Pasarelas para exhibir la vanidad y provocar el consumo

El llamado a vivir la vida cristiana es un llamado contracultural en términos de la agenda y las prioridades que el mundo enfatiza.

11 DE MAYO DE 2019 · 21:05

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El modelaje profesional surgió en Francia a finales del siglo diecinueve ante la necesidad de los diseñadores de alta costura de mostrarles a sus clientes las nuevas vestimentas preparadas para lanzarlas al mercado. Hoy, la industria del modelaje es un inmenso engranaje global que proyecta hacia sus consumidores las tendencias y estilos de vestir que dominaran en una determinada temporada.

La moda es una gran industria al servicio de la vanidad y el consumo. Es un poder al servicio del mercado. Y como todo poder, esclaviza e impone sus reglas. La publicidad, los medios de comunicación, el cine y otros recursos se mueven al ritmo que marca el mundo de la moda. Su materia prima son chicas de edades tiernas y sueños de fama y fortuna, captadas para ser exhibidas y utilizadas como perchas de enganche con el objetivo de promover el vestuario que deberán portar los consumidores para una ocasión específica.

Las pasarelas imponen figuras delgadísimas y estilizadas que caminan por su superficie con ritmo mecánico y ensayado. Sin marcas de asombro ni sonrojo en el semblante, sin ninguna señal de sentimiento, a pasos contados, se desplazan esos cuerpos que se contonean, sin dar el menor indicio de que llevan un alma dentro. Son maniquíes con movimientos, a quienes se les paga por deshumanizarse y despojarse de todo vestigio de alegría. Es un requisito laboral para que el diseño que exhiben no sea empañado por la expresión de sentimiento alguno.

El acto de modelar sobre el escenario implica un desdoblamiento forzado, marcadamente utilitario y sin mayores miramientos para que la prenda a exhibirse alcance la máxima atención del público.  Si visten con las ropas más sofisticadas y costosas del planeta, entonces, ¿por qué las modelos de pasarelas nunca sonríen? se pregunta una seguidora de la moda, que nota en los rostros de estas mujeres un tedio infinito y siniestro. 

Al subir a las pasarelas, término que sugiere lo volátil, lo fugaz, lo pasajero e instantáneo, la modelo, en un pase de relumbrón, se transfigura en una percha dotada de los elementos calculables, medibles y ajustables de un maniquí, de un exhibidor móvil que pasea su rutilante silueta a la vista de un público que debe ser impresionado con miras a provocarle su vanidad y despertarle sus ansias de consumo.

Los desfiles de moda constituyen una terapia visual que busca que el espectador concentre toda su atención en una vestimenta que blande sus colores y texturas sobre la superficie de un cuerpo que pasa de manera fugaz y parpadeante. Busca un efecto que deslumbra y sojuzga a tal grado que se aproxima al éxtasis y a la veneración religiosa.

Con una aceptación generalizada y un despliegue global y ampliado por todos los medios, se le rinde culto a la industria de la moda que, de forma mayoritaria, tiene oficiantes y feligreses de todas las categorías y niveles.  En los pases de modas está presente el culto a la imagen, al consumo, al vestido –fetiche al que se le venera de forma ceremoniosa y solemne– y otros ídolos que tienen lugar en estos altares. Se trata de un verdadero ritual en el que, con todo desparpajo y glamour, se exalta la ropa, por encima del cuerpo.  

Sin embargo, como en todo culto falso, el mundo de la moda tiene sus sacrificios y sus víctimas. Entre estas, unas pocas “agraciadas” que alcanzan fama y dinero, pero también, una gran cantidad de chicas que se quedan frustradas en el camino, deprimidas, desechadas, dañadas física, psicológicamente y moralmente como resultados de rigurosas dietas, ejercicios y adiestramientos extremos que deterioran la salud; incluso, se cuentan jóvenes que han muerto en estos afanes por ajustarse a los estándares de esta exigente profesión. 

Bajo los destellos de las luces, en estos templos se cosifica el ser, la estructura corporal humana se instrumentaliza y se rebaja a percha móvil y animada, con la única finalidad de ser soporte para la exhibición de piezas de vestir que serán vendidas en tiendas y escaparates. Desde esta lucha salvaje de poder, fama y fortuna, hay una ostensible agresión al cuerpo humano, a esa parte fundamental del ser a la que estamos llamados a cubrir con apreciable grado de dignidad y pudor, sin que esto necesariamente tenga que desdecir de la estética y el buen gusto. 

