Los reformadores frenaron a los gnósticos

La locura del César incendió Roma, destruyó Jerusalén, persiguió a los seguidores de Cristo y después obligó a unirse a ellos; pero les impuso los rituales sincretistas del sacerdocio imperial.

13 DE NOVIEMBRE DE 2016 · 12:30

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En sus soberanos designios Dios permitió que el Apóstol Juan, el ‘discípulo amado’ de Jesús, sobreviviese al incendio de Roma y la destrucción de Jerusalén.

A él tenía reservada la misión de escribir el ‘cuarto evangelio’, las cartas universales y el libro del Apocalipsis; así, la Buena Noticia de redención llegaría a las naciones alcanzadas por la poderosa expansión Helénica.

Invito al lector a repasar lo que escribe J.C. Varetto sobre estos hechos para comprender hasta qué punto influyeron en la misión evangelizadora apostólica. Dice el historiador cristiano 01:

 

Destrucción de Jerusalén

Cuando Félix 02 era gobernador de Judea, hubo una disputa entre judíos y sirios acerca de la ciudad de Cesárea. Ambos partidos pretendían que les pertenecía. De las palabras pasaron a los hechos, tomando las armas unos contra otros.

Félix puso fin a la contienda mandando a Roma delegados de ambos partidos para someter el caso al emperador. Este falló en favor de los sirios, y cuando, el año 67, la noticia llegó a Judea, estalló inmediatamente la rebelión. Sirios, judíos y romanos se mezclaron en la sangrienta revuelta, que asumió bien pronto un carácter alarmante. Las aldeas eran teatro de escenas horripilantes. El mar de Galilea, donde Jesús había predicado sobre el reino de los cielos, estaba teñido de sangre y cubierto de cadáveres flotantes.

Una gran victoria de los judíos sobre las tropas romanas, mandadas por Cestio, dio impulsos a la rebelión, que se generalizó en todo el país. Los hombres sensatos veían que todo aquello era un esfuerzo estéril, porque tarde o temprano tenían que sucumbir bajo los dardos de los romanos; pero ya por patriotismo, ya por el impulso de las circunstancias, no pudieron hacer otra cosa sino tomar parte en la guerra. Uno de éstos fue el célebre Josefo 03, quien tan grandes servicios prestaría a la historia, y a quien le fue confiado el comando de las fuerzas que actuaron en Galilea.

La noticia del levantamiento de Judea llegó a Roma cuando el loco emperador Nerón estaba ocupado en los preparativos de un viaje a Grecia donde, seguido de un gran séquito de aduladores, iba a lucir sus dotes de artista, disputándose todos los premios ofrecidos en los concursos. Con gran acierto confió al viejo militar Vespasiano el mando de las legiones que tenían que ir a subyugar a Judea. Vespasiano mandó a su hijo Tito hasta Alejandría para reunir las fuerzas que había en aquella región, y él, cruzando el Helesponto o Dardanelos, siguió por tierra a Siria. Juntando las fuerzas de Tito, de Antonio, de Agripa y de Soheme, y cinco mil hombres más mandados por los árabes, Vespasiano emprendió la reconquista al frente de unos 60.000 hombres.

Empezó la guerra en Galilea, donde Josefo oponía una heroica y bien estudiada resistencia. La lucha fue ardua pero Josefo tuvo que ceder el terreno a los vencedores, huyendo a una caverna en la que pasó un tiempo escondido con unos cuarenta hombres que le siguieron. Como Vespasiano le ofreciese toda clase de seguridades concluyó por entregarse, y desde entonces aparece siempre al lado de los Flavios Vespasianos, tanto en el sitio de Jerusalén, como después de pacificado el país, en honor de los cuales Josefo añadió a su nombre el de Flavio.

Desde el punto de vista patriótico ha sido muy censurada la conducta de Josefo, pero uno no puede menos de ver la mano de Dios obrando para que este ilustrado judío fuese testigo ocular de la guerra que daría un fiel cumplimiento a las palabras proféticas de Jesucristo acerca de Jerusalén y del pueblo elegido.

