Repensando a Juan A. Mackay

Se podría decir que Mackay llegó a comprender la persona de Jesucristo y su significación para un continente sumido en tumultuosos cambios sociales y luchas para poder alcanzar un orden más justo y una plena liberación.

06 DE OCTUBRE DE 2019 · 12:00

Varias portadas relacionadas con Mackay. / Jacqueline Alencar,
Varias portadas relacionadas con Mackay. / Jacqueline Alencar

Mientras repasaba algunos libros que he leído en diversos momentos, me reencontré con alguno de Juan A. Mackay. Y así, cuando nuevamente leí que en una entrevista le dijo a Gerald Gillette: “Muchos de los misioneros antes de nosotros se mantuvieron en contacto íntimo con la comunidad de habla inglesa. Pero nosotros no nos relacionamos con la comunidad inglesa, sino con la peruana...”, entendí lo que quiso decir cuando también afirmó: “la palabra evangélica debe hacerse carne autóctona. La persona que representa a Cristo y procura comunicar el Evangelio de Cristo ... debe identificarse de la manera más cercana posible con su ambiente humano”. Palabras que rescata el teólogo Samuel Escobar en un ensayo que escribió para una nueva edición de El otro Cristo español, publicado en 1988 para conmemorar las Bodas de Diamante del Colegio San Andrés (antes Anglo Peruano), fundado en Lima por Juan Mackay y su esposa Jane Logan.

Pues así lo había hecho su Maestro, Cristo, quien se identificó con aquellos que necesitaban su labor como Salvador, Maestro, Rey de un reino diferente, Pastor, Camino, Príncipe de Paz, Abogado, … Quien supo hacerse entender cuando decía: ‘Mas yo os digo...’.

Aunque ya lo he comentado en otras ocasiones, repito que Mackay supo encarnarse en la realidad latinoamericana, porque había entendido el alma ibérica y latinoamericana, sabía que ellos habían conocido el Cristo de Renán, pero no el Cristo que había nacido en Belén, tal como lo expresa en su libro El otro Cristo español. Tiene la preocupación de darles a conocer el otro Cristo. Así lo dijo: “Los sudamericanos han visto al Cristo español y al Cristo de Renán. Ninguno ha ejercido impacto sobre la vida. Los sudamericanos precisan un Cristo como personalidad creadora, tal como es el Gran Maestro de un amor transformador”. “El Cristo que nació en Belén fue encarcelado en España por la Inquisición y un Cristo español llegó a América Latina con los conquistadores. Queda por hallarse el otro Cristo español”.

También despierta mi interés esa capacidad para observar detenida y comprometidamente su entorno. De percibir los movimientos y renacimientos espirituales en su época., cuando faltaba ese sentido religioso en la vida de un país, de una persona… “cuando salí del Perú en 1925 para asumir el trabajo de evangelismo bajo los auspicios de la Asociación Cristiana de Jóvenes, me di cuenta de que iba apareciendo una grieta en la historia humana. Me hice consciente de la realidad de un abismo profundo en la marcha de la humanidad. Sudamérica fue el último lugar en el mundo donde se pensaba anticipar tal atraso en el progreso. Los grandes escritores sudamericanos habían proclamado que su continente era ‘donde eventualmente desaparecerían los odios de Europa y los fanatismos de Asia...”.

Se podría decir que Mackay llegó a comprender la persona de Jesucristo y su significación para un continente sumido en tumultuosos cambios sociales y luchas para poder alcanzar un orden más justo y una plena liberación.

Dice J. Sinclair, uno de sus biógrafos, que, aunque posteriormente dejó la obra educativa en Lima, para realizar su labor en la Asociación Cristiana de Jóvenes, esta nueva aventura no era un cambio de vocación, sino un cambio de lugar donde ejercer su ministerio. Él vio en esta organización un medio por el que podía llevar el evangelio a los estudiantes del continente. Para Mackay, los integrantes de la Asociación cristiana de Jóvenes eran “representantes de una hermandad cristiana internacional… misioneros dirigidos por el Espíritu de Cristo para buscar la transformación total de la vida. Sobre este pensamiento escribe un librito en 1927, “En búsqueda del ideal cristiano”, que en la primera parte aborda el énfasis sobre el crecimiento del cuerpo, mente y alma. En la segunda parte, versa sobre ‘el sentir del discipulado cristiano’.  En este mismo año escribe otro librito titulado “Mas yo os digo...”, y en 1931 “El sentido de la vida”, cuya cuarta edición se editó en Lima en 1988.

