Breve historia de la apologética cristiana (I)

Cuando terminé la licenciatura en Ciencias Biológicas me di cuenta de las numerosas lagunas que presentaba el evolucionismo y empecé a reconciliarme intelectualmente con mis pastores.

21 DE JULIO DE 2019 · 20:00

Icono en el que aparece el emperador Constantino, en el centro, presidiendo el Primer Coniclio de Nicea, en el 325 d.C. / Wikimedia Commons,
Icono en el que aparece el emperador Constantino, en el centro, presidiendo el Primer Coniclio de Nicea, en el 325 d.C. / Wikimedia Commons

Recuerdo que mi descubrimiento de la apologética se produjo, curiosamente, al ingresar en la Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona (España), a mediados de los 70. Los profesores me enseñaban la teoría de la evolución de las especies, de Carlos Darwin, mientras que los domingos, en la iglesia evangélica de Terrassa, los líderes me hablaban de la veracidad del relato de la creación, tal como aparece en el libro del Génesis. Casi cinco décadas después vienen a mi mente aquellas apasionadas conversaciones mantenidas con Samuel Vila y Sixto Paredes, los pastores que soportaron mis argumentos evolucionistas y procuraron responder a la lluvia de objeciones que les formulaba aquel joven llamado Antonio Cruz.

Como digo, en aquel tiempo yo me identificaba con el evolucionismo teísta del paleontólogo jesuita, Pierre Teilhard de Chardin, igual que otros estudiantes cristianos con los que me relacionaba en la universidad. Sin embargo, cuando terminé la licenciatura en Ciencias Biológicas me di cuenta de las numerosas lagunas que presentaba el evolucionismo y empecé a reconciliarme intelectualmente con mis pastores. La apologética comenzó a interesarme y desde entonces no he dejado de leer y profundizar en sus argumentos en defensa de la fe cristiana.

El desarrollo de la apologética puede dividirse en ocho grandes períodos históricos: 1. Apostólico; 2. Patrístico; 3. Escolástico; 4. Reformado; 5. Astronómico; 6. Ilustrado; 7. Moderno y 8. Contemporáneo. Veremos seguidamente las principales características de cada uno de ellos.

 

1. PERÍODO APOSTÓLICO (Siglo I):

¿Por qué existen los cuatro evangelios? ¿Por qué el canon del Nuevo Testamento incluye cuatro relatos distintos, tres de ellos, (los llamados sinópticos) con muy pocas diferencias aparentes, sobre la vida de Jesús? Dios utilizó autores humanos con diferentes trasfondos culturales para llevar a cabo sus propósitos. Cada evangelista tiene un interés diferente y enfatiza distintos aspectos de la persona y el ministerio de Jesucristo. Antes de la redacción de los evangelios, la iglesia apostólica subsistió durante más de un cuarto de siglo únicamente con fuentes orales, sin documentos escritos. No fueron los escritos del Nuevo Testamento los que dieron inicialmente forma al cristianismo, sino justamente al revés.

Los textos bíblicos se originaron, por voluntad del Espíritu Santo, con el propósito de aportar orientaciones a sus destinatarios, sobre cómo vivir y mantener la pureza de su fe. Los textos bíblicos se escribieron por una causa apologética concreta. El ejemplo más claro de esto son las epístolas, especialmente las cartas de Pablo, pero también los cuatro evangelios.

El evangelista Marcos fue testigo ocular de la vida de Jesús, y un gran amigo del apóstol Pedro. Escribió sobre todo para los gentiles. Por eso no ofrece genealogías hebreas, ni controversias entre Cristo y los líderes judíos, ni aporta citas del Antiguo Testamento. Marcos enfatizó a Cristo como el Siervo sufriente, “aquel que no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”. Pues bien, Marcos es el primer evangelista que combate, en el capítulo 13, las falsas esperanzas escatológicas difundidas por algunos, que enseñaban una relación directa entre la destrucción del templo de Jerusalén y el fin del tiempo. Y lo hace recordándoles las palabras de Jesús acerca de que: “es necesario que el evangelio sea predicado antes a todas las naciones” (Mc. 13:10).