Mientras los ejércitos dominaban el país, la guerra civil se había declarado en Jerusalén. Tres partidos se disputaban el poder. Se vivía bajo el régimen del terror. La aristocracia había sido derrocada, y un populacho salvaje, encabezado por un tal Juan de Giscala, encuartelado en el templo, dominaba la ciudad. En otro distrito de la ciudad mandaba un tal Simón. El sumo sacerdote, los principales escribas y fariseos, y todos los grandes aristócratas de Jerusalén fueron muertos, y sus cadáveres arrastrados por las calles y arrojadas fuera del muro. Grande fue la impresión de la población cuando vio la suerte que tocó a estos orgullosos señores, a quienes habían visto revestidos de espléndidos trajes talares, y a quienes ahora veían tendidos desnudos por las calles. Muchos de ellos eran los mismos que habían condenado a Cristo, a Esteban y a Jacobo. Aquello era la abominación predicha por el profeta Daniel. 04

Los cristianos se acordaron de las palabras del Maestro:

Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes”.05 No sin dificultades fue la huida de los cristianos, pero lograron salir y juntarse en Pella, una ciudad de la región montañosa de Perea, donde pudieron permanecer libres de los males que azotaban a Jerusalén.

La huida tuvo lugar en el año 68. La iglesia vivió sostenida casi milagrosamente, y continuó su obra en toda la región transjordánica. En este tiempo Vespasiano fue proclamado emperador y, teniendo que volver a Roma, dejó a cargo de su hijo Tito la terminación de la guerra. Los romanos avanzaron y de pronto Jerusalén se vio sitiada por las fuerzas de Tito. Jesús había predicho la ruina de la ciudad cuando lloró sobre ella, como registra Lucas. 06

Josefo nos ha dejado un minucioso relato del sitio y destrucción de Jerusalén, y es admirable la semejanza que existe entre la profecía de Cristo y los hechos narrados por este historiador. Como el sitio se prolongaba, las provisiones empezaron a escasear. Los soldados rebuscaban todos los rincones de las casas, quitando a las familias los víveres de que disponían. "Les hacían sufrir tormentos inauditos - dice Josefo - aunque más no fuese que para hacerles confesar que tenían escondido un pan o un puñado de harina. A los pobres les quitaban los yuyos que con peligro de sus vidas juntaban durante la noche, sin escuchar los ruegos que les hacían, en nombre de Dios, para que les dejasen siquiera una pequeña parte, y creían que les hacían una gran merced con no matarlos después de robarles."

Sobre los sufrimientos dentro de la ciudad, bajo el terror implantado por Juan de Giscala y Simón, dice el citado historiador: "Sería entrar en una tarea imposible detallar particularmente todas las crueldades de esos impíos. Me contento con decir que no creo que desde el comienzo de la creación del mundo se haya visto a una ciudad sufrir tanto, ni otros hombres en los cuales la malicia fuese tan fecunda en toda clase de maldades."

Estas palabras de Josefo hacen recordar el anuncio profético de Cristo:

"Porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá." 07

Muchos trataban de salir de la ciudad en busca de víveres, y caían en poder de los sitiadores. Como era difícil guardarlos a causa del gran número, los crucificaban frente a los muros de la ciudad, con el fin de atemorizar a los de adentro No pasaba día sin que tomasen quinientos y aun más de entre estos que procuraban huir. Tito era un hombre tan magnánimo como es posible serlo en tales circunstancias, y sufría con los actos de crueldad que tenía que presenciar, y que por la ley implacable de la guerra no le era posible remediar. Los soldados romanos hacían sufrir horriblemente a los pobres que eran crucificados.

"No había bastante madera para hacer cruces - dice Josefo - ni sitio donde colocarlas. Los judíos, viéndose encerrados en la ciudad, desesperaron de su suerte. El hambre, cada vez peor, devoraba familias enteras. Las casas estaban llenas de cadáveres de mujeres y de niños, y las calles, de los de los ancianos. Los jóvenes iban cayéndose por las plazas públicas. Se hubiera creído que eran espectros y no personas vivas. No tenían fuerzas para enterrar sus muertos, y aunque la hubieran tenido, no habrían podido hacerlo a causa del gran número, y porque no sabían cuántos días de vida les quedaban a ellos. Otros se arrastraban hasta el lugar de la sepultura para esperar allí la muerte. Al principio se hacía enterrar los muertos por cuenta del tesoro público, para librarse de la hediondez. Pero no siendo posible continuar cumpliendo con esta tarea, los arrojaban por encima del muro a los valles.

