El alma según la Biblia (y IV)

La opinión de los cristianos primitivos ante la naturaleza del hombre fue la aceptación hebrea de su unidad, en vez de la separación entre cuerpo y alma, propia de la visión griega.

11 DE DICIEMBRE DE 2016 · 15:30

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Muchos científicos y neurólogos consideran que el alma es un mito inventado por las religiones o, por lo menos, que tal concepto religioso resulta innecesario para explicar a los seres humanos. Francis Crick, uno de los famosos biólogos descubridores de la estructura del ADN, escribió al respecto: “Un neurobiólogo moderno no ve necesidad alguna de tener un concepto religioso del alma para explicar el comportamiento de los humanos y de otros animales. Me recuerda a la pregunta que Napoleón hizo a Pierre-Simon Laplace, después de que éste le explicara cómo funcionaba el sistema solar: «Y Dios, ¿dónde entra?» A lo cual Laplace replicó: «Señor, no tengo necesidad de semejante hipótesis.» No todos los neurocientíficos creen que la idea del alma sea un mito (sir John Eccles es la excepción más notable), pero sí la mayoría.”1 ¿Lleva razón Crick y quienes piensan como él? ¿Es innecesaria el alma para explicar al hombre? ¿Tiene sentido hablar de un alma totalmente separada del cuerpo físico? ¿Qué dice la Biblia sobre este asunto?

El término “alma” del latín “anima” corresponde al hebreo “néphesh” y al griego “psykhé”. En principio, todas estas palabras pretenden resaltar la idea de aliento vital o de respiración de los seres vivos, tanto animales como humanos. El “soplo divino” mediante el cual el hombre empezó su existencia se refiere precisamente a eso. De manera que el alma, según el primer libro de la Biblia, sería la fuente vital o la vida que anima tanto a las personas como a las bestias. Es lógico, por tanto, que si “alma” equivale a “vida”, aquello que sustenta la vida, como puede ser la sangre que circula por las venas, se relacione también con el alma (Gn. 9:4; Lv. 17:10-14). Incluso se dice, ya en el Nuevo Testamento, que el Señor Jesucristo derramó su alma hasta la muerte y su sangre para remisión de pecados.

No obstante, “néphesh” es mucho más que el principio vital. En general, esta palabra aplicada al ser humano, en la mentalidad hebrea, designa también el centro de la persona donde radican los sentimientos, el intelecto y la voluntad. Así, por ejemplo, para indicar que un hombre se enamoró de una mujer, se dice que “su alma se apegó a ella” (Gn. 34:3). Alma sería pues la totalidad de la persona, inseparable del cuerpo ya que forma parte de él y lo constituye como una unidad orgánica y psicosomática. Por tanto, el Antiguo Testamento no contempla ninguna división entre el cuerpo y el alma del hombre sino que se trata de una simbiosis completa. Más tarde, cuando se habla de espíritu, alma y cuerpo -como hace Pablo (1 Ts. 5:23)- lo que se pretende es resaltar éste o aquél aspecto particular del único e indivisible ser humano. No se sobrevalora lo espiritual frente a lo corporal. No se condena la corporeidad ni la sexualidad. El hombre del Antiguo Testamento no conoce la problemática del cuerpo y el alma propia del mundo heleno. A pesar de esta concepción hebrea unitaria de la persona, que excluye la visión dualista del pensamiento griego, es evidente que los judíos reconocían dos dimensiones en el ser humano. Una puramente corporal o física y otra espiritual que era precisamente la que constituía a la persona como “imagen y semejanza de Dios”. Pero esto eran sólo dos aspectos de la misma unidad antropológica.

