Miguel de Unamuno y Juan A. Mackay: Diálogo entre fe y cultura II

Mackay aprendió de Unamuno la importancia de identificar los rasgos culturales esenciales de una cultura antes de proponer modificaciones en su forma de pensar y actuar.

03 DE MARZO DE 2019 · 12:00

Copia de la carta de Juan Mackay a Unamuno (Archivo Casa Muso Unamuno en Salamanca). / Jacqueline Alencar,
Copia de la carta de Juan Mackay a Unamuno (Archivo Casa Muso Unamuno en Salamanca). / Jacqueline Alencar

Hoy publico la segunda parte del artículo que escribí sobre los vínculos entre Unamuno y Juan A. Mackay, aparecido en el sexto número de la revista Nivola, editada por la Asociación Amigos de Unamuno en Salamanca.

Como dice J. Sinclair, Mackay aprendió de Unamuno la importancia de identificar los rasgos culturales esenciales de una cultura antes de proponer modificaciones en su forma de pensar y actuar. … Su misiología empezó a formularse temprano en su vida por medio de la comprensión sensible de la relación entre la cultura y la fe. Se preocupaba por entender las preguntas que la cultura hace a la religión. En vez de empezar con la declaración de las respuestas que la fe ofrece a la sociedad, el misionero debe esperar y escuchar los interrogantes de la sociedad sobre la religión que proviene de la cultura.

Mackay tuvo la generosidad de acercarse con espíritu sensible a las realidades hispanoamericanas, haciendo uso de su método misionero encarnacional. Así expresaba este método: “la palabra evangélica debe hacerse carne autóctona. La persona que representa a Cristo y procura comunicar el Evangelio de Cristo, debe identificarse de la manera más cercana posible con su ambiente humano”. 

 

Miguel de Unamuno y Juan A. Mackay: Diálogo entre fe y cultura (segunda y última parte)

Ambos (Unamuno y Mackay) se adentraron en la realidad iberoamericana de la que podían hablar con total autoridad. Señala Mackay “que no hubo cáncer corrupto que (Unamuno) no denunciara, ídolo popular que no hiciera pedazos y problemas candentes con los que no se enfrentara”. Pero, me atrevería a afirmar, de acuerdo a las páginas que le dedica en el libro El otro Cristo español, que Mackay lo destacaba como uno de los intelectuales españoles que llevaron a Cristo y a la iglesia al centro del debate público en forma crítica y polémica. De ahí que llegue a decir que “Unamuno se hizo un rebelde, un santo rebelde cristiano, el último y el mayor de los grandes herejes místicos de España … que anatematizó a los jefes religiosos hipócritas, lloró amargamente sobre Jerusalén y agonizó después en el jardín de los olivos y en la Cruz, el Cristo que luego se levantó de entre los muertos para reanudar la lucha redentora en las almas de sus seguidores…”.

Ambos, a mi modesto entender, sentían la necesidad de buscar las huellas de Dios en la naturaleza y en la cultura a través del Libro de los libros, y de ese encuentro personal e intransferible del creyente con Dios, pues Mackay hace suyas las palabras de Maritain: “¿Acaso no es la hora de que la santidad descienda del cielo de lo sagrado… a las cosas del mundo profano y de la cultura y trabaje por transformar el régimen terrenal de la humanidad y haga obra social y política?”. Este sería también un punto de encuentro entre ambos. Para Mackay el cristiano no puede vivir en un mundo religioso aparte. Debe ser una persona fronteriza, moverse en las fronteras del orden natural, que para él son la esfera doméstica del hogar, la esfera de la vida pública y de los negocios. Por su parte, afirma Unamuno: “La religión no es algo aparte… No hay un estado específicamente cristiano. Cristiano en el matrimonio, la familia, el estado, la profesión. (…) Lo religioso es un modo de hacer todo y de ser todo… Todo es culto, se adora orando y trabajando… (Meditaciones Evangélicas, pág. 166).

Mackay se convierte en un gran conocedor de Unamuno, y reflexiona sobre su pensamiento, y, más tarde, será un excelente difusor de sus ideas, tal como Unamuno lo hiciera con la obra de pensadores protestantes como Kierkegaard o Barth, como sucede entre los que aman la palabra. Mackay nos cuenta que Unamuno leía en quince lenguas y aprendió el danés para adentrarse con más profundidad en la obra de Kierkegaard en el original, y que, “aunque en comercio íntimo con la cultura de la Europa moderna, tuvo sus raíces en las Escrituras y en los grandes místicos de su pueblo, es uno de los más grandes contemporáneos”. Señala que además de los antiguos clásicos castellanos y quizá el Nuevo Testamento, la literatura que más le ha marcado ha sido la inglesa. No hablaba el inglés, pero podía traducir hasta las obras más complejas. Así pudo zambullirse en las letras de Shakespeare, Browning, Thomson... No obstante, quien más influyó sobre él fue Carlyle, de quien tradujo al español la obra sobre la Revolución Francesa.    

