A pesar de las muchas connotaciones negativas que pudieran dárseles a tales aves, lo cierto es que son imprescindibles para los ecosistemas actuales.
Allí anidará el búho, pondrá sus huevos, y sacará sus pollos,
y los juntará debajo de sus alas;
también se juntarán allí buitres, cada uno con su compañera.
(Is. 34:15)
El nombre de “buitre” se aplicó primero a las grandes aves de presa necrófagas del Viejo Mundo pertenecientes a la familia Accipitridae. Sin embargo, después del descubrimiento de América, tal denominación se amplió también para incluir a los cóndores, zopilotes y otras rapaces del Nuevo Mundo que se clasificaron dentro de la familia Cathartidae. Estudios recientes del ADN han demostrado que los buitres americanos no están relacionados genéticamente con los del Viejo Mundo y esto ha generado un debate científico que dura hasta el presente. Como ambos grupos se parecen por su aspecto y hábitos, se sugirió que quizás dichas semejanzas se debían a un proceso de evolución convergente. Es decir, que dos especies de aves ancestrales distintas no relacionadas entre sí hubieran dado lugar casualmente, por procesos evolutivos muy diferentes, a estas dos familias de carroñeros morfológicamente tan parecidas.
Este es un argumento que suele emplearse con frecuencia desde el neodarwinismo cuando los parecidos entre organismos distintos no se pueden explicar de otra manera. Es lo que se arguye también, por ejemplo, para dar cuenta del origen del vuelo de aves, murciélagos y reptiles voladores como los extintos pterosaurios. No obstante, tales “explicaciones” adolecen siempre de los hechos que las respalden. Las matemáticas indican que si ya es harto difícil que los buitres aparecieran una primera vez por mutaciones al azar y selección natural en el Viejo Mundo, cuanto más lo sería que todo ese increíble proceso ocurriera de manera idéntica por segunda vez en el Nuevo.
Además, tradicionalmente se creía que los buitres de Europa, Asia y África pertenecían por su aspecto y costumbres a la familia de las Falconiformes, como los halcones y cernícalos. Sin embargo, la genética indica que estarían más estrechamente relacionados con las cigüeñas y las garzas. Tales sorpresas aportadas por los análisis del ADN están cambiando los tradicionales árboles filogenéticos así como muchas otras presuposiciones evolucionistas.
Las 15 especies existentes de buitres del Viejo Mundo son aves rapaces de gran tamaño que planean alto, valiéndose de corrientes cálidas de aire ascendente, y emplean su excelente visión para descubrir presas que le sirvan de alimento. Generalmente, comen carne de animales recién muertos. Evidentemente, todas las especies de buitres son consideradas como animales impuros puesto que se nutren de cadáveres. En el Antiguo Testamento se habla del quebrantahuesos (Gypaetus barbatus) (Lev. 11: 13); del buitre leonado (Gyps fulvus) (Lev. 11: 18; Miq. 1: 16) y del alimoche o buitre egipcio (Neophron percnopterus), entre otros. Aunque los traductores emplean casi siempre el término general “buitre”, el hebreo suele ser más específico a la hora de determinar estas distintas aves carroñeras que frecuentaban las regiones bíblicas.
Conviene tener en cuenta que identificar a las aves por el nombre hebreo que aparece en las Escrituras no es una ciencia exacta, ya que en muchas ocasiones se empleaban nombres comunes onomatopéyicos o debidos a ciertos hábitos del animal. Esto hace que a veces la clasificación correcta sea difícil de esclarecer. No obstante, en el caso de los buitres, su identificación suele ser más sencilla cuando se alude al contexto. En ocasiones, se ha traducido equivocadamente “águila”, “milano” o incluso “halcón” aún cuando el hebreo se refería al “buitre”, como puede apreciarse por el resto de los versículos que indican claramente que se trata más bien de este último animal (Mt. 24:28; Lc. 17:37). Los principales términos hebreos para señalar al buitre son dayyah (“precipitarse hacia” o “volar rápido”) (Dt. 14:13; Is. 34:15); ayyah (“vociferador”) (Job 28:7; Lv. 11:14) y néshér referido muy probablemente al buitre leonado.