En otras ocasiones he comentado acerca de su compromiso con las reformas universitarias en el Perú, su solidaridad cuando estos fueron castigados al reclamar contra ciertas injusticias del sistema. Resultante del movimiento de reforma universitaria en el continente fue ‘El documento de Cordoba’. He aquí unas líneas del contenido de dicha declaración que he extraído del libro de J. Sinclair: “Las universidades han sido hasta aquí el refugio de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización de los inválidos y, lo que es peor aún, el lugar en el que todas las formas de tiranizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser el fiel reflejo de estas sociedades decadentes...”. Macay supo ver las señales de los tiempos, e intentar encajar su labor misionera en este contexto.

Dice Sinclair que “Mackay se ganó el derecho de ser escuchado como misionero en América Latina por los compromisos que había hecho con los sueños de los peruanos y otros latinoamericanos”. Se acercó a las personas sin adornos ni ritos y ceremonias, siguiendo la estela de Cristo, materializando así su ‘teología encarnacional’ en la tarea evangelizadora, porque cómo si no pudo sacar, no chispas, sino un inmenso rayo de luz alumbradora de ese encontronazo entre tres culturas: la española, la peruana y la escocesa allá en Perú. Esto se corrobora con las palabras que dedicó a Mackay, cuando este falleció, Luis Alberto Sánchez, historiador y crítico literario, quien, siendo senador de la República del Perú, señaló que Mackay “había sido uno de los más altos acreedores del Perú y América latina”, reconociendo su labor educadora al fundar “el Colegio Anglo Peruano, hoy San Andrés, uno de los centros de cultura y de educación más sólidos, austeros y democráticos del Perú”.  Dice que emocionado dijo: “Lo despedimos quienes le conocimos y respetamos con indisimulable emoción, con incurable y definitiva nostalgia”. Recuerdo que Mackay había conocido a Sánchez en la Residencia de Estudiantes, en Madrid, en 1915.  Recuerda Escobar su amistad e influencia “con dos gigantes de la historia política latinoamericana: José Carlos Mariátegui y Víctor Haya de la Torre, a quienes conoció cuando empezaban su carrera literaria y política”. Ambos ampliamente citados en el libro “El otro Cristo español”, hecho que ya he mencionado en otros artículos.

Sin duda alguna, la personalidad de Mackay tuvo una gran influencia en estudiantes, colegas, conocidos y desconocidos. “Sus estudiantes y colegas en el Perú, al comienzo de su carrera misionera entre 1916 y 1924, dan testimonio del impacto que la presencia del misionero escocés tuvo sobre sus vidas. Así lo recordaron incluso aquellos que compartieron con él y su esposa, sus años como jubilado ya. Sánchez lo llamó “Maestro y sembrador de ideas”. Y él era consciente “de que una vida puede ejercer un poder formativo tremendo sobre otras vidas”, dice Escobar. Son aquellos que son llamados para ello. Ese poder también lo recibió él de sus admirados Unamuno, Mott y Speer. Como en diversas ocasiones hemos mencionado, ampliamente cita a Unamuno en “El otro Cristo español”, así como en otros de sus libros. Utilizó sus ideas para establecer un diálogo con la cultura iberoamericana y en sus conferencias en ámbitos universitarios del continente. “Llegó a ser un intérprete reconocido de Unamuno”. Se adentró en el pensamiento de Unamuno y de ello resultó la tesis presentada en la Universidad de San Marcos, en Lima: “Don Miguel de Unamuno: su personalidad obra e influencia”, que también le abriría las puertas como docente en dicha universidad. 

Cuando hablamos de su método encarnacional, también se me viene a la mente el Unamuno encarnado en Salamanca, hecho uno con los salmantinos. Era vasco, pero también Salamanca era parte de él, y el de ella. Le importaba lo que se cocía en ella. Llevó la universidad a la ciudad, al campo, acompañado de algunos profesores. De ahí surgen las Campañas Agrarias, de ese compromiso con la realidad circundante. Consciente del despoblamiento del campo, de los abusos de los terratenientes, de la falta de trabajo, de la miseria de algunas regiones. Tal es así que, en 1913, quiso constatar personalmente, junto a los franceses Legendre y Chevalier, y el albercano ‘tío Ignacio’, el estado de pobreza absoluta de la región de Las Hurdes, generando que, en 1922, la visitaran Gregorio Marañón y el rey Alfonso XIII. En este sentido, también para Mackay “una vida no comprometida, sea en la vida secular o religiosa, no es digna de vivirse y es tan reprensible como una vida sin rumbo”.  Desde muy temprano aprendió a ser responsable de sus ideas. Esto lo ilustra perfectamente a través de las figuras del balcón y el camino. Como acertadamente señala Escobar: “para diferenciar entre una admiración estética que considera a Jesús como objeto, desde la distancia, y un discipulado que se lanza a la aventura de seguir a Jesús como Maestro y Señor”. Sobre esto se puede profundizar leyendo su obra: “Prefacio a la Teología Cristiana”. Señala Sinclair que “en cierto sentido, la esencia de la teología de Mackay se enmarca dentro de tres puntos esenciales: 1) Una teología que valoriza el compromiso más que la contemplación; 2) una teología que afirma sin vacilación las grandes verdades de la herencia cristiana, y 3) una teología de ‘aventura’ en cuanto al encuentro existencial en la historia entre las fuerzas seculares y la fe cristiana”.