Continúa Mackay: “Por su hincapié en la individualidad, la pasión y la acción, y su menosprecio supremo de la sociología, Unamuno se asemeja a Nietzche. El prólogo a su Vida de Don Quijote, en que hace sonar una clarinada de llamado a la acción heroica y mística, es quizás la pieza más incandescente, en prosa, de la literatura contemporánea. Su sentido de lo trágico y lo paradójico, y el dualismo esencial de su pensamiento, nos recuerdan a Kierkegaard y Dostoievsky. En su defensa del corazón contra el intelecto, del hombre 'de carne y hueso' contra la lógica fría y desprovista de sangre, es discípulo ferviente de Pascal”. Y se atreve a afirmar: “Ni el propio Karl Barth ha puesto en más alto relieve las realidades cristianas fundamentales de la encarnación, la redención y la resurrección, que Unamuno”.  

En este sentido, Mackay utilizará para el Perú, las palabras que Unamuno utilizó para España, que “al Perú le faltaba más que cualquier cosa, el sentido religioso de la vida”. De ahí se desprende lo que afirmó: “¿Cómo es que el Perú tiene tan pocos hijos que le aman con el amor del poeta de fuego profético? (…) En otras palabras, nunca se ha tomado en serio el factor religioso”.

Al contrario de lo que muchos afirman sin haber escrutado en toda su profundidad el sentimiento religioso de Unamuno, como sí hizo este escocés con alma latina, se puede decir que es de su propia experiencia que brota su confianza en la presencia de Dios en el Universo. Mackay lo confirma a través de unas líneas extraídas del libro Del sentimiento trágico de la vida: “Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que me traza mi propio destino. Y el concepto de la ley -¡concepto al cabo!-, nada me dice ni me enseña. Una y otra vez durante mi vida heme visto en trance de suspensión sobre el abismo; una y otra vez heme encontrado sobre encrucijadas en que se me abría un haz de senderos, tomando uno de los cuales renunciaba a los demás, pues que los caminos de la vida son irrevertibles, y una y otra vez en tales únicos momentos he sentido el empuje de una fuerza consciente, soberana y amorosa. Y ábresele a uno luego la senda del Señor”.

Como ya hemos señalado, la fe de Unamuno es la fe de Job, una fe agónica, pero que le hace aferrarse desesperadamente a ese Cristo que señala como el Hijo de Dios, sin duda, y que lo ha encontrado en la verdad revelada a través de la Biblia, y, sobre todo, en el Nuevo Testamento, que “es uno de los tres libros” -según dijo Unamuno a Mackay-“que nunca faltan de su escritorio”. ¿Cómo osar pensar que Unamuno era ateo al oír su voz en el papel diciendo: “… Si llego á creer ¿hay señal mayor de lo divino de la fe? ¿cabe mayor milagro para quien ha pasado por los abismos del racionalismo agnóstico que creer en el milagro?” (‘Jesús y la samaritana’, Meditaciones Evangélicas, pág. 147). Y es evidente la influencia que tuvieron en él los teólogos liberales, mencionados anteriormente, lo que le permitió tener una visión crítica de la situación de España y del papel de la iglesia católica en ese momento histórico, que lo lleva a oponerse a la monarquía, la dictadura y la Iglesia, siendo desterrado primero de la Península en 1924, y luego fuera de ella.

Catorce años después de haberlo visitado en Salamanca, mientras iba de Sudamérica a Escocia, Mackay visita a Unamuno en Hendaya. Compartirá con él durante dos días. Dice Mackay de aquella visita: “… Fue aquella la oportunidad que yo había soñado durante tantos años, de compartir un breve espacio de la vida del hombre que me había revelado los secretos del alma española y cuyos escritos habían estimulado mi mente más que los de cualquier otro pensador contemporáneo. Vivía don Miguel con gran sencillez en un hotelito, a unos cuantos metros apenas de la frontera internacional entre Francia y España. Se había escapado del estrépito y la publicidad de París para estar cerca de la sombra de sus colinas nativas…”. Después de este encuentro, Mackay viajó por Europa y también visitó a Karl Barth. Más tarde, ya de regreso, escribió a Unamuno esta carta, el 6 de octubre de 1930, y que se encuentra en el archivo de la Casa-Museo Unamuno.

