El alcance de la ‘Sola gratia’

La enseñanza bíblica de la gracia sostiene que el originador y realizador de la salvación del hombre es el Espíritu Santo, llamado también Espíritu de Gracia.

18 DE FEBRERO DE 2018 · 18:00

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Vincent Guth / Unsplash

El tercer gran principio de la Reforma reza sola gratia, solo la gracia. Para Lutero gracia es la acción de Dios por medio de su Hijo Jesucristo. ¿Cómo llega Lutero a esta conclusión?

Llega a ella desde el Nuevo Testamento, y más exactamente desde los escritos del apóstol Pablo. El contenido del evangelio que anuncia Pablo y el objetivo de su misión evangelizadora mundial se deja resumir en una única palabra: ¡Gracia!

Pero ¿qué es gracia? Gracia es siempre algo que no se merece. Algo a lo que no se tiene derecho. Desde una perspectiva social, justicia es algo que podemos reclamar. Nosotros podemos requerir justicia de un tribunal.

Tenemos derecho a que se nos haga justicia.  Pero ¿tenemos derecho a la gracia? No. La gracia se recibe inmerecidamente. Dicho con otras palabras: Gracia es siempre una acción bienintencionada de arriba abajo, del cielo a la tierra.

El agraciado es alguien que recibe un favor que le cae de arriba sin haber hecho mérito alguno para ello. La gracia se recibe sin ningún mérito personal, extra nos. Gracia es favor inmerecido.

¡Solo la gracia! Con este postulado comienza la Reforma, y con él se sostiene hasta hoy. Quien no lo vea así, o quien simplemente pretenda añadir a este principio algo más, por insignificante que sea, lo está poniendo todo en juego. Un peligroso juego con fuego del que saldrá quemado.

Lutero percibió  esto con suma agudeza. El Nuevo Testamento está repleto de amonestaciones a personas que creían poder mantenerse firmes delante de Dios en virtud de sus méritos personales.

Sola gratia constituía para los fariseos de los días de Jesús una viga en sus ojos; algo que les irritaba y les indignaba, predisponiéndoles contra Jesús y su mensaje. Decían los que se justificaban a sí mismos: “¿Ser aceptados por Dios de pura gracia? ¡Esto es injusto! Nosotros hacemos muchas obras de justicia. ¡Oramos, ayunamos y damos diezmos y limosnas! ¿Y ahora viene Jesús y se junta con publicanos y pecadores? ¡Esa gente no tiene nada a su favor en la cuenta de las buenas obras! ¡Solo números rojos, solo culpas y pecados! ¡No se lo “merecen”!” Precisamente esto es gracia: ¡Que uno no se lo merece!

Así que, gracia es una decisión soberana de Dios que nos es impartida únicamente, exclusivamente, en virtud del mérito del sacrificio realizado por Jesús en la cruz. Lo único que puede hacer el hombre ante la gracia, es recibirla y agradecerla.

De la aceptación de esta gracia divina surge una vida de santidad que no es otra cosa que respuesta agradecida, y que no puede ser evaluada como obra que origina mérito.

La sola gratia fue en su origen reformador una respuesta al error de creer que el hombre podía desear de sí mismo su redención y lograr por sus esfuerzos personales el perdón de sus pecados.

En cambio, la enseñanza bíblica de la gracia sostiene que el originador y realizador de la salvación del hombre es el Espíritu Santo, llamado también Espíritu de Gracia; él es quien “convence al hombre de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8), el que provoca la fe y guía al arrepentimiento.

Contrariamente a lo expuesto, muchos cristianos dentro del protestantismo defienden la idea de la existencia del “libre albedrío” y, consecuentemente, consideran la salvación como el resultado de un mérito personal.

Esto no es otra cosa que un retorno a la enseñanza católico romana que sostiene que para la consecución de la salvación son imprescindibles las buenas obras y que coloca la absolución de los pecados en manos del clero.

Con la renuncia al principio de la sola gracia el Protestantismo dejó libre el camino al Humanismo, que hoy ha penetrado en amplios círculos evangélicos y que está llevando a una nueva consideración, nada bíblica, de la soberanía de Dios y de su gracia.

Otra de las consecuencias de la dilución de la sola gratia es la colocación del hombre en el centro de la vida espiritual. Así, se cree que se trata únicamente, o al menos en primera instancia, del hombre, y que la tarea de Dios consiste en dar satisfacción a todas las necesidades terrenales del ser humano.

De esta manera se busca primordialmente que a la hora de los cultos y demás actos religiosos el hombre “se sienta bien”, “se sienta a gusto”. Los recursos para esto son la oración, los cantos de alabanza y una predicación de carácter ético y social.

Todo al servicio de la vida del hombre en el más acá. Al infierno se le manda al infierno y del cielo, ya veremos, que no está la vida para tan altos vuelos.

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