Tratado contra la conversión de Manuel Aguas (2)

Manuel Aguas renunció a su orden religiosa e inicio el ministerio pastoral en la Iglesia de Jesús.

28 DE MAYO DE 2017 · 16:42

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Además de criticar duramente la conversión de Manuel Aguas también buscaba congraciarse con el arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. El sacerdote paulino Juan Nepomuceno Enríquez Orestes, como quedó asentado en el artículo anterior, formó parte de los Padres Constitucionalistas. Ellos crearon un movimiento con el fin de construir la Iglesia Católica Apostólica Mexicana, y tuvieron acercamientos con la Iglesia Episcopal de Estados Unidos a partir de 1862.

Enríquez Orestes buscaba retomar su ministerio sacerdotal católico, y a la par distanciarse de señalamientos que se le hicieron desde 1861 sobre que se identificaba con el protestantismo. Labastida y Dávalos salió del país junto con las tropas de invasión francesas en febrero de 1867. Él fue quien escribió un documento que justificaba el establecimiento de la monarquía en México, la cual encabezaría Maximiliano de Habsburgo a partir de mayo de 1864. 

Los liberales vencieron al Imperio en 1867. El presidente Benito Juárez promulgó el 14 de octubre de 1870 el decreto de amnistía que posibilitaba el regreso al país de quienes apoyaron al régimen monárquico. Uno de los que regresaron fue el arzobispo Pelagio Antonio, quien retomó el arzobispado el 22 de mayo de 1871. Entonces conoció el escándalo desatado por la carta del sacerdote dominico Manuel Aguas, quien renunció a su orden religiosa e inicio el ministerio pastoral en la Iglesia de Jesús. 

Una forma de mostrar distanciamiento con los señalamientos de ser o haber sido protestante, la encontró Enríquez Orestes al escribir contra Manuel Aguas. En su tratado es posible encontrar pistas que apuntan hacia los contactos que tuvo con protestantes en México y en Estados Unidos. Como se verá en la próxima entrega, Orestes reingresó al sacerdocio católico romano y lo que escribió contra Aguas fue parte de su proceso reconciliatorio. A continuación una parte más del tratado redactado por Enríquez Orestes.

 

Punto III

Para conseguir su salvación abrazó la religión de la Biblia

Estrafalariamente califica en tres las religiones del mundo: la de Dios, la del sacerdote y la del hombre, pero sin definirlas, porque no las conoce: de donde infiere, sin premisas, que debía seguir la religión de su Dios; es decir a su modo de ver, un Dios ficticio con su religión ad hoc, según la sobreexcitación de su cerebro.

Pregunta muy ufano: ¿Quién me reprobará que me haya fijado en la religión de mi Dios, que es la religión de la Biblia? ¿Quién, señor Aguas? Bien se conoce que los estudios bíblicos os han dejado en tinieblas. Preguntad eso a la historia y a la geografía universal, y os contestarán que reprueban vuestro extravío todas las naciones del mundo más o menos cultas, que no reconocen la religión de la Biblia como la religión de Dios, sino como una quimera o invención del capricho.

Y, ¿quién es vuestro Dios, Sr. Aguas? ¿Es un dios sui generis, especial y exclusivamente vuestro? ¿Vuestro Dios de hoy, no es el Dios de ayer? ¿El Dios de los protestantes, no es el Dios de los católicos? ¿Ese vuestro Dios, nuevamente encontrado, no es el Dios de todos los hombres, de todas las religiones? ¿O hay muchos dioses, como en tiempo del paganismo, y habéis escogido el vuestro para acomodarlo a la Biblia? Entonces sois politeísta, señor mío.

Con tales ideas, si son ciertas, bien se comprende la funesta alucinación que ha llevado al converso a esa crisis lamentable, y que acabará por arrastrarle al abismo de la incredulidad. Malestar que le ha engendrado esa afección cerebral que le agobia, y que podría llamarse bibliomanía o bibliolatría; enfermedad que aqueja a los que pretenden hallar la verdadera religión en la Biblia.

La religión de la Biblia no es la religión del Dios Universal; si se quiere, será la religión de los bibliomaniacos, con su Dios especial, o con relación indirecta al verdadero Dios: porque comúnmente sucede que el hombre se hace un Dios de su pasión dominante, a la que rinde culto, y la que viene a ser la religión del hombre. En unos es la codicia, en otros la ambición; en unos el orgullo, en otros la modestia; en unos el saber, en otros la ignorancia; en unos la verdad, en otros la mentira; en unos los espíritus, en otros la Biblia. De aquí provino que buscando el P. Aguas la religión de su Dios, como él dice, abrazó en su delirio la religión del hombre.