Querido Señor Unamuno:

Tras largas andanzas por Europa he regresado al fin a tierra hispanoamericana. Lo primero que hago al hallarme instalado en mi nuevo hogar en las montañas de México, es dedicar algunos días a la tarea placentera de enviar unas líneas a aquellas personas cuyo trato durante los meses pasados en Europa, ha dejado una huella en mi espíritu. Antes de todas las otras pienso en usted y en aquellos dos días inolvidables que, hacia fines del año pasado, pasé al lado suyo en el hotelcito de Hendaya.

Usted fue de los pensadores contemporáneos quien más hondamente ha influido sobre mí. Hallé en sus escritos lo que no encontraba en otra parte en la literatura moderna. Su amor a las Escrituras y sobre todo a San Pablo, a quien yo debo mi alma, su hondo sentido de lo trágico y lo paradójico de la vida, su colocación de lo ético en el pedestal de ella, su espíritu de caballero andante a lo divino conducido por las sendas de existencia por una 'mano invisible e intangible que lo estruja', todo ello despertó un eco en mi espíritu. Por acá y allá, por Hispanoamérica, en conferencias a la juventud universitaria y al pueblo, sus inquietudes y soluciones eran a menudo   la médula de mis palabras, de suerte que llegué aquella mañana a Hendaya como quien visita un santuario. Estuve un par de días cerca de usted mirándole, escuchándole. Al partir una tarde para París, llevé conmigo la satisfacción de poder querer más aún al hombre que a sus escritos.

Dos imágenes han pasado desde entonces muy vivas en mi espíritu: la del Camino y la de la Cruz. La Cruz sobre el corazón palpitante y el Camino que es superior a todo método. La realidad de ambos es mía también. A ellos debo lo que soy. Día a día reanudo la aventura por el Camino con la Cruz.

Los nueve meses de mi estada en Europa los dividí entre visitas a mis padres y familiares en las montañas de la Escocia celta, conferencias en universidades inglesas, y cuatro meses en Bonn junto a Karl Barth. Con éste llegué a intimar mucho. Conversamos mucho de usted. Creo que Barth y los de su grupo, Brunner de Zurich, Bultmann de Marburgo y Gogarten de Jena van a devolver al pensamiento teológico el concepto del Dios viviente y creador de los profetas y de Pablo y de Kierkegaard, el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Creo, sin embargo, que son un tanto intelectualistas y desprecian demasiado el corazón. Pascal tenía lo que ellos y algo más. Pero que sigan en sus arremetidas contra el Dios que es pura Idea o Gran Encarcelado.

Hace dos semanas que estoy en México. He venido con mi familia para radicarme indefinidamente. He sido llamado por la Asociación Cristiana de Jóvenes Nacional, que es una institución no sectaria, para que me dedique a labor literaria y a dar conferencias por México y los países del Caribe, bajo sus auspicios.

[…]

Se despide de Ud. con todo afecto,

Su discípulo y amigo,

John A. Mackay 

Después de ese encuentro en Hendaya, ambos continuaron con su misión de desterrar esa idea de Dios como ‘un dios encarcelado o desterrado’, para más bien descubrir: “… al ‘otro Cristo español’ y la actitud hacia la vida que la comunión con él engendra: un sentido de vocación, una pasión por los seres humanos, por humildes que sean, la lealtad a la verdad, el no hacer caso de la opinión vulgar, la vida que se gasta bajo el ojo guiador del Amigo Divino”. Se dice que Mackay utilizaba las conferencias sobre Miguel de Unamuno para entrar con mayor facilidad en los ámbitos universitarios de América Latina, tanto como misionero en Lima como conferencista en la Asociación Cristiana de Jóvenes en el período 1916-1932. ¿Podemos dudar de las coincidencias entre ambos?

Unamuno y Mackay, dos pensadores cristianos, caminantes que se encontraron con Dios, y de ahí a un compromiso irrevocable con él y con la realidad social de su tiempo. En consonancia con sus propias apreciaciones, podemos decir que trabaron amistad con las grandes ideas de la herencia de la fe cristiana, y se casaron con la idea suprema, con Jesucristo, la Verdad. 

Concluyo parafraseando al teólogo argentino Míguez Bonino: ¿Cómo podemos encontrarnos en este siglo XXI con estos dos hombres, no como espectadores que miran desde un balcón, sino como sus acompañantes en el Camino que lleva hacia la esperanza? 

Dos visionarios que soñaron con la encarnación de Cristo en Iberoamérica.

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