En el Nuevo Testamento el concepto de alma coincide en lo esencial con los datos veterotestamentarios pero se observa cierta influencia de la antropología helenística. Es lógico que fuera así. El mensaje cristiano tenía que proclamarse en un contexto marcado por el espíritu greco-helenístico y había que preservarlo de posibles interpretaciones erróneas. Era necesario conservar la unidad del ser humano y rechazar las ideas gnóstico-dualistas, hostiles al cuerpo. Sin embargo, muchos griegos que se convertían seguían creyendo en la inmortalidad del alma. ¿Qué pasaba entonces con el espíritu de aquellos cristianos que fallecían? El judaísmo esperaba que la resurrección de los muertos tendría lugar al final de la historia. En un primer momento, los cristianos primitivos tenían la esperanza de que “el día del Señor” llegaría antes de que ellos murieran. Pero, al comprobar que esto no era así, pronto se planteó la cuestión del tiempo intermedio. ¿Qué ocurre con los creyentes que mueren antes de la resurrección final? ¿Están completamente muertos o su alma goza ya en la presencia del Señor?

El Nuevo Testamento sólo responde a esta cuestión afirmando que los muertos están “en Cristo” y que, por tanto, la comunión del cristiano con Dios, a través de Jesucristo, no puede sufrir ningún tipo de interrupción por causa de la muerte. Ahora bien, la forma en que debe entenderse esta relación entre el “estar en Cristo” y la resurrección de los muertos ha dado quebraderos de cabeza a los exegetas hasta el presente. Ciertas teologías apocalípticas habían tomado la idea del sheol del Antiguo Testamento y la habían convertido en un estado intermedio en el que los difuntos se hallaban a la espera de la resurrección. Otros, como los gnósticos, se iban al polo opuesto y asumían la antropología griega de alma y cuerpo, rechazaban la resurrección y pensaban que el alma perdía definitivamente en la muerte el último contacto con el cuerpo -hecho de materia esclavizante- y comenzaba así un viaje al reino del espíritu, del que habría caído en su supuesta preexistencia.

Frente a tanta polémica, la iglesia desarrolló un modelo del estado intermedio, reconociendo que el alma incorruptible o el espíritu puede existir separado del cuerpo (Lc. 8:55; 23:46; Hch. 7:59; Stg. 2:26; 1 P. 3:19). El alma se separa del cuerpo en la muerte y espera en un estado intermedio -que para los redimidos es una bienaventuranza provisional, mientras que para los incrédulos, en cambio, una pena incipiente- el juicio definitivo y la resurrección de la carne. El apóstol Pablo compara la muerte con un sueño (1 Co. 7:39) con la intención de señalar que quienes duermen en el cuerpo ya han empezado, en realidad, a gozar la salvación de Dios aunque estén a la espera de la resurrección final. De manera que esta acentuación cristiana de la resurrección de la carne neutralizó el dualismo gnóstico de alma y cuerpo.

No obstante, semejante concepción escatológica tuvo siempre, como indica la historia posterior, cierta tendencia a virar hacia el dualismo griego. La creencia en la inmortalidad del alma fue posicionándose por encima de la resurrección del cuerpo. La teología de Agustín de Hipona, en los siglos IV y V, -claramente influida por el neoplatonismo- muestra cómo en la Edad Media la idea de la inmortalidad del alma prevalece frente a la resurrección del final de los tiempos. A pesar de que en siglo XIII, Tomás de Aquino, volvió a insistir en la unidad estricta del hombre, mediante su fórmula “anima forma corporis” que pretendía acentuar la unidad del ser humano, compuesto de alma y cuerpo pero en un todo unitario, lo cierto es que la Iglesia católica continuó enseñando esta escatología bipolar durante siglos. Solamente en la Modernidad se empezó a cuestionar tal concepción en amplios círculos de la teología protestante.

Lutero critica la doctrina filosófica de la escolástica tardía acerca de la inmortalidad. En respuesta a un decreto del papa León XIII, dice que suscribir la inmortalidad del alma es sencillamente una monstruosidad2 y propone una fundamentación más bíblica. Lutero cree que si el alma humana fuera inmortal esto significaría que el hombre poseería un poder propio ante Dios y que no podría morir verdaderamente. Pero, lo cierto es que el ser humano es “una nada” ante el Creador. Por tanto, no puede haber nada en el hombre que sobreviva a la muerte. Ésta es total. Lo único que le queda al hombre y la mujer que mueren es la actitud misericordiosa de Dios y su promesa eterna. Estamos en su mente hasta que él decida resucitarnos.

