El año nuevo

Antes de que podamos subir hasta la alegría de la realidad de Dios, hemos de descender al abismo en que escondemos nuestras faltas inconfesables.

07 DE ENERO DE 2018 · 08:30

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Hasta hace unas cuantas horas me había empestillado en no contestar los WhatsApp, con los que tantas personas me han felicitado el nuevo año, es impresionante. Pero, aunque no soy partidario de esa cohetería, estoy haciendo esta excepción y estoy contestando poco a poco. Porque al fin de cuentas la cosa no está para menos. Donde no hay harina todo es mohína. Y cuando, a pesar de todo, alguien se toma el trabajo de contradecir unos vaticinios tan generalizados como oscuros, y desearme, contra viento y marea, un año jubiloso, bendecido y lleno de gracia, no se puede hacer menos que agradecérselo y estar a la recíproca. No obstante, “Desde el Corazón” me pregunto ¿qué es para un niño el Año Nuevo?: nada. Es una expresión de nosotros los mayores. Para los niños, como mucho de lo que decimos los adultos sin pensar, no significa nada. Pero ellos juegan a hacernos caso, si con ello hay fiestas, noches viejas, comemos uvas, y siguen regalos, Y es que en el fondo, los infantiles somos los mayores: seguimos las modas de la publicidad mercantilista, practicamos ritos cada vez más paganos. Reímos fuerte, quebrantamos normas cotidianas, hacemos las cosas a horas fijas de costumbres fijas, interrumpimos con premeditación establecida los regímenes de salud o para adelgazar, nos animamos a compartir –decimos- pequeñas transgresiones, y hay que ser ruidosos, tragones, jaraneros, bebedores de casi todo y nos irritamos si alguno no corresponde igual. Hay que falsearse para ser complacientes.

Y llegan las campanadas en las que hay que decir, con el buche repleto de uvas: “Feliz Año Nuevo”. Y confiamos –no de verdad, no de verdad- en que algo va a cambiar. Pero muy pocos, muy pocos cambian. Sólo serán unos días de otra manera. Y proclamamos “Año Nuevo, Vida Nueva”, pero no sabemos bien lo que decimos. No hay años nuevos, si no hay vidas cambiadas.

Y no cambiamos la vida para ser mejores y más nuevos, porque no queremos serlo. Mejor dicho, porque no tendemos a serlo, porque muchos lo queremos. Pero el mero deseo es un pensamiento pasajero, sin consecuencias, si la voluntad no se pone en marcha para lograrlo; querer una cosa significa pagar el necesario coste en esfuerzo y sacrificio.

Quizá en el ambiente de fiesta nos ilusionamos imaginando que nos proponemos mejorar, cuando de hecho formulamos infinitas reservas que de hecho determinan que muchas de nuestras prácticas no cambien, por lo que nuestro querer queda en simple deseo inútil. El sabio rey de Israel, recopilaba para su Himnario de adoración, el magistral Salmo de Moisés que compartía con su pueblo: “Dios… enséñanos a contar de tal modo nuestros días que traigamos al corazón sabiduría”; clave para mejorar. Todos debemos descender a nuestro subconsciente y buscar en sus parajes sombríos, donde se encuentran nuestras inexpresivas reservas. No las vemos fácilmente, pero matizan todo lo que vemos, cambiando la verdad de la realidad exterior cuando impresiona la parte consciente de la mente. La realidad se modifica –como el alcohol afecta la conducta y el equilibrio- si en nuestras reservas íntimas hay hábitos pecaminosos, soberbia, avaricia, envidia, odio, cosas todas que dificultan nuestro buen juicio. Desvirtuamos entonces la verdad para no tener que cambiar ni renunciar a los vicios que tanto apreciamos.

Podemos caer en la trampa de la fiesta, porque ella nos hace perder la dignidad de vernos menos nobles de lo que somos y nos gusta creer. Y nos equivocamos porque la realidad no puede ser burlada para amoldarla a nuestros deseos.

Las reservas a las que hemos de apelar, las actitudes que insistimos en no cambiar ni suprimir, afectan a nuestros criterios conscientes y espirituales y hacen que las formulemos sin ajustarnos a la posverdad reinante... antes de que podamos subir hasta la alegría de la realidad de Dios, hemos de descender al abismo en que escondemos nuestras faltas inconfesables. Esto exige que hagamos un completísimo análisis de nosotros mismos, el saber contar nuestro tiempo y adquirir sabiduría a la luz de las inmutables leyes de Dios.

Necesitamos ver nuestro yo como es en realidad y no como lo fingimos o nos inventamos caretas de noche vieja. Hemos de amar la verdad más que el yo, y estar dispuestos a confesarnos todas nuestras faltas disimuladas. Viendo la verdad tal cual es, es cuando podremos empezar a hacer realidad eso de “Año Nuevo, Vida Nueva”.

Nada mutila más la vida espiritual nueva como los cuerpecillos extraños que se esconden, como los virus en el Disco Duro de nuestros ordenadores, estorbándolo, en el motor de nuestras almas. Podemos encontrar dentro varias faltas, tales como la autoadoración, orgullo, odio, pereza. Los que intentan cambiar de vida a mejor, sin analizarse a sí mismos, se maravillan de las constantes derrotas que sufren y que se deben invariablemente, a que llevan dentro de sus espíritus: los defectos dominantes e irreconocibles. Hasta localizarlos y reconocerlos ante el Maestro por excelencia con el deseo de destruirlos, no habrá verdadero progreso espiritual, ni cambio, ni vida nueva.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Desde el corazón - El año nuevo