Justicia, solidaridad y transparencia

Para los discípulos del Señor es posible empezar ya ahora a gozar la felicidad prometida, a través de la intimidad personal con Dios.

03 DE JULIO DE 2016 · 10:40

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Siguiendo con las conclusiones de las bienaventuranzas de Jesús con el fin de aplicarlas a nuestra vida cotidiana, se pueden detectar los tres énfasis siguientes:

 

4. Busquemos la justicia en todas las áreas de la vida.

Tener hambre y sed de justicia es aspirar a que la voluntad de Dios se realice en nuestra vida. Esto significa el reconocimiento tácito de una insuficiencia espiritual propia. Quienes experimentan tal necesidad se sienten insatisfechos por el estado en que se encuentran y aspiran a una vida diferente que todavía no han alcanzado. Desean verse libres de su tendencia innata al pecado y anhelan la santidad. ¿Cómo es posible lograr esto? El Espíritu Santo satisface el deseo humano de vivir con arreglo a la voluntad de Dios, pero para ello debemos seguir sus planes, no los nuestros. Y su plan es que, en vez de buscar ansiosamente la felicidad, persigamos primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás nos será dado.

Primero hay que buscar la justicia en todas las áreas de la vida y, en segundo lugar, obtendremos también la felicidad. Si lo hacemos al revés, estamos condenados al fracaso. Al ser justos delante de Dios, lo seremos también con nuestros semejantes y esto nos conducirá a la santificación. Ser justo implica el deseo profundo de liberación del pecado en cualquiera de sus manifestaciones; renunciar a él porque nos separa de Dios e impide que crezcamos moral y espiritualmente. Orando frecuentemente, meditando en las palabras de Jesucristo y aplicándolas a nuestra vida, lograremos vencer al Maligno y ascenderemos peldaños de gloria en gloria en pos de la santidad.

 

5. Ayudemos a quienes nos necesitan.

Ser misericordioso es compadecerse de las desgracias que padecen nuestros semejantes y preocuparse por aliviarlas en la medida de nuestras posibilidades. No obstante, la misericordia incluye también la capacidad para perdonar las deudas o las ofensas del prójimo. Tan importante era este asunto para Jesús que le dedicó la parábola de los dos deudores. En ella se refleja el contraste de actitudes entre un rey que fue capaz de perdonarle una deuda astronómica a uno de sus siervos (nada menos que diez mil talentos), mientras que ese mismo siervo fue absolutamente incapaz de hacer lo mismo con un consiervo que sólo le debía la ridícula suma de cien denarios. La enseñanza es clara. Si hemos sido tratados con misericordia por Dios, ¿cómo no hacer lo mismo con nuestros semejantes? Hemos de ser conscientes de las muchas bendiciones que recibimos del Altísimo porque, si no lo somos, en nada beneficiarán a nuestros hermanos ya que no sabremos derramarlas sobre ellos.

También hay que aprender a renunciar a nuestra propia dignidad cuando se trata de ayudar al prójimo, sobre todo si nos preocupa su situación espiritual. Debemos superar cualquier complejo personal para llevarles el evangelio de Jesucristo y olvidar todo orgullo con el fin de buscar la compañía de los inconversos. El cristiano debe practicar la empatía, el intento de ponerse en el lugar de los demás para saber qué sienten y cómo se les puede ayudar de manera eficaz.

 

6. Seamos transparentes en nuestras relaciones con Dios y con los demás.

La limpieza de corazón tiene que ver con la honestidad, justicia y sinceridad del cristiano. Hay que eliminar cualquier forma de hipocresía que exista en nuestra vida. Uno de los peores testimonios por parte de los creyentes es precisamente éste: aparentar una cosa y vivir otra muy diferente. Tal doblez de corazón en ciertos padres creyentes es la principal responsable de que sus hijos abandonen las iglesias cuando pueden tomar sus propias decisiones. Debemos huir de este comportamiento capaz de destruir familias y congregaciones.

El Antiguo Testamento aplica el concepto de limpieza de corazón a aquellas personas auténticas que viven de acuerdo a lo que piensan; quienes son puros, no sólo externamente sino en el centro mismo de su ser; la pureza alcanza su mente, sentimientos y voluntad. Los cristianos debemos intentar vivir con esta espontaneidad, sin preocuparnos demasiado por las apariencias o el qué dirán los demás. Tenemos que vivir para Dios, y para él lo que cuenta es la franqueza y sinceridad interior.

El intento de permanecer limpios implica no mentir nunca al Señor, ni tener en nuestra vida ídolos falsos escondidos a quienes adoramos en secreto. Todo aquello susceptible de ocupar el lugar de Dios en nuestra alma puede llegar a convertirse fácilmente en un dios doméstico, como aquellos que poseían los antiguos paganos. Tales pasiones inconfesadas nos alejan notablemente de él, manchan nuestro corazón y lo dividen. Por eso no debemos servir a la vez a dos señores, sino permitir que el trono de nuestra existencia esté únicamente ocupado por Jesucristo.

Dios promete darle al ser humano un corazón nuevo, que es en realidad su mismo Espíritu. Allí donde sus hijos no son capaces de llegar por sus propios esfuerzos humanos, dicho Espíritu los alza por medio de la gracia divina para que puedan lograr la limpieza de su corazón, gracias a la sangre de Cristo. De manera que, a través poder del Espíritu Santo, el cristiano podrá presentarse algún día ante el Creador del universo y verlo cara a cara, porque el sacrificio de la cruz le proporciona un corazón indiviso y limpio de toda impureza.

Es cierto que la felicidad prometida por Jesús a los limpios de corazón se disfrutará plenamente en el mundo venidero. Sin embargo, no podemos perder de vista que para los discípulos del Señor es posible empezar ya ahora a gozar a través de la intimidad personal con Dios, por medio de Jesucristo su Hijo. La oración, la lectura y meditación de las Escrituras, así como la práctica de la fe en nuestra realidad diaria constituyen poderosas maneras de experimentar en el presente algo de esta bienaventuranza. Todo esto son adelantos de aquella audiencia personal eterna que tendremos algún día con nuestro Creador.

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