Reconciliación, alegría y oración

Si queremos hacer la paz, no hablemos nunca mal de nuestros semejantes, aunque tengamos motivos para ello.

09 DE JULIO DE 2016 · 17:35

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Llegamos así al final de esta serie sobre las bienaventuranzas de Jesús, que constituyen mi libro: Los Bienaventurados (Portavoz, 2009). Veremos los tres últimos consejos para la vida cristiana que se desprenden de las mismas.

 

7. Esforcémonos por reconciliar a las personas.

Las personas que hacen la paz son aquellas que se comprometen activamente con la construcción de las relaciones pacíficas en el mundo. En ocasiones, su trabajo consistirá en amonestar el mal comportamiento de alguien dentro de la comunidad, ya que éste puede poner en peligro la convivencia. Otras veces trabajarán por reconciliar a quienes están en conflicto, esforzándose y comprometiéndose con ellos en la reparación de sus relaciones deterioradas. En general, los cristianos capaces de crear paz son quienes saben tomar la iniciativa en el restablecimiento de las relaciones pacíficas, aunque no sean ellos los responsables del enfrentamiento.

Es posible que el creyente no sea causante personal de la disputa, pero incluso así, siempre debe intentar responder al mal con el bien, frente al ataque de sus enemigos. No conviene olvidar que la verdadera paz se creó en la cruz por medio del sacrificio de Jesucristo. Él fue quien puso al ser humano en paz con Dios sufriendo hasta la muerte. Por tanto, la auténtica paz únicamente puede venir de Dios. Hacer la paz requerirá el diálogo con ambas partes implicadas, con el fin de convencerlas por la fuerza del amor cristiano y también de la persuasión razonable. Sólo puede dar la paz quien la tenga primero en su alma, por haber nacido de nuevo en Cristo Jesús; quien invita a los demás mediante su propio ejemplo personal; el que renuncia a toda violencia, fuerza o imposición; aquél que prefiere llorar en silencio, a provocar llanto en los demás.

Los seguidores de Cristo debemos sentirnos dichosos al aceptar sus palabras y ponerlas como modelo en nuestra vida, incluso aunque en ocasiones esta aceptación nos provoque sufrimientos y persecución. Si deseamos hacer la paz en el mundo, lo primero que debemos experimentar es un aborrecimiento del pecado con todas nuestras fuerzas, aunque sabiendo distinguir bien entre la persona que peca y el mal que lleva a cabo. Una cosa es la maldad aborrecible y otra muy distinta el ser humano equivocado que la comete. Para hacer la paz hay que llegar a la verdadera raíz del problema y darle una solución que satisfaga a ambas partes. Es menester lograr que las personas se pongan en paz con Dios y que su viejo corazón sea sustituido por uno nuevo.

Hemos de aprender a no juzgar las situaciones según el efecto que producen en nosotros, sino según lo que es mejor para la extensión del reino de Dios. Cuando alcanzamos esa madurez espiritual de considerarnos a nosotros mismos como miserables pecadores que carecen de derechos delante del Señor, llegamos a una situación espiritual en la que ya no procuramos defender nuestros argumentos egoístas o intereses personales. Incluso debemos aborrecer nuestra propia vida y al hombre o la mujer natural que hay en nosotros, por amor a Jesucristo.

Si queremos hacer la paz, no hablemos nunca mal de nuestros semejantes, aunque tengamos motivos para ello. Procuremos más bien justificar sus equivocaciones, reconociendo que viven todavía en pecado, como nosotros vivíamos antes de conocer al Señor. Debemos progresar espiritualmente y cambiar la idea que tenemos acerca de nosotros mismos y de nuestros semejantes. Ni nosotros somos tan buenos, ni ellos son tan malos. Haciendo esto glorificaremos el nombre de Dios y crearemos la paz en nuestro ambiente.

La paz se construye también mediante el silencio. Debemos procurar no hablar más de lo estrictamente necesario. A veces será menester vencer la tentación de responder apresuradamente, con la finalidad de no herir o generar conflicto. En otras ocasiones tendremos que reprimir nuestra lengua para no repetir aquello que se ha oído en la intimidad y que puede generar dolor, si se difunde de manera imprudente. El cristiano debe controlar su lengua y reflexionar acerca de todas las posibles implicaciones de sus respuestas, si en verdad desea crear paz. Es posible que llegado el caso debamos suplir también alguna necesidad material de nuestro prójimo, pues actuando así produciremos indirectamente situaciones de paz.

No nos aferremos a nuestros pretendidos derechos personales, sino aprendamos a renunciar a ellos por amor al Señor y a nuestros semejantes. ¡Ojalá podamos ser llamados hijos de Dios, al poner en práctica todos estos comportamientos en nuestra vida!