Posteriormente, la teología evangélica de principios del XX volverá a retomar esta crítica iniciada en la Reforma y tales tesis pueden considerarse como representativas de una gran parte de la teología protestante contemporánea. No obstante, las respuestas de los teólogos evangélicos, en cuanto al soporte de la identidad en el tiempo intermedio entre la muerte y la resurrección, son muy diferentes. Quizás uno de los planteamientos que goza de mayor aceptación sea la idea de que la resurrección final no está distante, en sentido cronológico, de la muerte personal.3 Es decir, la muerte supone para el hombre el término de su tiempo histórico, su salida del espacio-tiempo y su entrada en una forma de duración que no es el tiempo, ni la existencia histórica, ni tampoco la eternidad de Dios. El instante de la muerte es distinto para cada persona, mientras que el de la resurrección es igual para todos. Si se mira desde la perspectiva humana temporal, el tiempo que media entre la muerte y la resurrección es real. Pero, si se adopta la perspectiva divina del lado de allá, ese tiempo intermedio no existe, puesto que al no haber tiempo no tiene sentido un entretiempo. Por tanto, muerte y resurrección son acontecimientos distintos y sucesivos, pero no cuantitativamente distantes. La distancia entre ambos existe desde el tiempo pero no desde el “no tiempo”.

Las palabras del apóstol Pablo que indican que en el momento de la muerte se entra en contacto directo con Cristo (Flp. 1:21ss; 2 Cor. 5:1ss.) podrían entenderse desde esta perspectiva del estado intermedio atemporal. El famoso teólogo protestante, Karl Barth, escribe: “¿Cuál es el significado de la esperanza cristiana en esta vida? [...] ¿Acaso es un alma minúscula que, como si fuera una mariposa, se eleva por encima de la tumba y aún está conservada en algún sitio, para que pueda vivir eternamente? De esta forma es como los paganos consideran que es la vida después de la muerte. Pero no es la esperanza cristiana: «Creo en la resurrección del cuerpo».”4

La opinión de los cristianos primitivos ante la naturaleza del hombre fue la aceptación hebrea de su unidad, en vez de la separación entre cuerpo y alma, propia de la visión griega. La esperanza cristiana era ante todo la resurrección corporal, por encima de la pervivencia espiritual. De esta manera, alma y cuerpo son considerados como aspectos constitutivos e interdependientes de la unidad de la vida humana. Alma y conciencia se hallan también profundamente enraizadas en el cuerpo del hombre. Los primeros creyentes que habían visto resucitar a Cristo, confiaban en que Dios reconstituiría también a la persona completa, en algún entorno escogido para dicho fin. Esto es precisamente lo que afirma hoy la teología, que el ser humano no está sólo codificado en la estructura espaciotemporal del momento presente, sino además, en la mente de Dios. El hombre no está sólo en sus genes, en su conciencia y en el lugar que ocupa en el mundo, sino también en la memoria de su Creador. Por tanto, quienes han muerto en Cristo, podrán volver a la vida en Dios.

Como escribe el apóstol Pablo: “Hermanos, no queremos que ignoren lo que va a pasar con los que ya han muerto, para que no se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza. ¿Acaso no creemos que Jesús murió y resucitó? Así también Dios resucitará con Jesús a los que han muerto en unión con él” (1 Ts. 4: 13-14).

 

Notas

 

1 Crick, F., 1994, La búsqueda científica del alma, Debate, Madrid, p. 7.

2 Assertion of all the articles of M. Luther condemned by the latest Bull of Leo X, article 27, Weimar Edition of Luther’s Works, vol. 7, pp. 131-132.

3 Ruiz de la Peña, J. L., 1971, El hombre y su muerte, Burgos; Greshake, G. & Ruiz de la Peña, J. L., 1985, “Muerte y resurrección”, Fe cristiana y sociedad moderna, Ediciones SM, Madrid, p. 161.

4 Tipler, F. J., 1996, La física de la inmortalidad, Alianza, Madrid, p. 364.

 

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