El horror que tuvo Tito al ver llenos estos valles, cuando rodeaba la plaza, y la putrefacción que salía de tantos cadáveres le hizo lanzar un profundo suspiro: levantó las manos al cielo y llamó a Dios por testigo de que no era él el causante de aquello."

Josefo, desde el muro, hablaba a los sitiados para persuadirlos de que era inútil continuar la resistencia, pero era desoído. Tito quería evitar escenas desgarradoras, pero la tenacidad de los sitiados hacía imposible todo arreglo. Los que podían huir de la ciudad tragaban monedas de oro para encontrarse con algún dinero cuando éste fuese de utilidad. Los soldados llegaron a saberlo y entonces comenzaron a abrir el vientre de todos los que caían en su poder para apoderarse de aquel dinero. Los árabes y los sirios fueron los que más se ejercitaron en esta crueldad, fruto de la avaricia. En una sola noche más de dos mil infelices murieron de este modo. Cuando Tito tuvo conocimiento de esto, castigó severamente a los culpables.

Las poderosas máquinas guerreras de los romanos lograron abrir una brecha en los muros, y los soldados avanzaron. La resistencia no pudo ser muy heroica debido al estado de debilidad en que se hallaban los combatientes judíos. Fortaleza tras fortaleza fue cediendo al empuje vigoroso de los vencedores. Los secuaces de Juan de Giscala, atrincherados en el templo, hacían sus últimos esfuerzos.

Tito había resuelto salvar el templo. No quería que esa maravilla del mundo fuese destruida. Pero un soldado arrojó una antorcha encendida y el incendio del templo se inició con rapidez. Tito, en este momento, estaba descansando en su tienda. Al saberlo corrió al templo y ordenó que se detuviese el fuego; todo fue inútil. Uno mayor que Tito había dicho:

"No quedará piedra sobre piedra, que no sea derribada." 07

Esto ocurría el año 70 de nuestra era. Las víctimas de esta espantosa catástrofe llegaron a 1.100.000, entre hombres, mujeres y niños, y si se agregan los que murieron en los combates precedentes, el número asciende a 1.357.000, según los cálculos de Josefo. 90.000 fueron vendidos como esclavos. Así terminó Jerusalén. Cuarenta años antes, frente al palacio de Pilato, al pedir la muerte de Jesús, sus habitantes habían clamado:

"Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos." 08

¡Jamás imprecación alguna tuvo un cumplimiento tan evidente!

Juan, él Apóstol.

En el último período de su vida, Juan, "el discípulo amado" 09, aparece en Éfeso, ciudad donde actuó durante muchos años, ejerciendo una influencia saludable y bienhechora sobre todas las iglesias del Asia Menor.

La cizaña sembrada por el enemigo en aquellas regiones, donde Pablo y otros habían introducido el evangelio, puso a Juan en la necesidad de estar siempre alerta contra los errores nacientes. Las sectas llamadas ebionitas hacían una activa propaganda judaizante, procurando imponer a los cristianos el yugo de la ley, que los mismos judíos no habían podido soportar. Para ellos, Cristo quedaba reducido a un profeta como Samuel, Isaías u otro, y su origen divino, si no negado, era completamente olvidado o mal entendido. Por otra parte los gnósticos, que aparecen con más pujanza en el siglo segundo, ya habían empezado a manifestarse. Para éstos, la humanidad de Cristo no era cosa importante, y la persona histórica del Nazareno se pierde en el éter de las especulaciones falsamente llamadas filosóficas.

Fue especialmente para contestar a la propaganda gnóstica que Juan escribió sus Epístolas. Durante su permanencia en Éfeso, Juan escribió el Evangelio que lleva su nombre.

Los antiguos autores cristianos refieren muchas anécdotas relacionadas con los últimos años de la vida de este apóstol, pero es difícil saber si son dignas de crédito.

