¿Líderes autosuficientes o siervos (in)útiles?

Lc. 17:7-10. Qué ocurriría si, de pronto, anunciásemos un “Retiro para siervos (in)útiles: “Se suspende por falta de inscripciones”.

02 DE ABRIL DE 2017 · 08:00

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“¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, luego le dice: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dice más bien: Prepárame la cena, cíñete, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, come y bebe tú? ¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no. Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos”.

En los últimos tiempos estamos asistiendo a la proclamación de un mensaje que resuena con una megafonía ensordecedora en nuestros círculos a modo de mantra: ¡Necesitamos líderes!, ¡Necesitamos líderes!, ¡Necesitamos líderes!, ¡Necesitamos líderes! Parece como si nuestras iglesias evangélicas estuviesen en peligro de extinción a menos que seamos capaces de “fabricar” una generación de líderes que, como su propio nombre indica, estén delante, sean los primeros y los más importantes, dirijan, manden, controlen y gestionen los destinos del pueblo de Dios.

Escuchamos por tierra, mar y aire un mensaje atronador: “¡Esta es la gran necesidad en nuestro momento histórico! ¡Nuestros mayores esfuerzos deben ser orientados a formar líderes! ¡Necesitamos Seminarios para líderes, Congresos para líderes, Cursos acelerados para líderes!” La propuesta mediática de este anuncio casi profético está saturando nuestro planeta protestante de un modo frenético y patológico. Gritamos desde todas las azoteas la urgencia de líderes que salgan como las setas, debajo de las piedras, para que administren la iglesia desde un mesianismo casi redentor para no irnos “a pique”. 

Pero qué ocurriría si, de pronto, anunciásemos un “Retiro para siervos (in) útiles” ¡Exacto! la respuesta sería la que todos pensamos: “Se suspende por falta de inscripciones”.

Pues si esto es así, necesitamos una revisión profunda de los mensajes y los enfoques con los que estamos educando y formando, sobre todo a nuestras generaciones más jóvenes porque, sin querer o queriendo, con este discurso errático podemos estar haciendo un daño irreparable en las vidas de muchas personas.

Jesús siempre tuvo presente que las personas olvidan lo que oyen, pero hacen lo que ven. Por lo tanto, convirtió la totalidad de su existencia en servicio a Dios y a los hombres. Jamás apeló a su posición, ni a su formación, ni a su condición para reclamar seguimiento. La contundencia de su ejemplo radicó exclusivamente en una vida disponible. Jesús no actuó nunca desde el poder impositivo, sino desde la ejemplaridad convincente. Por eso pudo hablar con absoluta autoridad sobre el servicio:

“Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” Mr. 10:45

Las palabras  de esta parábola que Jesús dirige a sus discípulos se comprenden mejor si unimos el mensaje del AT con la enseñanza del Señor que viene a proclamar el evangelio del reino.

El centro de toda la Escritura es Jesús, en el AT en forma de promesa y en el NT en forma de cumplimiento. Por tanto, importa contestar a esta premisa fundamental: ¿Cuál es el mensaje del “evangelio” en el AT? ¿Qué pide Dios de su pueblo? Se podría resumir en tres rasgos distintivos:

 

  1. El justo por la fe vivirá. Hab. 2:4.

(“He aquí que aquel cuya alma no es recta, se enorgullece…”

Literalmente el texto dice: “El justo en su fidelidad vivirá”. La vida es prometida para quienes se mantienen fieles a la palabra de la promesa de Dios y esperan su cumplimiento en todo tiempo, incluido el de tribulación, prueba o aflicción.

No es el carácter, la integridad o la virtud de la persona lo que cuentan, sino su fe/fidelidad dinámica y activa, la actitud de continua confianza en el Señor. Esta fidelidad que habla de constancia, firmeza y descanso absolutos en Dios  es opuesta al orgullo, la autodeterminación y la autojustificación que caracteriza a los no creyentes. Esta promesa es dada a quienes en humilde sumisión expresan su firme seguridad en Dios ocurra lo que ocurra en su historia personal.   