Dice Sinclair que Mackay fue identificado con los movimientos de reforma en el Perú. Se preocupó por la problemática estudiantil, por acercarse a aquellos que podrían ser los futuros responsables de un gobierno. Me admira ese convencimiento de que un misionero extranjero, que llegaba con todo un bagaje de raza, cultura, etc., se despojara de todo para encarnarse en esa nueva cultura que le acogía. Dice Sinclair que Mackay se ganó la simpatía de los peruanos, cuando se supo que se había tomado la molestia de ir a España y aprender muy bien el español y empaparse de la cultura hispánica.  Les parecía increíble que un misionero protestante hubiera conocido a D. Miguel de Unamuno y a otros intelectuales de la época. Ya sabemos que entre 1915 y 1916 estuvo en la Residencia de Estudiantes, en Madrid y allí escuchó a Unamuno y luego lo visitó en Salamanca. Y años más tarde en Hendaya, durante el exilio de este. Mackay también conoció a otros intelectuales en la residencia, sobre ello ya he comentado en otros artículos.

En este sentido continúa: “Los misioneros dejan su patria y su cultura para reproducir, dondequiera que anden, la comunidad de fe a la cual pertenecen, no en un sentido denominacional o sectario, sino que procuran crear una nueva comunidad lo más cercana posible al modelo de Dios para la vida comunitaria de personas hechas nuevas en Cristo… La formación de una comunidad autóctona es la meta del llamado misionero… Una comunidad que no vive para sí, sino que existe para ser testigo de la Palabra de Dios en la persona de Jesucristo…”.

“La iglesia no puede existir como una colectividad que conserva meramente las ‘verdades venerables’, o los ‘principios morales exaltados, como decía Barth. Por su lealtad a la Biblia y a las tradiciones y doctrinas eclesiales, la comunidad de Cristo tiene que evitar el peligro de glorificar a estas como tesoros literarios que solamente contienen las fuentes de la ortodoxia y ofrecen temas para reuniones sobre ‘Fe y Constitución’. La iglesia para ser de veras iglesia tiene que ser misionera por convicción y compromiso, y ha de afirmar esta identidad con claridad en la política y programa que ella sigue…”.

“Los líderes de la iglesia son llamados por Cristo a seguirle sobre el camino a la ‘Ciudad que tiene fundamento’ … Tienen que ser peregrinos, cruzados, pioneros sobre el camino del reino… La misión de la iglesia es esencialmente ser una comunidad misionera para así vivir en las fronteras de la vida en todas las sociedades y en todas las épocas de la historia. La meta de la iglesia es llevar a cabo el propósito de Dios en Cristo para la humanidad. Los cristianos son llamados para hacer conocer el Evangelio en cada esfera y en cada aspecto de la vida terrenal.

“Dios ha deseado que Cristo sea conocido, amado y obedecido por el mundo entero. Es su designio que todos los hombres lleguen a ser hijos de Dios y que vivan como ciudadanos dignos en su Reino. Es su voluntad que la barrera de separación sea derribada, que el exclusivismo indigno se acabe y que la humanidad sea renovada en cristo”.

Como ya se ha señalado en otras ocasiones, Mackay aprendió de Unamuno la importancia de identificar los rasgos culturales esenciales de una cultura antes de proponer modificaciones en su forma de pensar y de actuar. Esto podemos verlo en algunas páginas de su libro “El otro Cristo español”. Tanto es así que esta sensibilidad por la cultura iberoamericana le permitió entrar profundamente en esa cultura con el pensamiento cristiano evangélico. Esto nos hace entender más lo que significa su ‘método encarnacional’, para así anunciar que el Reino de Dios se había acercado.

Como dice Sinclair: “Tenía una comprensión sensible de la relación entre la cultura y la fe, es decir, un diálogo abierto y una ‘conversación con amor”. Su misionología “se basa en un diálogo constante”, permitiendo una conversación auténtica entre fe y cultura.

Esto se puede entender aún más leyendo el fragmento de una carta (citada por Sinclair) que escribió a los exalumnos del Colegio Anglo Peruano en 1927: “La idea fundamental que he ido inculcando… es una que muchos de ustedes han escuchado a menudo de mis labios… que la búsqueda del Reino de Dios y su justicia, preconizada por Cristo en sus enseñanzas, es la pasión que debe inspirar el corazón de todo hombre verdadero.  Cuando los hombres renuncian a sus egoísmos, dejándose guiar por el espíritu de amor que Cristo nos ha revelado en sus palabras y en sus hechos… la vida humana experimentará una transformación radical”. Esta insistencia en alcanzar esta ‘transformación radical’ constituyó el centro de las conferencias que impartía en la Asociación Cristiana de Jóvenes como evangelista continental. Se dice que en su librito “A los pies del Maestro” (1930), unas meditaciones sobre ‘El Padre nuestro’, se puede notar ese entendimiento profundo, por parte de Mackay, de lo que significa esa ‘transformación radical’, ese absoluto compromiso con Cristo.