Se supone que Mateo escribió pocos años después, alrededor del 60 d.C., pero ya en una época distinta, en la que la Iglesia había roto sus lazos con la sinagoga. Uno de los propósitos de su evangelio es mostrar, mediante la genealogía de Jesús y el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, que el rabino galileo era en realidad el Mesías. Se concentra en fortalecer la fe de los cristianos de origen judío ante los ataques de sus compatriotas. Desde luego, esto era hacer apologética. Para ello, añade la genealogía y ciertos detalles del nacimiento de Jesús, identificándolo como el Mesías prometido, Hijo de David e Hijo de Dios.

El evangelista Lucas escribe fundamentalmente para los paganos, y lo hace sólo un poco más tarde que Mateo (65-70 d.C.). Su intención es mostrar que la fe cristiana está basada en eventos históricamente confiables y verificables. Se enfrenta a un problema distinto: la crisis escatológica originada con la destrucción de Jerusalén. Los cristianos ven como pasan los años y la parusía no llega, Jesús no vuelve. Lucas les abre la mente, haciéndoles ver que la esperanza escatológica no esta sujeta al tiempo y que éste es una magnitud histórica indefinida.

Por su parte, el evangelio de Juan fue escrito alrededor del año 90 d. C. y enfatiza tanto la deidad de Cristo como su humanidad. El problema en su época no era el enfrentamiento con los judíos ni la crisis escatológica, sino las infiltraciones masivas de los gnósticos, que despreciaban la carne y negaban a Jesús toda realidad corporal. Por eso escribe: “El Verbo, que estaba con Dios y era Dios... se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14).

Lo mismo sucede con las epístolas. Pablo, se enfrenta a los corintios con tendencias gnósticas que negaban la resurrección porque consideraban que ésta se realizaba solamente en el éxtasis del espíritu. Les habla de parecidos y diferencias entre la resurrección de Jesús y la de los cristianos, retándoles al decirles: “Pues, si no hay resurrección, vana es nuestra fe”. Pablo disipa las dudas de los tesalonicenses explicándoles que en la Segunda Venida los muertos en el Señor no se verán en peor condición que los supervivientes. Reprocha a los gálatas su credulidad y la facilidad con que se dejaron engañar, llamándoles “insensatos”. También censura el sincretismo de los colosenses, recordándoles que: en Él (en Cristo) habita toda la plenitud de la deidad y, por tanto, si habéis muerto al mundo: ¿por qué os sometéis a sus preceptos? Es evidente que todo esto es pura apologética.

De la misma manera, el apóstol Pedro, en su segunda epístola, polemiza con algunos que ridiculizaban la realidad de la Segunda Venida del Señor (cap. 3). Les llama burladores sarcásticos, y les recuerda que para Dios el tiempo humano no cuenta: un día es como mil años y mil años como un día. Así pues, la iglesia apostólica se mantuvo ininterrumpidamente en una doble apologética: defendiéndose de los ataques externos y atajando los problemas internos.

 

2. PERÍODO PATRÍSTICO (Siglos II al V):

Tras la muerte de los apóstoles, en el siglo II, los ataques y problemas no amainaron en la Iglesia. Más bien fue al revés, aumentaron y se hicieron más complejos. La Iglesia primitiva, más que olvidarse de la apologética, se vio obligada a potenciarla. Roma vio en el cristianismo naciente un enemigo en potencia, un factor socialmente perturbador que se aislaba de la forma de vida común y no participaba en el culto al emperador. Los grupos sectarios surgidos en el seno de la propia Iglesia se hacían cada vez más fuertes. Los ebionitas judaizantes sólo reconocían el evangelio de Mateo. Los marcionitas de tendencia gnóstica preferían el de Lucas. Los docetistas, que creían que Cristo no había sufrido la crucifixión porque su cuerpo supuestamente era aparente y no real, sólo reconocían el de Marcos. Mientras que los valentinianos, seguidores del gnóstico Valentín, preferían el evangelio de Juan. Todos se creían poseedores de la verdad absoluta y se enzarzan en luchas internas unos con otros, desacreditando ante los paganos al verdadero cristianismo.