Negando el neófito la infalibilidad de la Iglesia Católica, dice: “Preguntad a los racionalistas si en materia de religión están en el error, y os contestarán en el acto que no: porque también creen tener el don de la infalibilidad en la razón natural”. Magnífico, Sr. Aguas; con vuestro mismo argumento os concluyo: preguntad a vuestros hermanos si en materia de religión están en el error, entendiendo cada quien la Biblia a su modo, y os contestarán en el acto que no: porque también creen, como vos, tener el don de la infalibilidad en la Biblia sin notas. Y, de la simple lectura de esos libros sagrados de su arbitraria inteligencia, es precisamente de donde nacen los errores, las dudas, la confusión, las subdivisiones infinitas del protestantismo, plagado de eternas y acaloradas controversias; en sus dogmas, en su liturgia y su disciplina; luego esa religión tan variable, no es ni puede ser verdadera, porque la inestabilidad es propia de lo falso.

Por esto se ve que solo el catolicismo tiene los caracteres de la religión verdadera, su Iglesia es una en todas las cosas, en todos los países, en todos los tiempos, en todas las circunstancias; por su fe, por sus dogmas, por su invariabilidad desde su institución. En ella terminan con buen éxito todas las disputas, porque, en aras de la fe y de la unidad, se sacrifican las dudas, los errores y las pasiones del mortal: ella tiene en sí y en sus creyentes los signos de la verdad que marca el Apóstol en su Epístola a los Efesios: “Solícitos en guardar la unidad del espíritu en vínculo de paz. Un cuerpo y un espíritu, como fuisteis llamados en una esperanza de vuestra vocación. Un Señor, una fe, un bautismo, un Dios, un Padre de todos”.

Notas que no se hallan en las distintas denominaciones de la Iglesia Protestante, en la que cada quien tiene su fe, su bautismo, sus dogmas; queriendo guardar más el tenor de la letra en la Biblia, que el espíritu de la fe. Acerca de esto dice el Apóstol: “Nuestra suficiencia viene de Dios que no ha hecho ministros del nuevo testamento, no por la letra, mas por el espíritu, porque la letra mata y el espíritu vivifica 2ª Cor. [3:6]”.

Reprueba el Sr. Aguas que la Iglesia Católica tenga expositores de la Escritura Santa. Pero olvida que esos expositores son escogidos y aprobados por la Iglesia Universal, y que han sido siempre varones doctos de admirables virtudes, muy versados en las sagradas letras, que asistidos por el Espíritu Santo, se han acomodado a la fe verdadera, al espíritu del Evangelio y al común sentir de toda la Iglesia. Que el explicar el sentido en que la Iglesia entiende y admite ciertos pasajes de la Biblia, no es por tiranizar las conciencias ni por quitar la libertad de pensar a los creyentes; sino por caridad, por celo pastoral, por evitar con eso las dudas, los errores, las controversias y divisiones en que están envueltos los protestantes.

Ahora bien, y la Iglesia Protestante, con su decantada libertad en la lectura de la Biblia, ¿no tiene también expositores? Y si los tiene, ¿son estos iguales, o superiores a los expositores de la Iglesia Católica? No, de ninguna manera.

Los expositores de la Biblia en la religión reformada, no son solamente los ministros del culto, los diputados de los concilios, los hombres de saber y de virtud, no: son, sin excepción, todos y cada uno de los creyentes. Todos y cada uno de ellos, sin temor de equivocarse, tienen igual derecho para leer e interpretar la Biblia, según su alucinación o capricho, según su voluntad o la inspiración forjada en su mente, según su talento o instrucción, según sus virtudes o sus vicios; así, exponen, interpretan el libro santo, aun los más profanos.

Siendo esto así, ¿qué verdades, qué juicios rectos, qué ideas exactas, qué sentido literal, genuino, puede inferirse de opiniones e inteligencia tan opuestas, de estados tan diversos, de elementos tan heterogéneos? ¿Quién, en vista de esto, negará que todos esos devotos de la Biblia, son otros tantos expositores ad libitum, que no merecen fe ni confianza? Y, ¿qué bien han hecho a sus iglesias o a las conciencias con sus exposiciones arbitrarias o inconciliables? Ninguno: ellas han creado sus divisiones y engendrado sus interminables disputas.

A estos se les debe decir, con el apóstol Santiago: “¿Quién entre vosotros es sabio o instruido? Mas si tenéis celo amargo y hubiera contiendas en vuestros corazones, no os gloriéis ni seáis mentirosos contra la verdad: porque esta sabiduría no es la que desciende de arriba; sino terrena, animal, diabólica. Mas la sabiduría que desciende de arriba, primeramente es casta, después pacífica, modesta, dócil, que se acomoda a lo bueno, llena de misericordia y de buenos frutos, no juzgadora ni fingida” [Santiago 3:13-17].

