Sabores y saberes de la vida (5ª): las cuatro palabras más fáciles

Seríamos mucho más creíbles como cristianos, que sin darnos golpes de pecho como el humilde publicano, reconociéramos nuestras culpas y silenciosamente gritáramos: “por mi culpa”.

01 DE SEPTIEMBRE DE 2018 · 22:20

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Querido Padre:

Ya se me terminó Agosto, y quisiera empezar esta última carta diciéndote: “miro el mar que tengo delante, una lenta gaviota que pasa, siento la agradable brisa que me llega a la terraza…” y me parece que Tú me dices, no mientas con tu imaginación “hijo mío”: “estás frente, además de la pantalla de tu ordenador, ante dos ventanas que dan a la estrecha calle de San Eusebio y es noche oscura, de lenta gaviota nada, oyes el ventilador que te has puesto para sobrellevar el calor y de terraza y mar nada. Este verano ni siquiera has pisado la playa… pero pese a todo, compruebo que no te sientes desgraciado, y percibo que te produce cierta satisfacción escribirme estas cartas”.

Y tanto, y te puedo contar un secreto, porque sé que Tú no lo divulgas, y aunque algunos no me crean, Tú lees el corazón; pues aunque no me vaya de vacaciones, y sabes las causas: me voy un poco con cada hermano de la Iglesia que puede viajar a la montaña; a la playa; a pueblos o ciudades de España y del extranjero; de hecho, me voy un poco con cada uno de ellos, así que soy muy afortunado y me llena de alegría sentir así, gozar con los que se gozan.

Ya ves que te escribo una carta personal, no es una circular ni un largo WhatsApp de recibir y reenviar. Es escribirte como hablarte, como tu Hijo nos enseñó a orar. Y es que en el fondo pienso que una carta a Ti, no puede ser más que una oración.

Y ¿sabes? aunque siento satisfacción al viajar con los que pueden, hay momentos que tengo ganas de separarme del gentío que celebra sus fiestas, sus victorias, sus fanfarronadas y sentarme junto a Jesús para intercambiar unas palabras con Él. Pues tu Hijo nos enseñó que no necesitamos escribirte cartas, pero sí podemos hablar contigo. ¿Qué hablarte?; ¿qué decirte? y, como por suerte estoy en el secreto, puedo comunicarme con toda libertad.

¿Por qué somos siempre tan entusiastas y nos encontramos preparados para celebrar los triunfos –ciertos o imaginarios‑ y tan refractarios a reconocer nuestros fallos, nuestras culpas, nuestras colosales equivocaciones?; ¿qué pasaría si aprendiésemos también a celebrar la solemne confesión de las derrotas?.

Seríamos mucho más creíbles como cristianos, que sin darnos golpes de pecho como el humilde publicano, reconociéramos nuestras culpas y silenciosamente gritáramos: “por mi culpa”. Todas las veces que en el mundo se desencadena la violencia, impera la injusticia, es pisoteada la dignidad de la persona y son matados los hombres, no podemos estar acusando a “la sociedad”; “a los tiempos”; no, la sociedad somos nosotros, por tanto deberíamos también decir “mea culpa”. Por otra parte, cuántas justificaciones demagógicas para lo injustificable, “era una buena persona, pero tuvo un día malo y trató de matar a un mozo de escuadra”; cuántas excusas decididamente sospechosas, cuántos abstrusos “distingos”: discursos políticos no solamente difíciles de comprender sino también de aceptar; cuántas distinciones sutiles propias de la economía, la pseudo ciencia y la filosofía sin ética.

Decía Bertrand Russell, prestigioso filósofo y matemático británico: “las tres palabras más difíciles de decir son: me he equivocado”, aunque en otras citas sobre él, la misma frase la han traducido “yo he pecado”; pero yo añadiría que las cuatro palabras que más fácilmente decimos son:“la culpa no es mía”.

Ante un desastre, un episodio doloroso, unos hechos escandalosos, unas derrotas ante las tentaciones, unas paupérrimas vidas espirituales, tenemos siempre a pedir de boca la responsabilidad ajena. Jamás la nuestra.

Padre, si yo fuese capaz de movilizar a las gentes para reconocer las derrotas –y que cada uno tomase sin tantas historias la propia ración de culpa‑ quizá entonces se podría hablar de victorias decisivas, de avances hacia mejores horizontes y también de progreso.

Más aún: ¿por qué la escena del mundo está invadida por gente que representa el papel de gran personaje, que se hacen los héroes y salvadores de la Patria, cuando no del mundo, y están tan podridos por dentro, que necesitan “genuina regeneración”? y ¿cuán fácil es encontrarlos en todos los ámbitos de la sociedad, mientras que al igual que la búsqueda de Diógenes de “hombres honestos” resulta tan imposible encontrar a alguien dispuesto a cumplir sencilla, silenciosa y cristianamente el propio oficio de ‘ser humano’?.

Pues en realidad, está claro, tantos descerebrados como aquel que afirmó: “un cráneo de Ávila no será nunca como uno de la plana de Vic. La antropología habla más elocuentemente que un cañón del 42”.Y a alguien que aún no era “President” le pareció acertadísimo; con ellos, tantos indiferentes a los valores de la fe, se lanzan a desear -porque es lo más fácil- ser héroes, tener un momento de gloria, que ser hombres todos los días. Hombres que en el perfil de la Biblia, que Tú, Señor, nos has indicado seamos auténticos -con un coeficiente normal de honradez, coherencia, lealtad, corazón, inteligencia, fe, buena voluntad y buen sentido-. Y así, la vida sería una celebración del hombre total y de su grandeza. 

Y bien querido Dios, ya ves que te he escrito con el pensamiento, sin pluma que es como a mí me gusta, ni papel, ni sobre ni sello, porque sé que Tú lo lees todo. Ten misericordia de mí. Y no te quiero decir “adiós”, porque no me quiero quedar solo. 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Desde el corazón - Sabores y saberes de la vida (5ª): las cuatro palabras más fáciles