Al consumir cadáveres, la imaginería popular solía vincularlos simbólicamente con el reino de los muertos. De ahí que, para algunas culturas, dejar los difuntos a la intemperie con el fin de que fuesen devorados por los carroñeros indicaba un abandono por parte de los humanos y de la deidad en la que se creía. Era como entregarlos para siempre en las entrañas de la muerte (2 Sam. 21: 10; Jer. 7: 33). La última amenaza que suponían las guerras era precisamente ésta, que los buitres devoraran los cadáveres desnudos de los caídos en el combate (Job 39:30; Mt. 24:28; Ap. 19:17-21).
A pesar de las muchas connotaciones negativas que pudieran dárseles a tales aves, lo cierto es que son imprescindibles para los ecosistemas actuales. Al ser poco agraciados, calvos y amantes de la carne muerta, no figuran entre los animales más carismáticos. Sin embargo, poseen rasgos que los hacen muy singulares. Son las aves que pueden volar más alto, como se demostró en 1973 cuando un buitre moteado colisionó con un avión que viajaba a 11.000 metros de altitud sobre Costa de Marfil. Aunque lo habitual es que asciendan entre 3.000 y 6.000 metros. Estudios de la fisiología del buitre han revelado ciertas adaptaciones cardiovasculares y de la hemoglobina de su sangre que les permiten respirar en una atmósfera enrarecida.
Al consumir los despojos de otros animales, se convierten en los grandes recicladores de la materia orgánica, evitando así la propagación de enfermedades y la proliferación de otros posibles carroñeros como los perros salvajes. Los potentes ácidos estomacales de estas aves son capaces de destruir bacterias que pueden ser mortíferas para otras especies, como la del ántrax o la causante del cólera. Presentan también anticuerpos especiales que les ayudan a combatir eficazmente las toxinas botulínicas. De manera que aunque consuman una presa muerta por botulismo, los buitres no sufren sus efectos negativos. Son auténticos diseños fisiológicos para reciclar la materia en los ecosistemas naturales.
El buitre leonado (Gyps fulvus), que es mencionado en la Biblia mediante el término hebreo néshér, es una ave maciza de hábitos gregarios que puede alcanzar los 11 kg. de peso, una envergadura alar de hasta 2,65 metros y una longevidad en libertad de 25 años. Se le considera el rey de las aves y es abundante en Palestina. Más que volar, planea durante horas sin apenas mover las alas. Presenta la cabeza y el cuello desnudos (a veces se dice que son calvos, Miq. 1:16) ya que suele introducirlos en el cuerpo del animal muerto del que se alimenta. Si tuviera plumas grandes se le mancharían y estropearían continuamente. Sus garras no son muy fuertes y están adaptadas más bien para la carrera. Posee una gran agudeza visual para descubrir la carroña desde grandes distancias y también para interpretar el comportamiento de otros buitres y animales necrófagos.
En la Escritura se mencionan acertadamente ciertas conductas propias de los buitres, tales como enseñar a volar a sus crías provocándolas y revoloteando encima de ellas en el nido (Ex. 19:4; Dt. 32:11). También se indica la gran velocidad a la que vuelan (Lm. 4:19) y cómo se remontan sobre el aire hasta posarse en las altas peñas para escudriñar el horizonte en busca de posibles presas (Job 39:27; Jer. 49:16). De la misma manera se resalta que estos animales suelen convivir habitualmente en pareja (Is. 34:15), buscando lugares solitarios para construir los nidos y sacar adelante a sus proles. El hombre de la Biblia es un buen observador de la naturaleza. De ella aprende lecciones que le conducen a la misma conclusión. Hay un Dios sabio que lo ha diseñado todo con un propósito determinado.
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