Esta es, precisamente, la sabiduría que la Iglesia Católica ha sacado de las sagradas letras, por la que se gobierna y dirige toda ella. Luego es preciso convenir en que siendo los expositores católicos, como queda sentado, superiores en ciencia y virtud al común de los protestantes, debe estarse mejor el sentido de las Escrituras según la Iglesia Católica, por ser el verdadero, el de la ciencia que desciende de arriba, como dice Santiago; puesto que con ella terminan las dudas y contiendas, y se asegura la unión y paz de los creyentes en una sola fe, en un solo Dios, en un solo credo.

Por esto la iglesia docente, con laudable experiencia, con su celo maternal, evangélico, cuida de que sus hijos en la lectura de los libros santos, conserven por sus expositores, la unidad y espíritu de toda cristiandad. Así lo recomienda San Pablo a los corintios: “Hermanos, gozaos, sed perfectos, sentid una misma cosa, tened paz, y el Dios de la Paz y de la caridad será con vosotros” [2 Corintios 13:11].

Agrega el neófito, muy complacido, que desde que es protestante se moraliza más y más. Bien visto esto puede tener razón: admitamos la concedida; ex ore tuo judico te. Según esa franca confesión, que parece espontáneamente salida del corazón, revela el reverendo dominico, que no ha sido un modelo de moralidad ni virtudes: que si su vida no ha sido escandalosa, al menos ha estado manchada de tal relajación e impureza, que siente, que ve, que admira que se va regenerando y moralizando cada día en su nueva fe.

No podía ser más oportuna la confesión. En tal caso, si fuese cierto ese cambio, esa rehabilitación social, la Iglesia Católica está de dicha, debe felicitarse por haberse deshecho de un miembro inútil, infecto y pernicioso, que la deshonraba: mientras el protestantismo, en desgracia, ha hecho fiasco con la adquisición de una escoria del catolicismo.

Por estas observaciones, y las anteriores del art. 1º, queda demostrado, que el Presbítero Aguas, ni por su talento, ni por su instrucción, ni por su moralidad, ha sido jamás de alguna importancia para la Iglesia mexicana, la que nada ha perdido con sus apostasía; esto lógicamente inferido de las textuales aseveraciones de su carta.

Se queja de mil temores y ansiedades que le agobiaban sin cesar en el romanismo. Pero esto no es extraño en una persona, que sin vocación, y acaso por interés, fue arrastrada por sus confesores al sacerdocio. En este concepto, sus inquietudes, escrúpulos y vacilaciones, provenían de las trabas con que los votos y la conciencia impedían el desbordamiento de las pasiones o de las flaquezas; pero una vez rotos esos obstáculos por la claudicación, encontrándose ya en una libertad ilimitada al alcance de los goces apetecidos, cree hallarse en el apogeo de su felicidad y bienestar. Pero ¿es positivamente una felicidad la situación de su nuevo estado? ¿Comprende todo lo que significa esa palabra seductora?

Concluye con candorosa presunción: Sé que estoy limpio de toda culpa, de toda pena: porque ya nada se le queda a deber a mi Dios. Pues una y mil veces creo que ya estoy perdonado, que ya estoy salvo, que soy feliz y dichoso. ¡Qué profesión de fe tan prosaica! Mas si el entusiasta bibliólatra se dignara se dignara fijar su atención en las siguientes palabras de la epístola de San Juan saldría de su funesto engaño: Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos y no hay verdad en nosotros [1 Juan 1:8].

Bien, observemos: aquí se presentan de lleno las contradicciones, las inconsecuencias del neófito bibliómano, que llevado en alas de su envidiable dicha, cada frase, cada palabra es un nuevo desbarro. Ya está limpio, no tiene pecado, su salvación está segura. ¿A quién debemos creer en esto, al comentador de la Biblia, o a la Biblia misma en su sentido literal? Según el sistema protestante, debe estarse al sentido literal.

Pues bien, el P. Aguas, acaso inspirado, dice que ya está salvo, para lo que le basta la fe, sin necesidad de obras meritorias. Ha llegado en su conversión al recedant vetera nova sint omnia. Nada de mortificaciones, nada de penitencias, nada de buenas obras: ¿para qué? Si para salvarse no se necesita mas que la fe; cree en Jesús, dice el protestante, y serás salvo, con esto te basta; y luego todo será placer, todo felicidad, todo bienandanza. He aquí la bienaventuranza del convertido; su salvación asegurada sin más ni más que por la fe. Lo que no había conseguido con las obras meritorias de tantos años; apoyadas en la fe, vino a alcanzar con solo la fe; ¿quién lo creerá?

Pero, señor mío, esa fe decantada de ud. y de sus hermanos, es una fe inútil, servil, interesada, inerte; el la fe del holgazán, del idiota: “con tal que yo no me condene, con tal que yo no tenga que hacer cosas que me molesten, creo a ojo cerrado que me salvo con la religión de la Biblia”.