Dicen que cuando era muy anciano, no pudiendo caminar, lo llevaban a las reuniones, y él se ponía de pie y pronunciaba estas palabras: "Hijitos, amaos los unos a los otros".10 Su corto sermón lo repetía cada vez que se le presentaba la oportunidad de hacerlo, y decía, que si los creyentes aprendían a amarse mutuamente, todas las demás cosas resultarían fáciles.

Se cree que fue una de las víctimas de la persecución de Domiciano.

Los emperadores que hubo entre Nerón y Domiciano, estuvieron tan ocupados con los asuntos el estado y en las intrigas de la baja política, que no pudieron prestar atención al movimiento cristiano. Pero Domiciano abrió un nuevo período de amarguras a los discípulos de Cristo. Se llama segunda persecución la que hubo bajo este emperador, siendo la de Nerón la primera.

Los historiadores cuentan diez persecuciones desde Nerón a Diocleciano, pero este modo de numerar lo abandonan la mayor parte de los escritores modernos, porque si se habla de las persecuciones generales, el número no es tanto, y si se cuentan las parciales, el número es mucho mayor.

Aunque hubo algunos que fueron muertos, Domiciano no se dedicó a matar, sino a desterrar y confiscar los bienes de sus víctimas. Juan fue desterrado a la isla de Patmos, donde el Señor le apareció, mostrándole las visiones que describió en el Apocalipsis.

Su destierro no fue perpetuo, y Juan volvió a Éfeso, donde terminó sus días en paz, teniendo cerca de cien años de edad.

La muerte del apóstol Juan cierra el primer período de la historia cristiana, o sea el de la implantación y propagación del evangelio por los apóstoles. Con él, podemos decir que termina la primera generación de cristianos.

Es el último de los testigos que tuvo el privilegio de ver y seguir a Jesús aquí en la tierra, y de comprobar la realidad de su resurrección. Los Evangelios ya han sido escritos por los que fueron contemporáneos de Cristo. Era el momento cuando empezaban a desaparecer los que compusieron las primeras iglesias, y urgía tanto el escribirlos en aquellos días. Los apóstoles han desarrollado y expuesto, en las Epístolas, las doctrinas gloriosas del cristianismo, destinadas a servir de base y de guía a los movimientos religiosos de las edades futuras. Terminemos con este hermoso párrafo de Pressensé:

"Al fin de la edad apostólica, Juan, lo mismo que Pablo, levanta la cruz con mano firme, como un faro destinado a brillar en medio de todas las tinieblas de las tempestades del porvenir. La locura de la cruz está destinada a ser para siempre la sabiduría de la iglesia; y contra la roca sobre la cual ella está asentada se estrellarán en vano todas las olas de la herejía." 11

 

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Continuaremos DM esta serie, con la influencia reformadora de los cristianos post- apostólicos (100 a 200 de nuestra era) basándonos en ‘La Marcha del Cristianismo’, de J.C.Varetto.


 

Notas

Ilustración: el saqueo del Templo herodianodurante la destrucción de Jerusalén.

http://www.nationalgeographic.com.es/medio/2012/12/12/b015314d_2000x1423.jpg

01. ‘La marcha del Cristianismo’, páginas 30-39; http://descargarlecturacristiana.blogspot.com.es/2016/01/juan-c-varetto-la-marcha-del.html

02. Este gobernador romano es citado en Hechos 23 a 25; ante él compareció el Apóstol Pablo.

03. Tito Flavio Josefo (37 – 101), también conocido por su nombre hebreo José ben Matityahu o Josefo ben Matityahu, fue un historiador judío fariseo, descendiente de familia de sacerdotes; se pasó al servicio del Imperio.

04. Daniel 11:31; 12:11.

05. Mateo 24:16.

06. Lucas 19:42-44.

07. Mateo 24:21.

08. Ibíd. 27:25.

09. Juan 21:20-24.

10. ‘Hijitos’. El anciano Apóstol Juan usó nueve veces este cariñoso vocablo en sus cartas.

11. Edmond de Pressensé (1824 – 1891) teólogo, pastor protestante y político francés en ‘Histoire des trois premiers siècles de l'Église chrétienne’, 1re série, Le premier siècle, 2 vol., 1858, (1858-1870)

Importante: las negritas son énfasis del autor.

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