Y así continúa su reflexión al respecto, como se desprende de un discurso suyo impartido en 1943: “La iglesia tiene que cumplir una tarea triple: regenerar a los hombres, facilitar comunidad para el hombre y arrojar luz sobre la vida. Lo primero es regenerar a los hombres. Esta es la tarea regeneradora de la iglesia. Esta consiste en rehacer la naturaleza humana por el poder de Dios de acuerdo con el patrón supremo de la vida humana que es Jesucristo. La tarea de renovar las almas, de crear nuevas personas en Cristo, es tarea principal de la iglesia. Su misión no es la creación de civilizaciones. El hecho de producir la semejanza de Cristo es la última meta de su logro espiritual. Así la iglesia es la cuna y no el arquitecto de la civilización… La iglesia existe principalmente para las almas”.

Su preparación le permitió adentrarse en la Universidad Mayor de San Marcos. Su estancia en España le abriría las puertas para integrarse en la realidad latinoamericana, porque había hecho suyo el castellano y con perseverancia se propuso conocer la realidad, el alma ibérica y americana, como se puede constatar al leer su libro “El otro Cristo español”. Pero no de una forma cualquiera…

Refiriéndose al fundamento teológico de la acción misionera de Mackay, en el ensayo mencionado arriba, Escobar dice que este “iluminaba los hechos de la vida diaria con la luz de la verdad bíblica”. En este sentido afirma Mackay: “Relacionándose con las realidades de la vida para las muchedumbres agitadas, para quienes viven inmersos en la diaria lucha por la vida, y para los viajeros y peregrinos en su marcha constante, la teología debe reinterpretar el sentido de su existencia y la esperanza de su salvación”. Según él, su pensamiento y su vida habían sido moldeados por grandes realidades como: “la realidad de Dios como presencia soberana y amorosa, y la aproximación encarnacional a la situación humana”. He ahí “la fuente de su estilo misionero y el meollo de su legado a las generaciones futuras”.

Importante es que Mackay insiste en que la vida misionera tenía que ser Cristocéntrica, así lo comenta Escobar en su ensayo.  Decía: “Capté de San Pablo en la carta a los Efesios una visión de Cristo como el centro y el significado de todas las cosas. (…) Esta relación con Cristo trae aparejado también un llamado imperativo a la acción misionera: ‘Jesucristo el salvador del mundo, llama a toda su iglesia a la acción misionera. Él envía a su Iglesia a ir en el Espíritu de su amor a todos los seres humanos para socorrerlos en su necesidad física. Él manda a su Iglesia que traigan a todos los seres humanos a Él, que es la vida, para su redención espiritual”. 

Señala Escobar que su teología era decididamente trinitaria y soteriológica. La teología de Mackay estaba íntimamente relacionada con su experiencia espiritual, porque para él más que una abstracción o una teoría, el meollo de la realidad es un encuentro concreto y creativo entre Dios y el ser humano... un encuentro en el cual Dios toma la iniciativa y que deviene para el ser humano una experiencia transformadora que cambia su vida, ilumina su pensamiento y moldea su destino.

Había dicho que tenía una pasión y esa era Cristo, y eso se nota en el Mackay teólogo, evangelista, maestro, periodista, escritor, misionólogo…

Se refiere Escobar a “una postura evangélica y contextual”. Dice que “la nota Evangélica era clara y definida en la práctica misionera y la teología de Mackay”. Que “Tenía de hecho una perspectiva protestante, pero observaba con gran preocupación el crecimiento de lo que él llamaba 'nominalismo religioso e ignorancia teológica', que se habían vuelto característicos de las tradiciones protestante, católica y ortodoxa, en las cuales 'las apariencias habían reem­plazado a la realidad'. Por otra parte, para él “hay que recalcar que el protestantismo todavía no ha alcanzado su mayoría de edad religiosa, ni ha cumplido a plenitud su misión histórica. Está todavía en proceso de llegar a ser; su momento óptimo no está atrás sino en el futuro”. 

Termino con las palabras que este escocés con alma latina dirigió a un grupo de graduados del Seminario Teológico de Princeton: “Hagan de la Biblia su compañera más cercana entre lo que hay escrito, el medio principal de su comunión con Dios y su conocimiento de Dios ... Permitan que el Libro de los libros continúe abriendo para ustedes el esplendor del propósito de Dios en su Hijo”.

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