Ante esta lamentable situación, Dios levantó apologistas como Ireneo (126-190 d. C.), que se enfrentó al gnosticismo de Marción, delimitando con ello el primer canon del Nuevo Testamento y revalorizando aquellos escritos que los apóstoles legaron como fundamento y columna de la fe. También Justino (100-165 d. C.) y Clemente (155-220 d. C.), filósofos convertidos al cristianismo, que dedicaron sus vidas a defender la fe, demostraron que el cristianismo no era una herejía judía incompatible con la razón, sino una forma más sublime de esperanza en el más allá. De la misma manera, Tertuliano (160-222 d. C.), famoso abogado romano convertido al cristianismo, fue probablemente el más brillante de todos los apologistas. Su conocida frase dirigida a los emperadores, “más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla”[1], pasó a los anales de la historia. 

Más tarde las cosas cambiaron. El filósofo pagano Celso, un defensor apasionado de la cultura helenística, escribió una breve obra contra los cristianos, titulada: Discurso verdadero (Alethes Logos).[2] Celso creía en un dios supremo pero también en una multitud de dioses locales subordinados al primero. Estaba convencido de que los judíos, y sobre todo los cristianos, estaban corrompiendo las tradiciones paganas y socavando los cimientos de la sociedad. En este libro, afirma que Jesús nació de una unión adúltera; que aprendió artes mágicas en Egipto, mediante las cuales engañó a todos; que se inventó su nacimiento virginal; que la resurrección no fue más que una ilusión sufrida por los apóstoles y que el hecho de que fuera traicionado por uno de sus discípulos hasta morir de forma ignominiosa en una cruz, demostraría que no era divino ya que, si lo hubiera sido, habría previsto su trágico futuro y lo habría evitado.

La obra de Orígenes (185-254 d. C.) que responde a tales críticas paganas contra Jesús y sus seguidores se llama precisamente así, Contra Celso.[3] En sus más de quinientas páginas, se refutan todas y cada una de las acusaciones que este filósofo había escrito contra el cristianismo y constituye, por tanto, una auténtica referencia para la apologética cristiana posterior. Orígenes explica bien que la fe cristiana no se fundamenta en la demostración filosófica sino que, como afirma el apóstol Pablo (1 Co. 2:4), se trata de una “demostración del Espíritu y de poder”. Es el poder del Espíritu Santo quien convence a los seres humanos. Por lo tanto, ningún cristiano debe permitir que su fe se vea zarandeada por argumentos humanos falibles.

Orígenes afirma que Celso se equivoca gravemente al considerar que el cristianismo es perjudicial para la sociedad. El estilo de vida de los cristianos no puede causar ningún mal al Estado puesto que se basa en el amor y el respeto al prójimo. Si bien es verdad que algunos seguidores de Jesús se niegan a llevar y usar armas, renunciado por tanto a ciertos cargos públicos, por otro lado, benefician a todos por medio de sus oraciones de intercesión y enseñando a las personas a vivir de manera justa y honesta. Resulta del todo increíble -dice Orígenes- pensar que un carácter tan noble y honesto como el de Jesús hubiera sido capaz de urdir una patraña tan pueril, acerca de su nacimiento virginal, con el fin de evitar su propia deshonra. De la misma manera, carece de sentido la idea de que el rabino galileo y sus apóstoles, que murieron por defender el mensaje que predicaban, fuesen unos magos demagogos y mentirosos.