 

  1. Misericordia quiero y no sacrificio.

Os. 6:6 – “Misericordia quiero y no sacrificio. Y conocimiento de Dios más que holocausto”.

Cuando el profeta escribe estas palabras lo hace en un contexto en el que el pueblo vive profundamente alejado de Dios, aunque aparente estar arrepentido y siga adorando en el templo. El problema es que todo sigue igual que siempre en la superficie de las cosas, pero nada significa lo mismo.

El mensaje de Oseas es que “Lo torcido no se arregla cantando un salmo”. No se puede ir al culto ignorando la realidad espiritual de crisis que habita en los corazones, porque Dios no permite que se sustituya el amor al prójimo por un servicio religioso formal. Las prácticas cúlticas no pueden utilizarse como analgésico tranquilizador de la conciencia. No se puede ir al templo a “blanquear” una conducta contraria al derecho, a la honradez y al compromiso con los otros, porque el culto formal en si mismo no nos acerca a Dios ni nos convierte en siervos Por tanto, primero limpieza de corazón, arrepentimiento y restitución, que son el “culto” antes del culto, y luego todo lo demás.

Este texto lo citó Jesús al censurar la hipocresía y la maldad  de los fariseos cuando le criticaban por comer con publicanos y pecadores: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues y aprender lo que significa: misericordia quiero y no sacrificio, porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”. (Mt. 9:12-13).

 

  1. No con espada, ni con fuerza, sino con mi Espíritu.

Zac. 4:6 – “Esta es la palabra de Jehová a Zorobabel, que dice: No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu”.

Durante muchos años las obras para la reconstrucción del templo de Jerusalén habían sido paralizadas. Zorobabel y el remanente del pueblo de Dios llegado de la cautividad, se sentían impotentes y desalentados para continuar perseverando en la tarea de levantar los cimientos.

Pero la palabra del Señor no apela al mero voluntarismo, ni a nuevas estrategias, sino a entender que sólo el poder del Espíritu puede levantar lo que es imposible desde las posibilidades humanas. No son los propios recursos, sino misteriosas fuerzas eternas las que aparecen en medio de la debilidad para restaurarnos y resituarnos en el camino.

Sobre estos pilares se sostiene el “evangelio” en el AT: Fidelidad a Dios, autenticidad en el servicio/culto y la centralidad del Espíritu. Importa recordarlo, porque sólo a partir de estos fundamentos es posible comprender y vivir el mensaje de Jesús. Las parábolas no están ahí sólo para ser interpretadas, sino para dejarnos interpretar por ellas. 

 

¿Cuáles son los rasgos distintivos de los “siervos (in) útiles”?

La palabra inútiles significa literalmente “No necesarios”. Dios no nos necesita, pero desde su gracia ha decidido necesitarnos como causas segundas para extender su reino en el mundo. Y esto no tiene nada que ver con nuestra autoestima, porque nuestro valor como personas depende de la justificación por la fe, sobre la base del sacrificio de Jesucristo. Las palabras de Jesús aquí, sin embargo, apuntan a la gracia de Dios que se  sitúa siempre más allá de nuestra incompetencia. 

 

  • El servicio del siervo no deja endeudado a su Señor.

Ser siervos inútiles no significa que nuestro quehacer para el Señor no tenga valor, sino que nunca podrá ser excesivo porque la obediencia, no importa cómo creamos que cotice, jamás podrá dejar a Dios “en números rojos” con nosotros.

No servimos desde el marco ético de nuestra justicia, porque “Todas nuestras justicias son como trapo de inmundicia delante de Dios” (Is. 64:6), sino desde la iniciativa de la gratuidad del amor que nos ha alcanzado. Nosotros existimos para el Señor, no el Señor para nosotros. Por tanto, servirle es lo natural. Sobre todo porque es un servicio elegido desde la libertad.

 

  • Ninguna obra del siervo le proporciona un “ascenso”.

Desde la lógica humana solemos pensar del siguiente modo: “Somos salvos por la fe, pero las obras las ponemos nosotros”. Por eso, aquel que alcanza mejores, mayores y  más grandes obras, necesariamente ha de tener más prestigio y situarse más alto en el escalafón. ¿Qué escalafón? ¿Qué prestigio? La palabra de Dios desmiente ese modo de pensar:

Ef. 2:8-10 – “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”.

