Corte de cabello

Primer premio en la modalidad de Relato en el XXXIII Certamen González-Waris. Por Keila Ruth Ochoa Harris.

11 DE MARZO DE 2018 · 15:00

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Cortarse el cabello debería ser algo sencillo, pero para Freya resultaba una odisea. 

—Lo que no entiendo, es porqué debes cruzar media ciudad para hacerlo —le decía Gustavo. 

El “plan A” fracasó cuando Gustavo llamó para decir que había surgido una junta de último momento en la empresa y saldría hasta las seis de la tarde. Freya leyó el mensaje dos veces antes de convencerse que Martín, de seis años, y Sonia, de cuatro, no se quedarían toda la tarde comiendo palomitas y viendo su película favorita. Debía recurrir al “plan B”. 

El “plan B” comenzó con el pie izquierdo. Sonia le armó una rabieta porque no quería ponerse las medias, y por lo tanto, tampoco los zapatos. Desde que Freya anunció el “plan A” Sonia había corrido a su recámara para ponerse el pijama. Igual que a ella, los cambios de último momento, lejos de excitarla, la alteraban. Así que Freya debió recurrir a la fuerza para vestirla, lo que provocó lágrimas incontrolables, acusaciones hirientes y un añadido más a su sentimiento de culpa. 

Cortarse el cabello no era un lujo. Cada miembro de la familia recurría a la peluquería para lucir bien. ¿Por qué ella debía sentirse culpable? En pocas palabras, no quería sentirse mal por embellecerse. ¿O acaso era porque la peluquería se encontraba lejos?

—A veinte metros está la estética de doña Queta; en la siguiente esquina acaban de abrir un salón de belleza bastante moderno. ¿Por qué no los pruebas?

Gustavo jamás entendería, y como no quería pensar en eso, con una Sonia lloriqueante, los trepó al auto, les abrochó los cinturones de seguridad y se colocó en el asiento del conductor. La aplicación en su teléfono pronosticaba un poco de tráfico. Entonces, mientras arrancaba, tocó el turno de Martín para anunciar su disconformidad. ¿Cuánto tiempo estarían en casa de la abuela? ¿Dónde estaría mamá? ¿Cuándo regresaría? ¿Por qué no los llevaba con ella? La sicóloga escolar decía que todos los niños pasaban por épocas de ansiedad, pero un pequeño porcentaje manifestaba sus miedos de maneras más intensas. Martín era uno de ellos. 

No podía desprenderse de Freya. Cuando despertaba de madrugada, la llamaba y no descansaba hasta saberla a su lado. Así que Freya hizo lo que los expertos recomendaban. Armándose de paciencia, explicó cada paso del plan. Manejaría hasta casa de la abuela. Martín y Sonia se quedarían haciendo algo divertido, luego mamá los recogería y volverían a casa para cenar con papá. Freya sabía que su bien organizado plan podría sufrir una serie de alteraciones espontaneas, como que la abuela decidiera cocinar para todos, o que el abuelo regresara temprano y propusiera ir por unos tacos al pastor. Para su fortuna, Martín se quedó tranquilo y Freya accedió a que encendieran el IPAD y miraran una película. 

El tráfico resultó más lento de lo que esperaba, y Freya aprovechó para enviarle un mensaje de voz a su madre. “Mamá, voy en camino a tu casa. Voy a ir a cortarme el pelo. Te dejo a los niños solo un rato y paso por ellos cuando termine”. Su mamá contestó con un monosílabo: “Ok”. Difícil predecir el humor de su madre con una respuesta tan concreta. 

Cuando pensó que nada más podía agriar el viaje, la aplicación anunció que había un accidente un kilómetro más adelante y le pedía desviarse. Freya se mordió el labio. Detestaba usar rutas alternas. Mientras esperaba que los autos avanzaran para tomar la salida, le llegó un mensaje. Era de Mariana, su hermana menor. Le preguntaba cuándo se verían. Freya cambió de carril. ¿Qué contestarle a Mariana? No tenía que hacerlo en ese instante, pero tampoco deseaba hacerlo en una hora. Mariana era su única hermana, pero no presumían una relación profunda, y no porque no quisiera, sino porque… 

No sabía el porqué. Comenzaron a distanciarse por razones obvias. Ambas se casaron el mismo año. Luego Freya consiguió un trabajo, y ahí comenzaron las diferencias. Mariana era la perfecta ama de casa. Mientras Freya balanceaba el trabajo con la crianza, Mariana cuidaba de los niños y los acompañaba a cada clase, cada evento, cada nimiedad. 