Pedir a los cristianos que demuestren la historicidad de ciertos acontecimientos es una exigencia imposible de cumplir. Lo mismo ocurre con muchos sucesos del pasado. Por ejemplo, no hay ninguna prueba estricta de la guerra de Troya y, sin embargo, su autenticidad es generalmente admitida.[4] Los hechos históricos no son repetibles pero eso no significa que no sucedieran realmente. Por otro lado, que Jesucristo sufriera no demuestra que no fuera consciente de su propia traición, así como de sus padecimientos y su muerte inminente. A lo largo de la historia ha habido otros personajes que asumieron también voluntariamente su muerte y, sin embargo, hubieran podido evitarla, como el filósofo griego Sócrates, entre otros. La resurrección de Jesús no puede considerarse legendaria o un invento de los discípulos puesto que éstos consagraron sus vidas precisamente a difundirla y muchos perecieron por hacerlo. Tampoco pudo ser una fantasía o una alucinación colectiva -como dice Celso- ya que tales percepciones irreales de la mente nunca tienen lugar entre tantas personas cuerdas.

Tras la conversión del emperador Constantino, el cristianismo pasó a ser la religión oficial (en el Edicto de Milán del año 313). Desaparecieron las persecuciones y con ellas la necesidad de defenderse ante el Estado, pero surgieron nuevos problemas internos, como las controversias cristológicas. Arrio (250-336 d. C.), sacerdote en Alejandría de posible origen bereber, fue un seguidor de Filón de Alejandría que negó la divinidad de Cristo, diciendo que las tres personas de la Trinidad son personas distintas y sin relación entre sí. Según él, la eternidad sólo era un atributo del Padre. Atanasio (295-373 d. C.) se vio en la necesidad de enfrentar enérgicamente tal herejía arriana en el Concilio de Nicea y, al afirmar que Cristo es de la misma sustancia que el Padre, dio forma al famoso Credo Niceno. 

No obstante, las cosas no marchaban bien en el imperio romano ya que se volvía cada vez más corrupto y comenzaba a desmoronarse. La sociedad y también la Iglesia reflejaron esta tendencia a la relajación moral. Juan Crisóstomo (344-407 d. C.) decidió enfrentar apologéticamente la inmoralidad y condenarla enérgicamente en sus homilías, defendiendo la dignidad de los valores cristianos. En su principal tratado apologético, Demostración a judíos y griegos de que Cristo es Dios[5] (escrito entre 381 y 387), argumenta que Jesucristo hizo lo que ningún hombre hubiera podido hacer, atraer a la fe a pueblos que estaban culturalmente muy alejados de ella.

Finalmente, Agustín de Hipona, (354-430 d. C.) tuvo que enfrentarse con diversos problemas internos de la cristiandad, como el cisma puritano de los donatistas (quienes afirmaban que los sacramentos sólo los podían administrar los puros) y seguir batallando contra los arrianos. No obstante, también resurgieron los problemas externos como la acusación al cristianismo de ser el responsable de la caída del Imperio romano. Agustín emprendió la defensa de la fe cristiana con la más famosa y conocida de sus obras, La Ciudad de Dios,[6] otro monumento de la apologética, que aún hoy en día, los profesores universitarios ateos, exigen leer a sus alumnos como lectura necesaria para entender las raíces cristianas de la cultura occidental.

Seguiremos estudiando la historia de la apologética en próximos artículos.

 

Notas

[1] Tertuliano, Apologeticum, cap. L: De la victoria de los cristianos en los tormentos, www.tertullian.org/articles/manero/manero2_apologeticum.htm

[2] Celso, 2009, Discurso verdadero contra los cristianos, Alianza Editorial, Madrid;

cf. S. Fernández, 2004, El Discurso verídico de Celso contra los cristianos. Críticas de un pagano del siglo II a la credibilidad del cristianismo, Teología y Vida, Vol. XLV (2004), 238 – 257, http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492004000200005.  

[3] Orígenes, 1967, Contra Celso, BAC, Madrid. Pueden leerse breves extractos de la obra en: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/ilu.htm

[4] Dulles, A. 2016, La historia de la apologética, BAC, Madrid, p. 53.

[5] San Juan Crisóstomo, Demonstration to Jews and Greeks That Christ Is God: PG 48,813-838, en FathCh 73, 153-262.

[6] San Agustín, 2010, La ciudad de Dios, Tecnos, Barcelona.

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