La gracia que nos da la salvación nos da también las obras, que no son nuestras sino de Dios. El las preparó para que “anduviésemos en ellas”.

Por tanto, pensar en servir en el reino de Dios con la intención de “trepar” o practicar el “arribismo” es lo más absurdo y ridículo que podemos hacer porque no sólo es erróneo, sino que nos pone en evidencia. En este mundo, cuando alguien hace cosas relevantes se apunta “una medalla” y, además,  utiliza todo el poder mediático para anunciar con trompeta sus logros. Sin embargo, en el reino de Dios,  cuando el siervo ha hecho todo lo que tenía que hacer, con excelencia y sin dejarse nada, sólo le queda decir: “Siervo inútil soy porque lo que debía hacer, hice” (Lc. 17:10).

 

•        El siervo es acogido como amigo de su Señor.

¿Es Jesús el Señor? ¿Somos nosotros los siervos inútiles? Al sentido de esta parábola hay que sumarle la relación que Jesús como Señor quiere tener con sus siervos, que es una relación inesperada, revolucionaria y hasta subversiva, si se compara con la existente en la cultura, la sociedad y la religión de su tiempo.

El Señor dice: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer. No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca”. Jn. 15:15-16.

No es que no seamos siervos, ni tampoco que no debamos actuar como siervos, sino que Jesús nos ha acogido en su mesa convirtiéndonos en amigos haciéndonos saber que la relación Señor/siervo se va a dar para siempre, no desde  las estructuras de poder verticales y jerárquicas de este mundo,  sino desde la mesa compartida por el Señor y sus siervos que inaugura un nuevo pacto:

Lc. 22:19-20 - “Esto es mi cuerpo que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mi… Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre que por vosotros se derrama”.

La fracción del pan existe para hacer memoria de que Jesús es el Señor que dio su vida por nosotros y por nuestros pecados,  y que nosotros sus siervos. Pero existe también para que seamos capaces de llevar a nuestra experiencia que la mesa compartida es la señal de que somos amigos del Dios que nos dice:

“Justificados, pues, por  la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1).

Vivimos un momento en el que se requieren más que nunca “siervos (in) útiles”. Mujeres y hombres que luchen, que se entreguen, que enfrenten el precio del seguimiento sin temor al conflicto y que, al mismo tiempo, sean capaces de renunciar a exhibir de un modo descarado “sus” logros personales.

La historia la escriben los humildes incansables que ponen a disposición del Señor un espinazo que se dobla y una sonrisa que les impide perder el sentido de las proporciones[1]. Porque el siervo del Señor no se presta jamás a la admiración pública. Prefiere, después de haberse puesto silenciosamente a disposición, concederse el título de “siervo (in) útil”.

El verdadero servicio, entendido como extensión del modo de proceder del Maestro, sólo se hace realidad cuando se ha aprendido el arte del seguimiento, es decir, el viaje interior con el Señor, reconociendo el propio caos de pecaminosidad, prejuicios y miedos. Se trata, ante todo, de estar cara a cara con el Dios en el que creemos, admitiendo a cada paso nuestra impotencia y nuestra desesperada necesidad de su gracia y su perdón permanentes. Si, en lo más profundo del corazón, nos hacemos conscientes de las tendencias manipuladoras de nuestro “liderazgo”, a pesar de la retórica que empleamos con los demás, entonces poseemos un autoconocimiento de inmenso valor[2]. Porque, en último término, la calidad de la integridad de una persona es lo que determina el auténtico carácter de su tarea y no el hecho de que ostente o deje de ostentar una posición de autoridad.

¿Líderes autosuficientes o siervos (in) útiles? Nosotros diremos.

 

[1] Pronzato A.  Palabra de Dios. Sígueme. 2014. Pág. 225

[2] Arbukle G. A. Refundar la Iglesia. Disidencia y Liderazgo. Sal Terrae. 1998. Pág. 182

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