Freya trabajaba porque amaba hacerlo. Editaba libros educativos de segunda lengua. Dos veces por semana acudía a las oficinas de la editorial donde tenía juntas sobre contenidos. El resto del tiempo trabajaba desde casa, lidiando con autores y fechas de entrega; puliendo textos y comentando propuestas con los diseñadores. Su trabajo tomaba más de ocho horas al día que interrumpía para recoger a los niños, cocinar o bañarlos. Sin embargo, el producto final siempre hacía que su pecho se inflara, sobre todo si descubría que algún conocido utilizaba uno de sus libros para aprender inglés. 

Mariana y su madre eran muy parecidas. Hogareñas, buenas cocineras, dedicadas a sus hijos. A Freya la perseguía la sombra de la duda. ¿Les robaba tiempo y atención a sus hijos? ¿Era buena madre y esposa? En los peores días, cuando su jefe no la felicitaba, incluso se preguntaba si funcionaba como editora. 

Restaban cinco minutos para casa de su madre, así que se concentró en el camino. La estética se encontraba en la colonia donde Freya había vivido de soltera, antes de casarse y mudarse al sur de la ciudad, pero se desvió rumbo a casa de su madre, la cual no había cambiado en años. Fachada blanca, portón negro, dos pisos. 

Sonia se bajó de inmediato y tocó el timbre. Tenía una debilidad por la abuela que Freya no lograba entender. Su madre abrió la puerta y abrazó a la pequeña. 

—Estuviste llorando —susurró. 

—No quería ponerse las calcetas —le explicó Martín. 

Los dos entraron con confianza y se dirigieron a la puerta sin una despedida. 

—Haremos galletas —le dijo su madre. 

—Debo irme. Mi cita era a las cinco. 

—Relájate y disfruta.

Su madre cerró el portón, y Freya se preguntó si su madre había dicho eso por costumbre o por haber visto en su interior. Freya no sabía relajarse, ni disfrutar. Manejó las dos cuadras a la estética y se estacionó frente a la panadería. La entrada a la estética era una pequeña puerta que conducía a un salón amplio e iluminado, dividido en dos, pero cuyos ventanales no daban a la calle como otros lugares, sino hacia un patio trasero donde un French Poodle dormía la siesta. 

Freya saludó a Maru, la chica que ayudaba a Karina. Estaba sentada frente a otra chica, pintándole las uñas en el primer saloncito donde había un pequeño escritorio, dos pequeños sillones y un sofá. En la segunda sección estaba el taller de Karina, con espejos y tijeras, peines y secadoras, tintes y productos. Karina aplicaba un tinte marrón a una mujer en sus sesentas. Freya había llegado tarde. Detrás del vidrio, Karina le sonrió y apuntó con la barbilla un sillón vacío. 

En la mesita había una pila de revistas de belleza y moda. Prefirió sacar su teléfono. En su bandeja de correo había cinco mensajes que no habían estado allí cuando dejó a sus hijos en casa de sus padres. Dos mensajes comerciales sobre productos en línea. Un mensaje del diseñador diciendo que nuevamente se había atrasado por enfermedad. El cuarto mensaje era de una de las autoras del proyecto en turno. La había contratado por referencia de una compañera, pero no lograban compaginar en metodología. Le echó un vistazo al texto y sintió un retortijón en el estómago. Tendría que enviarle muchas correcciones, o editar el texto ella misma. Adiós fin de semana. El quinto provenía de una amiga en España. Le había copiado unas recetas para los niños. 

—¿Freya?

La voz de Karina la interrumpió. La señora mayor ocupó el sillón a su lado y se puso a hojear una revista. Freya entró al salón de corte y se dejó caer sobre la silla giratoria. Colocó su teléfono en una mesita cercana mientras Karina le colocaba una bata de plástico para proteger su ropa. 

—¿Lo de siempre?

—Tinte y corte —dijo Freya tratando de serenarse. 

Karina se dio la vuelta y buscó en un gabinete tubos con tinte. Eligió uno y lo exprimió un tazón de plástico al que agregó otros productos para después revolverlos con un pincel. Sus suaves manos comenzaron a separar mechones al tiempo que embadurnaba el cuero cabelludo con el compuesto. 

—¿Y cómo pinta tu fin de semana?

