La luz crece, las tinieblas menguan

En este primer Domingo de Adviento nos preparamos para celebrar con júbilo el arribo de la luz.

26 DE NOVIEMBRE DE 2016 · 18:18

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 Las tinieblas se disipan con la más pequeña luz. Inicia el Adviento y una de sus imágenes es la luz. Por ello entre las porciones de la Biblia más citadas en la temporada está el anunció mesiánico de Isaías: “El pueblo que andaba en la oscuridad ha visto una gran luz; sobre los que vivían en densas tinieblas la luz ha resplandecido” (9:2, Nueva Versión Internacional).

El de la luz es un tema que recorre toda la Biblia. En Génesis la acción creadora de Dios hizo que fuera la luz (1:3). Entre las imágenes más poderosas y poéticas que intentan describir al Señor y su pueblo está la de la luz, cuya función es irradiar a otras naciones con justicia y mostrarse como un modelo atrayente: “¡Levántate, Jerusalén! Que brille tu luz para que todos la vean. Pues la gloria del Señor se levanta para resplandecer sobre ti. Una oscuridad negra como la noche cubre a todas las naciones de la tierra, pero la gloria del Señor se levanta y aparece sobre ti. Todas las naciones vendrán a tu luz; reyes poderosos vendrán para ver tu resplandor” (Isaías 60:1-3, Nueva Traducción Viviente).

En el Salmo 119:105 leemos: “Tu palabra es antorcha de mis pasos, es la luz en mi sendero” (La Palabra). Zacarías, padre de Juan el Bautista, afirmaba que el ministerio de su hijo sería proclamar que “la misericordia entrañable de nuestro Dios nos trae de lo alto un nuevo amanecer para llenar de luz a los que viven en oscuridad y sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por caminos de paz” (Lucas 1:78-79, La Palabra). En el bello e inagotable capítulo primero del Evangelio de Juan se presenta al Logos como una luz en toda su intensidad, que alumbra lo más recóndito y antes devorado por la más cerrada oscuridad: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla […] Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo” (versículo 4-5 y 9, NVI).

Jesús dijo de sí mismo que era la “luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12, La Palabra). También mencionó a sus discípulos que ellos eran la luz del mundo (Mateo 5:13). El apóstol Pablo instruyó a las comunidades cristianas de Roma para que fuesen espacios de contraste en la sociedad donde trascurría su cotidianidad: “La noche está muy avanzada y ya se acerca el día. Por eso, dejemos a un lado las obras de la oscuridad y pongámonos la armadura de la luz” (Romanos 13:12, NVI). Así mismo Pablo sopesó la dimensión y alcance del resplandor concentrado en Cristo, quien es la plena manifestación lumínica de Dios: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6, Reina-Valera 1960).

En los versículos 9 y 10 del capítulo 2 de la 1ª Carta de Pedro hay afirmaciones que debieran despertar responsabilidad en las comunidades de creyentes, y no, como frecuentemente se hace, sentimientos y convicciones de superioridad excluyente: “Pero ustedes son raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su posesión, destinado a proclamar la grandeza de quien los llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Ustedes que antes eran ‘no pueblo’, son ahora pueblo de Dios; ustedes que no eran amados, son ahora objeto de su amor” (La Palabra).

Antes de estos versículos, Pedro escribió que sus destinatarios eran como piedras vivas sustentadas por la piedra angular que es Cristo (2:5 y 6-7). Todos y todas comparten esta identidad, que más adelante es ensanchada al anunciarles que juntos conforman, como traduce la Reina-Valera 1960, un “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”. Aquí se concentra con imágenes victoriosas la identidad de los redimidos en Cristo, quiénes son/somos. Recordemos que la magnificencia es de Jesús y no de sus discípulos. El ministerio compasivo de Jesús el Cristo debe ser el eje articulador de la misión del pueblo de Dios, pueblo que lleva luz a quienes son cautivos de intrincadas oscuridades.

A cada una de esas imágenes plasmadas por Pedro le corresponde un ministerio. No se trata de proclamar superioridad que menosprecia otras identidades, sino dignificar a los menospreciados, a los “ninguneados” que son vistos por los demás como seres prescindibles y a quienes se les niega su derecho de pertenencia a un determinado conglomerado social.

Más que pretender proveerles una plataforma para el orgullo por enseñar a sus destinatarios quiénes son desde la perspectiva de la redención en Cristo, Pedro a lo largo de esta epístola, y particularmente en la sección que estamos examinando, sostiene que a la identidad que por gracia les ha otorgado el Señor debe corresponderle una misión en el mundo.

Es aquí donde el apóstol pasa del tema de la identidad al de la responsabilidad misional y misionera. Son lo que son para vivir de cierta forma, a la manera normada por el ejemplo de Jesús, la piedra angular. Del qué Pedro transita al cómo. El pueblo elegido, nación consagrada, pueblo de la posesión de Dios, tiene la responsabilidad de anunciar con palabras y conductas la grandeza de la reconciliación en Cristo. ¿Y cuál es la forma de hacerlo? De manera contrastante, llevando luz a las tinieblas. Las tinieblas existen porque hay ausencia de luz.

Finalmente, en este breve recorrido en torno a una pocas imágenes de la luz en la Biblia, recordamos que en la 1ª Carta de Juan encontramos que “Este es el mensaje que escuchamos a Jesucristo y que ahora les anunciamos: Dios es luz sin mezcla de tinieblas. Si vamos diciendo que estamos unidos a Dios pero vivimos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero, si vivimos de acuerdo con la luz, como él vive en la luz, entonces vivimos unidos los unos con los otros y la muerte de su hijo nos limpia de todo pecado” (1:5-7, La Palabra).

En este primer Domingo de Adviento nos preparamos para celebrar con júbilo el arribo de la luz. Deambulábamos en densas tinieblas, éramos ciegos y ciegas tanteando veredas, clamando y mendigando como Bartimeo a la orilla del camino (Marcos 10:46-52) para que sus ojos muertos fueran llenados de vida y luz. Al igual que Bartimeo, cuando maravillado y conmovido por el milagro de la luz que vivificó sus ojos inertes, levantémonos de la postración y sigamos a Jesús en el camino.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - La luz crece, las tinieblas menguan