Veamos ahora lo que acerca de esto nos dice la Escritura por el apóstol Santiago: “Así también la fe, si no tuviere obras, muerta es en sí misma. ¿Pero quieres saber, oh hombre vano, que la fe sin las obras es muerta? ¿No veis cómo por las obras es justificado el hombre, y no por la fe solamente?” Capítulo 2.

¿Qué responderá a estos argumentos el Sr. Aguas? No podrá quejarse de que son tomados de los concilios, de los teólogos, de los santos padres ni de los filósofos modernos, no; aunque podía y debía hacerlo así, de propósito, para demostrar sus errores, he querido combatirlo en su mismo terreno, con armas de su mismo arsenal.

Ahora, ¿negará el reverendo dominico, los citados textos de la Biblia, el sentido literal de ellos? No quiero, pare esto, hacer uso de la Biblia católica; es una protestante de las últimas impresiones la que tengo a la mano, a ella me ciño para hacerle conocer sus contradicciones e inconsecuencias; creo que no podía esperar más deferencia y atención.

¿Aun así insistirá, tratando de engañar y engañarse, en que está puro y limpio de todo pecado, que es un santo, que no necesita de obras meritorias para salvarse, que le basta la fe, la bibliolatría? Así podrá ser, por obcecación o conveniencia, pero porque tales errores los sostenga su Biblia. Si se quiere convencer, oiga otra vez a Santiago: “¿Qué aprovechará, hermanos míos, a uno que dice tiene fe, si no tiene obras? ¿Por ventura podrá la fe salvarlo?” [2:14]. Luego es incuestionable que la Iglesia Católica, que exige para la salvación la fe acompañada de las obras meritorias, sostiene la verdadera fe, fundada en la Escritura.

 

PUNTO IV

Invención calumniosa o infamante entre el confesor y el penitente

En ese fárrago de inexactitudes indignas de una persona de juicio, no hizo el presbítero Aguas, mas que retractarse con los negros colores de una pasión desenfrenada: allí no se descubren poridades, no se revelan proyectos ni designios, se zahiere, se difama con encono a los ministros y a la institución de una religión que tan injustamente se aborrece.

El error no se combate con desahogos injuriosos, con la vil calumnia que todo lo denigra, ni con la soez mordacidad que todo lo envenena: quien usa de tales armas, solo trata de defender una quimera, la defensa de la verdad es suave, prudente, persuasiva, y si usa de la energía, es fundada en la razón.

El Sr. Aguas, en ese mal tramado diálogo, no tuvo el tino ni la calma necesaria para ocultar su odio injustificable al catolicismo, ni el resentimiento que le haya impedido a abjurarlo; porque ha estallado en esas pasiones ruines que no pueden avenirse con la caridad y demás virtudes de un cristiano, amante de la verdad y de su salvación. Ese desentonado diálogo, aborto de un cerebro volcánico en agitada combustión, es más bien el proceso, el eterno baldón de su autor, que la prudente acusación de los abusos del sacerdote y de los errores de una religión que intenta deshonrar.

Esa duda y desconfianza constante que maliciosamente supone en el pecador, que contrito ha recibido la absolución, es de todo, punto falsa: todos los católicos a una voz, sacerdotes y fieles, sabios o ignorantes, buenos y malos, podrían desmentir tamaña especie; porque nunca el católico está más satisfecho y lleno de fe, que cuando acaba de recibir la absolución: el que no cree, no la solicita ni se confiesa.

En lo que más ha lucido su torpeza y negra sátira el P. Aguas, es en su brusco retrato del cura de aldea, del que asegura que por decir ego te absolvo, dice, ego te ababsolvo, etc. Truhanería insípida, vulgar e indecorosa en una gente de mediano juicio, que se estime en algo. Para saciar su odio contra la Iglesia, ha puesto en juego no solo la calumnia, la mordacidad y la impostura, sino que ha echado mano hasta de la chocante bufonada, arma vil y asquerosa.

¿Quién podrá tener confianza del hombre que frenético se arrastra en el fango de las pasiones? ¿Quién podrá tener fe en sus descabellados asertos? Y ¿cómo un hombre tal, puede pertenecer a alguna forma religiosa que tenga por norma la moral y la buena fe?

No debo ocuparme más de ese ridículo diálogo, que si fuera cierto en alguna de sus partes, no se habría verificado sino entre su autor y algunos seres desgraciados, desquiciados por la pérfida malicia del confesor. Semejante patraña, inventada ad hoc, estoy seguro que será reprobada y desconocida por todos los católicos y por los eclesiásticos honrados y de sanas creencias. He allí las virtudes del que se jacta de haber hallado la religión verdadera: por sus frutos se conoce bien el árbol bueno y el malo. A fructibus eorum cognoscetis eos.

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