En el mundo de las leyes de los hombres

No solo se trata de ir al lugar que Él ha ido a preparar para nosotros, en un sentido eterno, sino vivir el tránsito hasta allí desde la libertad con la que Cristo nos hizo libres,

06 DE MAYO DE 2017 · 21:50

Foto: Nik Macmillan (Unsplash).,
Foto: Nik Macmillan (Unsplash).

En el mundo de las leyes de los hombres las cosas funcionan según lo establecido por ellos, por nosotros mismos, en definitiva.

A buen (o mal) criterio de quien legisla, tenemos leyes de todos los colores y sabores, muchas que de lejos parecen tener más tino que las demás y otras que, por más vueltas que se les den, del derecho o del revés, dejan bien de manifiesto que simplemente no hay por donde cogerlas.

Algunas son leyes recogidas en códigos ordenados, otras son leyes tácitas, implícitas en el propio funcionamiento de las comunidades, que se ordenan por ellas cuando incluso no saben que existen o el por qué de su permanencia: convencionalismos, formas de ver que terminan convirtiéndose en formas de hacer, opciones que se convierten en dogmas… todas son leyes humanas en definitiva, que en ocasiones están a nuestro servicio y en otras nos sujetan a servidumbre.

Al final, ya se sabe, quien hace la ley hace la trampa y en tantas ocasiones, más allá de lo que plantea el refrán, como mínimo evitaremos pecar de ingenuos si contemplamos la falibilidad de quien legisla, porque como bien sabemos, todo lo que el humano toca, suele ir sesgado de su propia subjetividad.

Lo relativo está unido indefectiblemente a nuestra naturaleza finita y nuestros propios errores e inclinaciones naturales nos acompañan en el camino de todo aquello que acometemos, también al determinar los parámetros por los cuales nos dirigiremos.

En el caso de los cristianos, sin embargo, se supone que nuestra ley es otra. El creyente en Dios que descansa en la obra de Cristo ama Su ley y busca obedecerla por encima de todas las cosas, de manera que ya no nos gobiernen nuestros miembros, ni nuestro intelecto, ni nuestras inclinaciones, por muy humanamente solventes que sean, sino que más bien es Dios quien con Sus preceptos nos marca el camino a seguir.

En su tiempo, inicialmente esa ley venía en forma de mandamientos que solo pudieron poner de manifiesto nuestra absoluta incapacidad para ser santos como Él es Santo.

Pero al venir Cristo a cumplir la ley y ofrecernos Su sacrificio expiatorio, nuestra relación con la ley ha cambiado y, de alguna forma inexplicable, sin que ello sea causa o excusa para pecar, ya no estamos esclavizados por aquellos mandamientos que nos señalaban, sino que Dios, que nos ha justificado a través de la sangre de Su Hijo Jesús, inocente y que cumplió aquella ley a la perfección, nos ve a través del sacrificio perfecto al que nos hemos acogido.

Gracia y no obras nunca más. No para salvación. No para alcanzar el favor de Dios. Solo como desarrollo de la fe, en coherencia y obediencia con lo que decimos creer.

Me pregunto entonces por qué extraña razón dentro de nuestras filas evangélicas nos encontramos aún tan atados a cosas y cargas que el propio Dios no impone, pero que nosotros sí nos imponemos o que, en el peor de los casos, colocamos en las espaldas de otros, limitando la libertad y dignidad con la que Dios nos hizo y les hizo libres.

Y repito, no hablo en ningún caso, porque de ser así estaría negando la base del propio mensaje apostólico y evangélico, de utilizar la libertad como excusa para el pecado. Hablo de no utilizar lo que la Biblia no dice para, finalmente, queriendo o sin querer, hacernos más santos que el propio Dios.

Pudiera ser que alguno, al leer la frase anterior, piense que puedo estar exagerando con lo que digo. Sin embargo, sin atribuir necesariamente una intención consciente en el desarrollo de ese pensamiento, me atrevo a asegurar que detrás de cada legalismo, de cada “añadido” a lo que Dios nos da como camino a seguir, detrás de cada extra colocado como “plus” sobre lo que nos manda, hay una profunda distorsión en la búsqueda de la santidad que, por estar desencaminada y mal entendida, finalmente se constituye en un gesto de soberbia.

Quizá, insisto, es una soberbia no malintencionada. Perfecto. Pero es tan pecaminosa como el mal que pretende erradicar y pretendo explicarlo con más claridad a continuación.

Tristemente en nuestras filas evangélicas, alejados del propio mensaje bíblico aunque bajo una apariencia de virtud, demasiado centrados aún incluso en cuestiones más superficiales, aunque relacionadas con temas muy importantes sin duda, todavía seguimos pensando que esto va de forma y no de fondo, de pecados y “pecadillos” (aunque ninguno lo expresaríamos así, claro, porque la teoría nos la sabemos a la perfección y sabemos que Dios no hace distinción de pecados, como nos repetimos al más puro estilo de concurso televisivo, con respuesta rápida y correcta a la mínima que se pone en duda lo que sabemos al respecto, pero no siempre tenemos la respuesta interiorizada y ciertamente comprendida, de forma que nos cambie de verdad la vida).