 

8. Alegrémonos al ser perseguidos por causa de Cristo.

No es la propia persecución la que debe ser exaltada sino nuestra fidelidad a Jesucristo. La dicha de los discípulos cristianos que fueron perseguidos por causa de la justicia a lo largo de la historia, no se debe al sufrimiento que experimentaron, sino a su glorioso compromiso de fe con el Señor. Debemos entender que este tipo de acoso por causa de la justicia significa por causa de Cristo, es decir, por ser justos en el mismo sentido en que él lo fue, por vivir con arreglo a la voluntad de Dios.

Es necesario aceptar, como seguidores de Jesús, que si seguimos sus pasos y renunciamos al propio derecho, la justicia, la honra personal y el poder humano, entre otras cosas, pronto resultaremos raros para la sociedad en la que vivimos. Por eso, en lugar de ser reconocidos y valorados por el mundo, seremos rechazados y perseguidos. Es algo inevitable ya que la sociedad humana jamás aceptó a los bienaventurados de Jesús.

Ahora bien, una cosa es ser perseguido por causa de la justicia, en el sentido evangélico del término, y otra muy diferente serlo por motivos distintos, como pueden ser ideológicos, políticos, sociales o incluso religiosos. Cada cual es libre de militar y sufrir en empresas que considere honestas y humanitarias, pero no debemos reclamar después a Dios que su promesa no se cumple en nuestra vida. Lo mismo puede decirse de ciertas actitudes nuestras equivocadas, reprensibles o torpes. Hemos de tener cuidado en no crearnos sufrimientos innecesarios que no son el resultado de una vida justa, sino de comportamientos personales no recomendados en la Palabra de Dios.

La práctica de la justicia consiste en llegar a ser como el Señor Jesús. En la medida en que nos aproximemos a su estatura espiritual padeceremos cada vez más el hostigamiento de los hombres. La persecución es, por tanto, un buen medidor de nuestro compromiso cristiano. Por tanto, no debemos buscar ansiosamente el beneplácito de las gentes, sino que más bien tendríamos que preocuparnos cuando éste se da excesivamente en nuestra vida. ¿Estamos sufriendo persecución o adulación? Los justos son acosados precisamente por ser diferentes como lo fue Jesucristo ¿Somos diferentes?

Si somos perseguidos debemos soportar el odio de la gente con alegría ya que ello supondrá una confirmación de nuestro cristianismo y de que somos ciudadanos del reino de los cielos. Hemos de sentirnos satisfechos de ser tenidos por dignos de sufrir por Jesucristo, pues se trata de un privilegio personal.

 

9. Permitamos que la gracia del Señor Jesucristo y el poder del Espíritu Santo actúen en nosotros, a través de la oración, para poner en práctica las bienaventuranzas.

Si alcanzar la perfección humana es ya algo difícil de lograr para nosotros, cuánto más lo será alcanzar la perfección de Cristo, que es la misma perfección de Dios. Sin embargo, las bienaventuranzas y el resto del sermón del monte nos proponen como norma precisamente esta perfección divina. No es de extrañar que bastantes exegetas hayan creído que tales mandamientos y exigencias de Jesús no fueran dirigidos a todos los cristianos, sino solamente al reducido número de los apóstoles o de los discípulos más consagrados. Incluso se ha llegado a decir que, más bien, eran ideales espirituales utópicos e inalcanzables hacia los que se debía aspirar, pero que de ninguna manera se podrían jamás realizar.

 

Reconciliación, alegría y oración

El problema de tal interpretación es que choca frontalmente contra el sentido llano y manifiesto del sermón de Jesús. Para el Maestro no debe haber ningún tipo de oposición entre la fe y la vida cotidiana del creyente. Si se cree en Jesucristo, su justicia debe también caracterizar toda la existencia humana. Él no está pensando aquí en una ética especial y difícil sólo para iniciados, sino en una fe que actúa por el amor y que es para todo el mundo que desee seguirle. Por tanto, no debemos sentirnos impotentes ante estas palabras de Cristo o pensar que es imposible alcanzar semejante justicia.

Podemos alcanzar la justicia de Dios por medio de la gracia dada libremente, que es capaz de transformar la debilidad humana. De esta manera el don de la fe, que hemos recibido de parte de Dios, actúa en nosotros y puede convertirse en un amor activo que nos permite vivir las exigencias de las bienaventuranzas.

El Señor Jesús tomó en cierta ocasión a un niño y lo puso en medio de los discípulos y les dijo: El que en mi nombre recibe a alguien como este niño, a mí me recibe; y el que a mí me recibe no me recibe a mí, sino al que me envió (Mc 9:37). Estas palabras valen para todas las épocas y todos los lugares del mundo. Quien las elige como directrices de su vida y procura practicar la justicia mediante ellas, está de alguna manera trabajando en el auténtico perfeccionamiento del mundo y alabando al Creador del cosmos.

¿Qué quiere Dios de cada uno de nosotros? ¿Cómo hemos de reaccionar ante los dones del Padre amoroso que nos ha colmado de gracia en su creación y su redención? Todo cristiano debe inventar en cada instante de la vida su comportamiento concreto, a la luz del amor exigente de Dios.

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