras del siglo XVI. “Los hombres pueden pasar por la paz de Westfalia solo si primero han pasado por la Dieta de Worms”. Y “que esta guerra penetre en todo hogar”. Dice Mackay que Unamuno no quiere la paz jesuita, una paz que es la paz de la conciencia, la fe implícita, la sumisión pasiva. Su lucha era trágica y agonizante, luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como lo hizo Jacob con Dios. A veces está en lucha, a veces en tranquilo talante. Y otra vez la lucha entre razón y corazón. Realidad de Dios e inmortalidad, y en medio la razón queriendo aplastarlas. No obstante, sea cual fuere el costo el hombre ha de vivir gozosamente de acuerdo con los valores morales eternos, dice Unamuno. Convencido siempre de que la esencia de la vida es lucha y no victoria. Y que continúe esa lucha creadora, mas acompañada de una paz creadora, cuya fuente es el símbolo mismo de la lucha y del compromiso de victoria: Cristo crucificado. Para Unamuno “la Cruz es el más divino de los símbolos, la enseña y cifra de lo eterno”. Y un símbolo de lo que debe ser la vida humana, agonía, en su sentido de lucha… Pero es algo más que símbolo: el instrumento y prenda de la victoria. Por eso exclama Unamuno: “Por ti nos vivifica esa tu muerte”.  Y no se trata solo de vida sin más, sino de vida nueva: “Eres el Hombre eterno que nos hace hombres nuevos”. La muerte de Cristo fue creadora, porque no fue un mero hombre que murió sino Dios en naturaleza humana, señala. 

Y afirma que la Cruz no puso fin a la agonía de Cristo, pues Él agoniza todavía en la vida de sus seguidores, viviendo y participando de sus padecimientos, como también lo decía el apóstol Pablo. Y lo mismo le pasa al cristianismo, dice: es una religión de agonía. Y que “el supremo objetivo de su agonía debe ser la redención de los individuos, a quienes debe convertir en cuerpos agonizantes de Cristo… el cristianismo tiene como misión hacer hombres nuevos, centros vivos de una agonía creadora, y estos debe forjarlos de pobres y ricos, esclavos y tiranos, condenados y verdugos…”.

Así, constatamos que Cristo no es solo tierra, tierra…. sino que es vida, viva, mostrada en el ‘Nuevo Hombre’, en la nueva humanidad.

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