Los cristianos que hemos recorrido muchos años de iglesia tenemos respuestas bíblicas para todo, pero muy a menudo no distinguimos cuáles de ellas encontramos de verdad entre las líneas de las Escrituras y cuántas hemos adoptado por tradición familiar, denominacional o como producto de los muchos refritos a los que sometemos al mensaje bíblico demasiadas veces.

Nosotros, pues, sí hacemos esa distinción que Dios no hace, y sí vemos pecados y pecadillos, aunque Él no los vea así, a la luz de cómo nos comportamos. Solo hay que ver, por ejemplo y sin ir muy lejos, la importancia que le damos a los pecados “de cintura para abajo”, como alguna vez comenta el pastor de la propia congregación donde me reúno (que son muy importantes, sin ninguna clase de duda), pero no en mayor medida que la envidia, la soberbia, la mentira -por muy piadosa que le pueda parecer a algunos- o el propio legalismo que tantos pecados pretende erradicar echándole “una manita a Dios” y “otra manita al cuello del vecino”.

Cuando nos encontramos demasiado preocupados por el qué dirán, y no por si el Señor realmente bendice lo que hacemos, cuando nos movemos por cuestiones de reputación y no porque Dios esté verdaderamente contento con nuestro caminar, algo grave está fallando. Y lo que transmitiremos a quienes nos rodean es que eso es lo importante, cuando realmente no lo es. Terminaremos en ese caso, no viviendo en función de nuestra conciencia delante de Dios, sino en función de nuestra conciencia frente a la conciencia de los demás, a los que permitimos colocarse como jueces donde Dios quizá no nos está juzgando. Pues en este momento, a la luz de esto que explico, no puedo por menos que plantarme y decir clara y abiertamente que este no es el Evangelio que conozco y no es, desde luego, el que veo en las Escrituras. Así que no lo compro.

Dios no necesita de las “manitas” de nadie para llegar a un mejor y mayor estatus de santidad que el que tiene ya por Su propia naturaleza. Porque Él es absolutamente Santo, tres veces Santo, y la mejor de nuestras obras es a Su lado como el peor trapo de inmundicia. Desde el legalismo, lo que se esconde parafraseándolo es algo así como “Lo que Dios dice y manda para nuestras vidas es X, pero yo creo que si, además, le añadimos

Y, conseguiremos un mejor y mayor estado de santidad. Así que a partir de ahora, pongamos como medida de santidad Y, que tiene un plus sobre X, y así seremos mucho más santos”. Dicho de otra forma, mucho menos políticamente correcta, “Lo que Dios plantea y manda no es suficiente para ser suficientemente santos, así que pongamos este yugo añadido, de forma que no nos pervirtamos.

Nosotros somos los verdaderos guardianes de la santidad y quizá Dios mismo es demasiado laxo”. Suena duro, ¿verdad? Pues más duro resulta que ese sea el mensaje de fondo, al margen de cómo suene.

Porque de nuevo, por el mismo legalismo, podemos estar dando más importancia a la dureza con la que estoy expresando este mal que al propio mal en sí. ¡Así de pobres de análisis somos tantas veces!

Creo que haríamos más que bien en no pervertir lo que Dios y solo Dios ha marcado como guía para conducirnos. Porque desde luego, no queremos abaratar la gracia, pero tampoco pensemos que encarecerla a nuestra manera le hace ningún favor al Evangelio, a los creyentes y mucho menos a Dios.

Él no se honra en nuestros legalismos. No lo hacía con los fariseos, a los que el propio Jesús llamó “sepulcros blanqueados” y tampoco lo haría con nuestras actitudes de añadir por añadir, aunque sea disfrazados de una búsqueda bien intencionada de santidad.

Los fariseos esclavizaban al pueblo con sus interminables listas de normas y preceptos. El propio hermano mayor de la parábola del hijo pródigo quiso condicionar el comportamiento del padre bajo esa ley que Él mismo había inventado de que no podía aplicarse gracia, o ese tipo de gracia, sobre el hermano que en algún momento desertó.

Porque según su propio criterio, él había cumplido lo que tenía que hacer, pero no desde un sentido generoso de obediencia, sino desde un sentido de carga como pronto puso de manifiesto al responder como respondió.

Y es que por la boca muere el pez, y el legalismo muere tanto por lo que dice como por lo que hace… pero en el camino deja muchos cadáveres en las cunetas.

El hijo mayor fue el que, por cierto, se quedó fuera del banquete del padre, porque su propio orgullo y soberbia, por muy bien intencionadas que hubieran podido ser, le impidieron dar el paso de humildad que requiere pasar por esa puerta y aplicar la gracia a uno mismo y a otros como solo Dios sabe aplicarla.