Las modelos son muñecas diseñadas simétrica y linealmente para el capricho visual y hedonista de un público veleidoso que se antoja entretenido y banal. Solo quienes no están enceguecidos por la luz de la moda y por la devoción al consumo son capaces de percibir en estas jóvenes los signos degradantes de vidas míseras y vacías. 

En el modelaje se impone la ley del mercado con despiadada exigencia y rigor. Se trata del negocio del cuerpo y de la imagen, del atuendo de ocasión, del peinado y el maquillaje simulador en el que se establecen categorías y precios. Estas mujeres se clasifican, se cotizan, se desvalorizan y se desechan, como   parte de un inhumano negocio en el que la salud física y emocional de las personas se valora muy poco y donde referirse a la dimensión espiritual del ser es exponerse al ridículo. 

En este mundo de individualismo deshumanizado que nos abate, las pasarelas tienen un lado luminoso y deslumbrante, es el que la mayoría puede ver; y otro, sórdido y oscuro, que no tiene la visibilidad apropiada, pero que a muy pocos parece preocuparle. Este es el lado oculto y oscuro, el que está cubierto por las sombras que hay debajo de las luces que alumbran el desfile de estos seres lánguidos, insípidos e inexpresivos que, sobre las pasarelas, como procesión de almas irredentas, marchan hacia un destino indefinido. 

En este lado se manifiestan las prácticas más aberrantes e indecorosas. Allí abundan los celos, la envidia, los juegos sucios y las trampas. Allí se transan los tratos más ultrajantes y las prácticas más abominables e indignantes. El sombreado más denso de estos tenebrosos trazos son marcados sobre la vida de jóvenes mujeres que ven estropeados sus sueños dorados por el utilitarismo y la exploración de quienes se aprovechan de sus atributos para el peculio que anima su ambición. 

Es cierto que se ha reaccionado con algunas reglas y normas, que algunos Estados han tirado una ojeada de atención a este lado sórdido y oscuro del modelaje y se han tomado algunas providencias a favor de la salud física y emocional de las protagonistas de este negocio. Sin embargo, estas medidas no alcanzan a los millones de niñas que juegan y sueñan ser modelos y terminan frustradas y con graves daños en su personalidad.

El consumo, la forma en que está organizada esta sociedad global, tiende a convertirnos a todos en modelos gratuitos. Sin ni siquiera estar consciente de ello, podemos pasar a ser una réplica cotidiana de lo que vemos en las pasarelas formales y convertir nuestras vidas en un banal y permanente desfile en el que se valora el parecer por encima del ser.

Este malestar de la cultura puede afectarnos sensiblemente si empeñamos buena parte de nuestros esfuerzos en impresionar a los demás a nuestro paso, más por las prendas exteriores que llevamos encima, que por nuestra propia esencia humana. Inclinación que pondría fuera de nuestro alcance los valores auténticos que deben definirnos.

Esta cultura de pasarela nos pone en riesgo de limitar nuestras vidas a un pasar y posar sin agregarle nada significativo que le dé verdadero propósito y sentido. Esta cultura del instante y lo efímero nos pone en riesgo de ignorar nuestros valores esenciales para convertir nuestro cuerpo en una percha para la exhibición y la vanidad. 

Sabemos que el buen vestir es una parte importante de nosotros; incluso, que con frecuencia se convierte en una expresión de nuestro ánimo y estima personal, pero de ahí a esclavizarnos y hacer que nuestro bienestar interior dependa del atuendo que llevamos sobre nuestro cuerpo, hay una distancia significativa. Vestir de forma elegante, sencilla y pudorosa forma parte de la vida digna a la que tenemos derecho. La clave está en discernir las prioridades que dominan nuestras vidas.

El llamado a vivir la vida cristiana es un llamado contracultural en términos de la agenda y las prioridades que el mundo enfatiza. El mundo vive ajeno a los principios y propósitos de Dios, por lo que su Palabra nos llama a que estemos alerta, a que   no nos conformemos a los estilos y estándares culturales de este mundo y a que vivamos para Dios y para los propósitos que Él tiene para nosotros.

Estamos llamados a discernir con espíritu profético las tendencias y valores de esta cultura, precisamente cuando   gran parte de la humanidad pretende afirmar su existencia sobre sí misma, sin tomar en cuenta al dador de la vida y al creador de todas las cosas. 

Sobre esto, el Señor Jesús mismo nos dice: “No se preocupen por su vida, qué comerán o beberán; ni por su cuerpo, cómo se vestirán. ¿No tiene la vida más valor que la comida, y el cuerpo más que la ropa?” (Mat 6:25).

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Para vivir la fe - Pasarelas para exhibir la vanidad y provocar el consumo