Terrible. Tendría que reescribir el capítulo cinco. El cesto de la ropa sucia estaba hasta el tope. Martín tenía cita con el dentista el sábado a mediodía. El hermano de Gustavo cumplía años y su suegra haría una pequeña reunión. El domingo en la iglesia debía llevar unas galletas para una venta especial a favor de los niños de una casa hogar que apoyaban. Por la tarde, Martín tenía que terminar una tarea y Freya debía planchar ropa. 

—Pinta bien —respondió sintiéndose miserable por mentir—. ¿Qué tal el tuyo?

—Los sábados siempre trabajo. Mañana peino a dos novias. —Karina decía que no había nada como sacar la belleza natural de una mujer enamorada con un poco de maquillaje y un peinado que resaltara su alegría—. El domingo lo de siempre. Estoy enseñando a los niños pequeños en la clase bíblica. Listo. Esperaremos cuarenta minutos.

Freya regresó al sillón de la sala de estar. Maru, la chica de las uñas, salió a comer. La señora en sus sesentas volvió al banquillo para que le enjuagaran el tinte y Freya trató de leer algo. Por curiosidad, se interesó en la conversación entre Freya y la otra mujer. 

—Es de admirar lo que hace por su madre, doña Jose. 

—Ni tanto, Karinita. La demencia senil es una locura. Me siento como cuando cuidaba de mis hijos pequeños pues tengo que ir detrás de ella para que no haga travesuras. El otro día se salió de la casa y la encontré en el parque tomando un helado por el que no pagó. El heladero terminó regalándose por frustración más que por compasión…

La historia continuó, pero Freya se distrajo con un mensaje de Gustavo. La junta había terminado temprano e iría a casa. Freya imaginó a Gustavo. Se quitaría la camisa y la corbata y se pondría una sudadera. Luego se acostaría en el sillón y encendería la televisión. Al paso que iba la tarde de Freya, él descansaría dos o tres horas, en completa soledad, antes que ella pudiera regresar. ¿Y quién prepararía la cena? ¿Quién bañaría a los niños? ¿Quién les pondría el pijama? ¿Quién vigilaría que se lavaran los dientes? ¿Quién les leería el cuento de las Buenas Noches? ¿Quién se quedaría inmóvil en una silla hasta que los dos roncaran? ¿Quién, en pocas palabras, terminaría cansada y frustrada como de costumbre?

—Gracias, Karina —dijo doña Jose mientras se despedía—. Siempre es un deleite venir, y no solo porque me dejas sintiéndome diez años más joven. 

La mujer se despidió y Karina miró el reloj. 

—Aún faltan diez minutos. No tardo. 

Karina caminó hacia el escritorio y escribió una pequeña nota. Dobló el papel y lo depositó en una cajita en el cuarto de corte, luego se dirigió al baño. Aburrida, Freya contempló la variedad de colores en los barnices de uñas. Cuando Karina salió del cuartito, le indicó que pasara para el enjuague. Le colocó una toalla alrededor de los hombros y Freya echó la cabeza para atrás hasta descansarla contra el plástico de la silla. Karina hizo correr el agua tibia de una pequeña manguera con la que repasó el cabello de Freya una y otra vez. Freya logró exhalar con más soltura. 

Entonces pensó en Karina. Siempre la veía tranquila. Diría que la estilista ignoraba lo que era la palabra “estrés”. En primer lugar, era soltera. No tenía que lidiar con alguien del sexo opuesto. Tampoco tenía hijos, así que no despertaba a media noche porque alguien tuviera pesadillas. Vivía con su madre y su hermana, ambas viudas. Su madre perdió a su esposo de un ataque cardíaco; el cuñado murió electrocutado en horas de trabajo. Había trabajado para la Compañía de Luz. ¿Qué podría nublar el día de Karina? ¿Una clienta molesta? ¿Dolor de pies por las largas horas parada? ¿Un achaque de su madre? ¿El aumento en las cuotas de renta o agua? Karina le pidió que se trasladara al banco donde secó su cabello con una toalla. Luego produjo unas tijeras y comenzó con el corte. 

Desde el espejo, Freya la admiró trabajar. No era delgada, ni robusta. El cabello largo lo traía alaciado y en forma de V. En cada visita, Karina lucía un nuevo estilo. Freya la consideraba bonita. Pero había algo más. Mientras, Karina separaba mechones y despuntaba, Freya pensó en las muchas veces que había visitado la estética. La amistad comenzó en la universidad cuando Karina abrió su negocio. Luego Karina la maquilló y peinó para su boda. Le dio su primer tinte después que nació Martín. La visitó en el hospital cuando nació Sonia. Su madre y Mariana también eran sus clientas, pero Karina jamás hablaba con otros de los demás. De hecho, una de las razones por las que Freya apreciaba su trabajo se resumía en que Karina hablaba si la clienta lo requería, pero también respetaba el silencio, si uno deseaba meditar. No tenía televisor ni radio encendido. El silencio a vece se rompía con música instrumental. La única evidencia de que Karina era un ser humano de carne y hueso descansaba en la cajita metálica frente al espejo. 