El legalista quedó más alejado del banquete que el hijo que tan mal uso había hecho de los bienes de su padre. Ambos lo hicieron mal en el recorrido, pero no acabaron igual al final del camino.

Como explica William Gurnall en su obra “El cristiano con toda la armadura de Dios”, el propio enemigo de nuestras almas, Satanás, está más que interesado en culpabilizar al creyente de cosas que están muy alejadas del sentido en el que Dios nos trata.

Su arma es el legalismo, y el mensaje es claro: “Dios no puede amarte suficiente siendo como eres”, “Nunca alcanzarás el criterio de santidad que Dios impone”, “No tienes nada que hacer a este respecto, a no ser que hagas todo lo que está en tu mano…”

Todos ellos, que encierran ciertos mensajes de verdad, como es habitual en el modus operandi del enemigo, también vienen enturbiados con disimuladas mentiras, la mayoría de las cuales, por cierto, nos invitan a pelear estos asuntos de la única forma que no puede pelearse desde el evangelio: desde las propias obras, y a descansar en ellas desde nuestra conciencia. Justo lo que el legalismo plantea… curiosa coincidencia.

Sepamos además, que cuando Satanás no consigue que pequemos o caigamos en tentación como Él querría, tiene entre sus artimañas poner culpabilidad en nosotros, culpa falsa, que le llamaría Paul Tournier, para hacernos dudar de aquello que hacemos bien delante de Dios, para cuestionarnos el favor del Señor hacia nosotros, o para añadir carga sobre nuestros hombros.

Y me pregunto cuántas veces Satanás se vale, para esto, precisamente de quienes, pensando que honran a Dios con sus legalismos, solo están colaborando con la causa contraria: entorpecer el gozo de la vida cristiana, que bastante enjundia tiene de por sí, sin que nadie venga además a complicarla.

Esto es lo que hace el legalismo: acallar aparentemente la conciencia, aunque con ese legalismo silenciador se ofenda al propio Dios y se apague lo que Él nos susurraría o gritaría a esa conciencia nuestra que Él mismo ha puesto allí para reconvenirnos, si no estuviéramos demasiado complacidos de nosotros mismos y nuestros métodos.

Así que, desde aquí, diremos Amén a las obras que acompañan a la fe, porque de otra forma esta será muerta, pero no las pondremos como el elemento de salvación de nuestro día a día que algunos pretenden ver en ellas.

Y no me refiero de salvación en el sentido eterno, que eso los evangélicos lo tenemos, de nuevo, muy claro (ya sabemos que no somos salvos de la condenación por nuestras obras, sino por la gracia que se desprende de la cruz).

Me refiero a salvación en cuanto a liberación del yugo del legalismo que parecemos no tener tan bien entendido a la luz de lo que vivimos en tantos aspectos de nuestra vida de iglesias, denominaciones, vida personal o en medio de una comunidad que no le conoce.

No solo se trata de ir al lugar que Él ha ido a preparar para nosotros, en un sentido eterno, sino vivir el tránsito hasta allí desde la libertad con la que Cristo nos hizo libres, en un sentido absolutamente cotidiano que perdemos con frecuencia.

En el mundo de las leyes de los hombres, cómo no, gobiernan esas leyes: las de los hombres. Me da igual si son no cristianos o no. Son hombres. Sin embargo el fenómeno es doblemente trágico cuando la esclavitud viene a imponerse donde empezó a brillar con fuerza la libertad, esto es en la propia iglesia, donde deberíamos poder vivir el anticipo de lo que habrá de venir.

Pero así andamos: al revés. Las mayores tragedias, tristemente, se producen entre los que confesamos al Señor como Salvador. Porque recordemos que Él vino a rescatar en primer lugar a los que estábamos más enfermos y en mayor necesidad.

Y eso se nota a poco que nos miremos dentro y nos obliga a recordar, por cierto, que ninguno estamos en posibilidad moral de tirar la primera piedra. Ni la primera, ni ninguna. Pero llevamos un saco de piedras con nosotros esperando a poder ser utilizadas para acallar las conciencias inquietas.

Conviene recordar que, en el mundo de las leyes de los hombres, al que no se somete al legalismo se le puede terminar llamando incluso liberal, cuando queda muy lejos de serlo. Asumo que muchos verán este artículo desde ese prisma. Me da exactamente igual, honestamente.

Porque lo que digo lo digo sopesadamente y en absoluta conciencia delante del Señor al que me debo. Y me consuela recordar que Jesús mismo, a la luz de los que pretendían establecer las leyes de su tiempo por encima de las leyes del propio Dios, era considerado también un liberal.

Para unos fanático radical, para otros demasiado alejado de la santidad de la ley, y por tanto liberal… en definitiva lo subjetivo, de un lado o del otro de un mismo continuo, que es lo que siempre termina gobernando en el mundo de las leyes de los hombres.

Sin embargo mi conciencia pretende plegarse solo ante Dios y regirse por Sus leyes y no las de los hombres.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - En el mundo de las leyes de los hombres