—¿Sigues con la cajita del miércoles? 

—Sigo preocupándome —respondió Karina con una sonrisa. 

Cada vez que una preocupación venía a su mente, Karina la apuntaba en un papel y la depositaba en la cajita del miércoles, el día de sus preocupaciones. Los miércoles temprano abría la cajita y leía cada uno de sus afanes. La mayoría de las veces, según comentaba, las situaciones se habían resulto. Cuando no, oraba por ellas. 

Freya trató de imitarla, pero su cajita de los jueves no duró mucho tiempo en la cocina. Por una parte, si escribía en viernes, se le figuraba una eternidad aguardar hasta el jueves. Después, cuando pasaron tres semanas y la cajita resultó demasiado pequeña para sus muchas quejas, la tiró al bote de basura. No se procuró una nueva.

Karina comenzó a trabajar en la parte de arriba y Freya comenzó a sentirse soñolienta. Sus ojos entonces se posaron en la pared donde Karina colgaba pequeños cuadros de versículos bíblicos. Había un nuevo texto. “El Señor es bueno, un refugio seguro cuando llegan dificultades”. La vez pasada había sido un salmo que hablaba de Dios como alguien compasivo, lento para enojarse y lleno de amor inagotable. 

Freya repasó el texto en turno. “El Señor es bueno”. ¿Lo era? No lo parecía cuando la cajita del jueves se llenaba con papeles que enumeraban sus preocupaciones, como cuentas sin pagar, niños enfermos o discusiones maritales. “El Señor es un refugio seguro cuando llegan dificultades”. ¿Y por qué tenían los problemas que aparecer? ¿No podía Dios facilitarle la vida?  

Karina encendió la secadora y el aire caliente envolvió su rostro con suavidad. “El Señor es bueno”. Y lo era, porque Freya tenía una madre que no puso objeción en cuidar a sus nietos. Contaba con una hermana, quien a pesar de sus diferencias, la buscaba y necesitaba. ¿Y qué de sus dos hermosos hijos? Fuera de las rabietas de Sonia, la pequeña estaba repleta de sonrisas y abrazos. Detrás de los miedos de Martín había una prodigiosa imaginación que ideaba mundos fantasiosos y relatos extraordinarios. Además, Freya tenía a Gustavo a su lado, un hombre amable y paciente, con un gran sentido del humor. Apenas el día anterior le había mandado una foto con una jirafa. “Para una mujer de altura”, añadió en el texto. 

Siempre habría dificultades, desde una llanta ponchada hasta lluvias torrenciales. Cada día traería sus propios dilemas, en forma de dolores de espalda o gastritis. Pero tan cierto como los problemas era la declaración bíblica: “un refugio seguro”. Ante cada problema, Freya podía hacerse pequeña en su mente y descansar en el hueco de la mano del Padre que era lo suficientemente grande para envolverla y protegerla de cualquier dificultad. 

—¡Lista!

Freya contempló su reflejo y esbozó una sonrisa. Sacó su cartera y le pagó a Karina. 

—Te espero en dos meses —sonrió la peluquera. 

—Aquí estaré. 

Freya se preguntó si debió haberle contado más detalles de su vida, como hacían tantas otras mujeres. Quizá debía mostrar más interés y preguntar por las sobrinas. Pero Maru, la chica de las uñas, regresó acompañada por una chica que quería colocarse unas extensiones, así que Freya se despidió de todas y se detuvo frente a la panadería. Lamentablemente, el tinte había subido de precio y ya no traía cambio. No se angustiaría. El Señor era bueno. A estas alturas, su madre tendría una cena preparada.

Freya se subió al auto y se colocó el cinturón de seguridad. Antes de arrancar, contempló el letrero encima de la puerta del salón de belleza. “Estética Betania”. No había mejor nombre para el negocio de Karina. Uno entraba como una Marta, afanada y turbada por muchas cosas, y salía como María, más serena y ubicada. Por esa razón, no le importaba cruzar media ciudad por un corte de cabello.  

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